El 17 de marzo, de 1992, hace 31 años, tuvo lugar el referéndum que puso fin al apartheid en Sudáfrica; Enriqueta Naón Roca llegó a Ciudad del Cabo en el ‘67 en busca de una aventura, pero se encontró con este sistema de segregación racial que nunca dejó de horrorizarla
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Orden. Esa es la primera palabra que viene a la mente de Enriqueta Naón Roca cuando recuerda su desembarco en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en 1967. Ella (21) y su flamante marido (24) habían pasado los últimos 22 días arriba de uno de los últimos barcos que conectó Buenos Aires con Sudáfrica. Al pisar tierra firme, los recién casados se encontraron con una ciudad magnífica: plazas sombreadas, coloridas casas de estilo inglés, playas extensas y desoladas y un horizonte de montañas. “Era una de las ciudades más lindas del mundo”, recuerda hoy, a sus 78 años, antes de anticipar lo que cualquiera que conozca al menos por encima la historia de Sudáfrica puede adivinar.
Naón Roca tardó semanas en descifrar lo que aquel orden, aquella aparente tranquilidad citadina, escondía. Básicamente, tardó en comprender lo que la palabra “apartheid”, que le había sonado tan abstracta cuando la escuchó por primera vez, en Buenos Aires, implicaba. “Al tiempo, empezamos a darnos cuenta de que todo estaba prolijamente separado: en el correo había una fila para ‘blancos’ y otra para ‘no-blancos’. En la plaza había bancos diferenciados, y a veces hasta ubicados en áreas diferentes. Supimos que las playas que estaban cerca de la ciudad en realidad estaban vacías porque eran solo para los ‘blancos’, la minoría. Había hospitales diferentes, escuelas diferentes, trabajos diferentes. Hasta asientos de colectivo diferentes”, recuerda la escritora y traductora desde una cafetería de Palermo, 56 años después, pero con los recuerdos y el asombro aún intactos. En su momento, le llamó la atención que, en general, la gente soportaba el sistema. Pero no siempre era así.
Chinos, no; japoneses, sí
Naón Roca Tardó meses en conseguir su cédula de identidad sudafricana. Y cuando por fin la obtuvo se llevó una nueva sorpresa. Allí no figuraba su nombre, solo su inicial y el apellido de su marido, y, por encima de todo, una inscripción, la única que parecía realmente importar: “Blanke- White Person”.
Quienes en su documento tenían la inscripción opuesta conformaban un grupo de lo más variado. Dentro de los “no-blancos” estaban incluidos los zulúes, los x’hosas -dos pueblos originarios sudafricanos-, los mulatos y los hindúes. También los asiáticos, pero con excepciones: por cuestiones comerciales y diplomáticas, los comerciantes japoneses, los taiwaneses y los coreanos del sur eran considerados “blancos honorarios”. “Ellos podían sentarse en el mismo restaurante que un ‘blanco’, por ejemplo. Pero los chinos no. ¿Cómo los distinguían? Bueno, eso generaba un montón de equivocaciones. La policía, unos rubios que parecían rugbiers, por ahí metían preso al embajador de Japón, hasta que se dilucidaba que el tipo era japonés y lo largaban”, recuerda Naón Roca.
Pero las prohibiciones más problemáticas eran, en verdad, las que regulaban la cuestión habitacional y laboral, por ejemplo, la ley que prohibía que las personas consideradas ‘no-blancas’ pudieran vivir e incluso circular a determinadas horas por los sectores ‘blancos’ de Ciudad del Cabo. “Los Bantú”, como se le llamaba a todo aquel que no estuviera dentro de la minoría descendiente de europeos, debían limitarse a vivir en compounds, barrios amurallados con pequeñas casas idénticas, ubicados a las afueras de la ciudad.
“Eran barrios enteros para ellos, encerrados dentro de muros que tenían alambres de púa enfocados para adentro y dos puertas vigiladas. Para circular por ‘zonas blancas’ tenían que tener un permiso laboral. Y en esas zonas solo podían acceder a ciertos trabajos, todos ligados al servicio. Eso estaba regulado por una ley conocida como Job Reservation. En cambio, en su territorio, podían trabajar de cualquier cosa y hasta cursar estudios universitarios”, detalla la escritora. Ella, su entonces marido y sus dos hijos, los dos nacidos en Ciudad del Cabo, vivieron allí 10 años, y terminaron abandonando el país porque la escalada en la violencia hizo que temieran por sus vidas.
“El mayor riesgo era que te clavaran una panga”
Eligieron Sudáfrica por descarte. Para Brown, su marido, el futuro estaba fuera de la Argentina y por eso, apenas se casó, convenció a su joven mujer de dejar el país. Estados Unidos no era opción. Brown tenía prohibida la entrada desde que, a los 20, viviendo allí, se sumó por motu proprio al ejército, pero luego se negó a ir a Vietnam, y entonces era considerado desertor. Pensaron en Canadá, pero no les convenció el clima. También en Nueva Zelanda y Australia, pero les parecieron destinos demasiado lejanos. Hasta que un día Brown llegó a su casa con un folleto del Ministerio del Interior de Sudáfrica. “Si la mitad de lo que dicen acá es cierto, entonces vale la pena”, le dijo a su mujer.
“Fueron 22 días de viaje al desconocimiento total. Era otro planeta, directamente. Era todo rarísimo. Pero estábamos recién casados, para nosotros era una aventura. La idea era estar allá cinco años y juntar plata en moneda fuerte para volver acá y poder comprarnos algo, que fue lo que hicimos. Pero estuvimos 10 años en vez de cinco”, recuerda ella.
Por contactos de su padre, al desembarcar, el embajador argentino los hospedó en su casa. A la semana, consiguieron alquilar un pequeño departamento en el centro de la ciudad. Nunca se mudaron a otra zona más alejada por miedo. “Era muy inseguro. La inseguridad que estamos viviendo ahora acá se vivía allá en los ‘60. El mayor riesgo era que te clavaran una daga para sacarte lo que tenías encima. Pero, la verdad, es que la mayor parte del tiempo vivíamos tranquilos. Nunca nos robaron. A unos amigos les entraron cuando ellos no estaban y, además de llevarse cosas, los asaltantes les dejaron un regalito en la alfombra. Eso muestra el resentimiento que había, por obvias razones”, acota.
Desde el centro de la ciudad, donde ella vivía y trabajaba, se sentía en una realidad paralela. La verdadera violencia, la de las protestas sangrientas y las represiones policiales abusivas que eran publicadas en los diarios -que gozaban de cierto grado de libertad de prensa- ella solo la veía a la distancia, desde su balcón. “Desde ahí, a la noche, se veían los incendios en el horizonte”, recuerda.
Pero a pesar de esta aparente libertad de expresión de los diarios, que contaban enfrentamientos entre grupos revolucionarios y la policía, o entre los mismos grupos revolucionarios, era evidente que no toda la verdad era revelada. “En una época había muchas personas que se rebelaban y terminaban en cana. Y en la cana los mataban. Pero los informes policiales publicados en la prensa decían, en cambio, que el preso se había tirado por el balcón, que se había ahorcado. Uno leía y sabía que no era real”, recuerda.
En su realidad paralela, desde el centro de la ciudad, colorido y pacífico, ella y su marido salían con otras parejas de expatriados, la mayoría diplomáticos: ingleses, portugueses, brasileros. Casi todos estaban en contra del apartheid desde el sentido moral. Pero de vez en cuando frecuentaban eventos con personas que defendían el sistema. “Yo siempre decía que el apartheid me parecía una bestialidad. Y entonces a veces alguno me discutía. El argumento era que eran dos desarrollos económicos separados, ciudades separadas, pero que todos tenían los mismos derechos. Y yo decía: ‘Pero, ¿cómo van a tener los mismos derechos si no tienen acceso al mismo trabajo que yo, por ejemplo?’. El apartheid tenía su slogan, era ‘Separados pero iguales’”, cuenta Naón Roca.
Su adorada Elda Nombulelo Duane fue para ella su único vínculo con esa realidad tan lejana y a la vez tan cercana. Era su empleada doméstica, quien también cuidaba de sus hijos mientras ella y su marido trabajaban en la oficina. “Elda era un genio y trataba con mucho amor a mis hijos. Un día pasó a buscar a Carlos, que tenía tres años, por el jardín de infantes y se tomó el colectivo con él. Los colectivos tenían dos pisos, la parte de abajo siempre era para ‘blancos’ y la de arriba, para los ‘no-blancos’. Y ella, entonces, se subió al segundo piso, pero la hicieron bajar y colocarse en el fondo de sector de abajo, porque el master, el amo, era el niño, que era ‘blanco’, y era inadmisible que viajara arriba. El amo tenía tres años. Ella era su sirviente. Cuando me enteré, me impresioné muchísimo, no lo podía creer. Más que sirvientes, los trataban como si fuesen esclavos, porque ni siquiera podían cambiar libremente de trabajo”, recuerda.
La tensión social comenzó a empeorar a medida que el gobierno nacional buscaba impulsar nuevas iniciativas de segregación. Naón Roca recuerda uno en especial, en los ‘70, que hizo recrudecer la violencia de una manera que ella nunca hubiese imaginado. Se trataba del proyecto que buscaba imponer como lengua única el afrikáans, un dialecto germánico que hablaban los descendientes de holandeses en Sudáfrica.
“Para los ‘no-blancos’, era el idioma del amo. Ellos hablaban en inglés, que era lo que se enseñaba en los colegios, y también en alguna lengua nativa. Cuando quisieron imponer el afrikáans, se armaron los conflictos más fuertes. Más allá de lo que se leía en los diarios, la escalada de la tensión se sentía en las calles, cortabas el aire con un cuchillo. Se notaba en las expresiones de la gente, en cómo te miraban. A las seis volvía caminando del trabajo a casa y me daba miedo. La sensación era que en cualquier momento estallaba todo y aparecían en tu casa con la famosa panga, que era como un machete. Y, de alguna manera, era inexplicable que todavía no lo hubieran hecho, después de décadas de segregación y represión”, recuerda Naón Roca.
Para ese entonces, en Rhodesia, hoy Zimbabue, a unos 2.400 kilómetros, la situación era totalmente distinta, pese a que el gobierno también estaba a cargo de descendentes de europeos. Naón Roca viajó allí junto a su familia para conocer las Victoria Falls, uno de los principales atractivos turísticos del lugar. Hoy recuerda la experiencia como un acto de total inconciencia. “Me sorprendió que no hubiera apartheid ahí, ¡pero había guerra civil! Íbamos por la ruta y por al lado pasaba un jeep con soldados con ametralladora. Creo que a esa altura ya habíamos naturalizado la violencia. Ahí cerca, hacía un tiempo, un grupo guerrillero había entrado a un campo y habían arrasado con todos los descendientes europeos que vivían ahí. Querían tirar abajo el gobierno blanco, lo cual después lograron”, cuenta.
“La ciudad menos africana de África”
Había una frase, común entre los ingleses instalados en Ciudad del Cabo, que Naón Roca nunca olvidó. “Me la contó un amigo inglés. Me dijo: ‘Al primer año, el apartheid te parece horroroso; al segundo, terrible; y al tercero decís: ‘me lavaron el cerebro’, porque te parece comodísimo, tenés las playas más lindas vacías, hacés menos fila’”, recuerda. Pero ella nunca terminó de acostumbrarse. “No queríamos que nuestros hijos crecieran en esa situación. Nada hacía pensar que, cuando llegara el momento, Nelson Mandela se erguiría como el gran hombre que fue. En aquel entonces estaba preso por encabezar actos violentos, en Robben Island, una isla en medio de la Bahía del Cabo que podíamos ver cada vez que trepábamos un poco la montaña para dejar a los chicos en sus respectivos colegios o guarderías”, recuerda.
Al desacuerdo con el sistema se sumó el temor absoluto. Y esa combinación hizo que, a mediados de 1976, ella y su marido decidieran irse. En una de sus últimas semanas en Sudáfrica, Naón Roca ingresó finalmente, y por única vez, a un compound. “Cuando decidimos irnos, le dije a Elda y se largó a llorar. Y yo le decía: ‘Elda, yo le voy a dar una buena recomendación’. Pero claro, ella no estaba llorando solo porque nos iba a extrañar. Me dijo: ‘Si ustedes se van, yo no tengo permiso para quedarme acá’. Ella tenía permiso para quedarse a dormir en mi casa si trabajaba para nosotros. Entonces, con una amiga para la que Elda también trabajaba decidimos intentar que le extendieran el permiso para que se quedara con su familia. Pero había habido disturbios, había habido incendios en un compound. Cuando entramos ahí para ir a la oficina de ‘Asuntos Bantu’, no sabés como nos miraban. No volaba una mosca. El afrikáner que nos atendió ya tenía cara de perro porque estábamos tramitando algo para una persona ‘no blanca’. Nos bochó olímpicamente. Siempre nos quedamos con la duda de qué habrá pasado con ella”, suma Naón Roca.
El apartheid duró 44 años en Sudáfrica. Finalmente fue abolido el 17 de marzo de 1992, hace exactamente 31 años, a partir de un referéndum, que fue la última votación restringida para la población catalogada como ‘no-blanca’ del país.
Volver a Sudáfrica: una experiencia diferente... pero no tanto
Naón Roca se mantuvo, desde entonces, conectada con algunos amigos sudafricanos. Después de 17 años, tuvo la oportunidad de volver al país. Lo hizo en dos ocasiones. “Estuve al año siguiente del ascenso a Mandela, en 1995, y la libertad se sentía en el aire. La sensación era que entrabas a un país de alegría, una onda completamente distinta. Era todo más desordenado, pero mucho más agradable. Ya había personas antes catalogadas como ‘no-blancas’ ocupando puestos en oficinas y, por el contrario, personas que antes eran parte del grupo ‘blanco’ limpiando los vidrios de un edificio”, detalla.
Pero, aunque ya no había leyes que lo regularan, la división habitacional se mantenía. Seguía habiendo barrios para unos y barrios para otros por una cuestión de capacidad adquisitiva. Eso no cambió para 2009, cuando Naón Roca pudo viajar nuevamente de visita a Ciudad del Cabo. “En ese viaje me llamó mucho la atención la cantidad de villas. Antes no había porque si alguien se asentaba en algún lugar cerca de la ‘zona blanca’, la policía venía de noche, lo sacaba a la fuerza y pasaba con un topadora por encima de las casillas. Pero lamentablemente la división habitacional se mantiene, aunque con algunas excepciones”, dice ella.
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