Antes de irse a vivir a la gran ciudad, un hombre le cambió la vida...
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Guadalupe creció en un pueblo caluroso del norte argentino. Sus recuerdos la trasladan al aroma de las preparaciones de su tía abuela, Marta, que se había transformado en su ángel guardián cada vez que ella huía de su hogar en busca de un refugio amoroso, alejado de gritos e imágenes que siempre buscó olvidar.
Cuando Marta murió, Guadalupe dejó de hallarle sentido a la vida. El amor y las horas de alegría le habían sido arrebatadas y el pueblo en aquellos años de primera juventud parecía estar más chato, caluroso y deslucido que nunca. Pensó en irse a la gran ciudad -el sueño de muchos-, pero el miedo se apoderó de ella. ¿Dónde viviría? ¿De qué viviría? Allí, en su pueblo, había conseguido un empleo en la panadería de la plaza central y se había comprometido a colaborar con la Sociedad de Fomento.
“Me acuerdo que fue una época de mucho dolor, mucha incertidumbre y soledad”, rememora Guadalupe. “Decidí esperar un tiempo antes de irme. Ese tiempo de espera cambió mi vida”.
Un hombre con un compromiso: “Éramos almas gemelas”
Nunca antes había participado de las actividades de la Sociedad de Fomento. Ante ella, emergió una escena alegre, hombres y mujeres de diferentes edades, todos reunidos un domingo en la escuela secundaria cerca de uno de los barrios más carenciados. Y allí, entre paquetes de harina, ropa usada, y conservas, lo vio a él, Rodrigo: “El amor de mi vida”, dice Guadalupe emocionada.
El amor de su vida era de estatura media, pelo castaño oscuro ondulado, tenía cinco años más que ella y estaba de novio con una mujer con la que se iba a casar en marzo. La atracción, sin embargo, fue inevitable: “Aunque debo aclarar que yo era muy reservada. Lo viví pensando en los cuentos de hadas, ese amor romántico puro e intenso en la imaginación. Apenas lo vi supe que estaba enamorada por primera vez”.
Se hicieron amigos. El año que siguió fluyó entre el trabajo y las actividades de la Sociedad, donde se quedaban conversando cuando ya todos se habían ido. Pronto comenzaron a compartir un cafecito en la panadería: “Éramos como almas gemelas, nos gustaba la misma música, soñábamos con un futuro similar, entendíamos nuestros estados anímicos, adivinábamos nuestros pensamientos y podíamos anticipar lo que el otro iba a decir”, asegura. Guadalupe.
Inseparables, cierto día, en un paseo de domingo, Rodrigo detuvo su paso, la miró fijo, y en un movimiento lento inclinó su cabeza hacia ella para besarla. Fue uno de los mejores momentos de su vida: “Tal vez, el que recuerde con mayor añoranza”.
Una pregunta y un desgarro
Guadalupe jamás había pensado en ser “la otra”, y le costaba comprender qué unía a Rodrigo con su novia, cuando era evidente que poco se veían. Ellos, en cambio, compartían largas horas, miradas de amor y otro beso, que llegó con una pregunta: ¿Por qué estás con ella?
“Lo que me contó dejaba en claro que él se sentía en deuda por lo mucho que, tanto su novia como la familia de esta, habían hecho por él”, cuenta Guadalupe. “Le manifesté mi desacuerdo, se enojó, me dijo que jamás lo iba a comprender y se fue”.
No lo volvió a ver y a Guadalupe se le desgarró el corazón. Con aquel dolor a cuestas, supo que era tiempo de irse. Buenos Aires, enorme y bulliciosa, le trajo un nuevo hombre al que no supo amar, un trabajo en otra panadería y poco olvido.
Una búsqueda incansable y una tragedia
Con el paso del tiempo, Guadalupe se enteró de que Rodrigo había sido padre, y un par de veces, en sus visitas al pueblo, lo vio a lo lejos. En cada cruce volvía a sentir que allí, a unos metros, caminaba el amor de su vida.
Hubo una ocasión, sin embargo, en la que se cruzaron en la misma cuadra. Ella, que venía anhelando el encuentro, lo miró a los ojos y le recitó una frase de amor de Benedetti, le dijo que era su gran amor y que soñaba con el día en que pudieran estar juntos. Él la abrazó fuerte, le dijo que la quería, que su historia había sido hermosa, que jamás la olvidaría, pero que tenía un compromiso que cumplir. Más tarde, Guadalupe supo que él también había migrado y le perdió el rastro.
“Pero no dejé de buscarlo. Tras el último encuentro sentí una vez más que estábamos destinados, que debía luchar por estar juntos”, manifiesta Guadalupe. “Durante diez años lo rastreé sin encontrar nada”.
Hace un par de años, Guadalupe halló a la hija de Rodrigo en Internet. Apenas necesitó unos segundos para comprender a través de una serie de publicaciones que él, su gran amor, ya no estaba en este mundo: “Mi consuelo es saber que siempre supo lo que sentía. Fue el amor de mi vida con todas las letras, y sé que me amó, así como yo lo amé”.
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