Tuvo una infancia “donde el juguete más preciado era la imaginación” y tenía claro para qué había venido al mundo, hasta que los mandatos y la vida adulta se interpusieron en su camino...
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En octubre de 2006 a Sarah la vida parecía sonreírle. Había viajado a España a recibir un premio y exponer su trabajo en las Jornadas Internacionales de Derecho Procesal Civil, un evento en el que fue aplaudida, entre sonrisas, halagos y festejos despampanantes. Los años de esfuerzo habían dado sus frutos con creces y, aun así, cada tanto, una tensión extraña la invadía, como si estuviera desencajada en aquella realidad: “Ese ruido externo no me permitía escuchar el ruido interno”, revela, mientras rememora su historia.
Cuando las jornadas llegaron a su fin, Sarah voló desde Málaga a Praga para reunirse con amigas en un viaje de placer. El sol de la costa andaluza quedó atrás para dar paso al frío, la lluvia y la nieve intermitente. En la helada el tiempo parecía haberse detenido y fue entonces que su voz interior, silenciada por años, emergió con claridad.
“Miraba esa ciudad de cuentos y lo único que sentía era una inmensa soledad. Una soledad de mí misma. Al volver de Europa decidí que no iba a dejar solo a mi corazón nunca más. Me tomaría tiempitos cada día. Así que empecé a hacer caminatas al lado del río; rezaba, escribía. Estaba desorientada. Pero persistí en la búsqueda. Necesité mucho silencio interior y exterior para llegar a escuchar lo que el corazón tenía para decirme”, cuenta.
En aquel viaje, en un momento cumbre de su carrera como abogada, Sarah había experimentado una crisis existencial y vocacional. Lo que su corazón tenía para decirle era que debía dejar su carrera condecorada atrás, volver a escuchar a esa niña que alguna vez fue; debía vivir fiel a su verdadero sueño y a su esencia.
“La infancia es la edad de la sabiduría”
Sarah Mulligan, en los años en los que no se hacía llamar Sarah Mulligan, creció en Venado Tuerto y tuvo una típica infancia de pueblo, “donde había mucha paz y pocos juguetes. El juguete más preciado era la imaginación”.
A los ocho ya escribía guiones de obras que representaban en las fiestas familiares. Le gustaba imitar personajes, dibujaba y hacía retratos, aunque su sello eran los garabatos de caras de nenes y nenas de ojos grandes y narices respingadas, los mismos que usa hoy en sus ilustraciones.
En su hogar se respiraba arte y juego, con un padre lúdico y gracioso, “especialista en juegos de palabras, rimas improvisadas y chistes al pie”, relata Sarah. “Mi mamá era y es una enamorada de la literatura. Vivía leyendo, y en la mesa nos contaba entusiasmada lo que sucedía en su libro de turno. Tenía una biblioteca enorme y el primer escalón, cerca del piso, era el de literatura infantil. Los libros estaban al alcance de la mano”.
Estimulada por el ambiente, Sarah fundó el “Club el Cuento”, inspirado por la entrañable Anne, la de los tejados verdes, de Lucy M. Montgomery (1908). Allí, junto a sus primas y amigas, escribían historias que se juntaban a leer los sábados mientras tomaban un té.
“La infancia es la edad de la sabiduría porque todavía tenemos el corazón a la intemperie, y somos lo que somos, sin las coberturas con las que lo recubrimos en la medida en que crecemos”, asegura Sarah. “Cuando quiero saber por dónde ir, cierro los ojos y me reúno con esos momentos de niña en los que `sabía´. Trato de acordarme cómo veía mi futuro cuando me acostaba a dormir y entraba en una especie de ensoñación: me veía hablándole a la gente desde un escenario, emocionada, y la gente se emocionaba con lo que les decía. Quería crecer rápido para hacer algo a lo que me sentía destinada. Estaba apurada por vivir mi pasión. Tenía claro a qué había venido”.
Pero, tal como suele suceder en la vida de tantos humanos, los mandatos y las expectativas ajenas se filtraron para adormecer a Sarah y su niña interior, y dar paso a una adulta con momentos de olvido.
“La Kika”, una abuela que siempre supo: “Me pregunto cómo hubiese sido todo si la hubiese escuchado”
Sarah estudió abogacía por mandato explícito. Si quería mudarse de su pueblo a una gran ciudad como Rosario, la inversión solo se justificaba si estudiaba una carrera “seria”. Si bien su familia era creativa, el arte entraba en la categoría de “hobby” y no podía ser considerado como un camino “real”.
Durante algunos años, sin embargo, tomó clases de dibujo por insistencia de su abuela, “la Kika”, quien estaba convencida de que tenía una nieta artista y hacía lo imposible para que ella siguiera aquel rumbo.
“Me pregunto cómo hubiese sido todo si la hubiese escuchado”, reflexiona Sarah. “Si me hubiese escuchado. Pero dejé el taller del maestro Juan Grela porque prioricé los estudios. Sin embargo, algunos compañeros de la facultad recuerdan haberme escuchado decir que el Derecho no era lo mío, que un día iba a encontrar mi verdadera vocación y que, entonces, todo se iba a ordenar”.
Una abogada exitosa: “Ese fue un tiempo de logros, sí, pero erigidos sobre una ficción de mí, no sobre mi ser”
Antes de la llegada “del orden” estuvieron los éxitos. Al menos los éxitos a los ojos de la sociedad. Tras recibirse, para Sarah llegaron los logros, acompañados por un gran mentor, el Dr. Jorge Peyrano, su padre jurídico. Apenas dos años después de recibir su título, la joven escribió su primer libro de doctrina jurídica, más tarde llegó el segundo, así como la coordinación de varias obras colectivas. Asimismo, cuando apenas había cumplido su sexto año como abogada, ya estaba dictando cursos de posgrado en su especialidad a colegas, incluso a sus profesores de facultad.
“Siendo muy jovencita concursé para un cargo de jueza y salí primera, pero finalmente fue seleccionada la segunda persona de la terna. En ese momento me preguntaba por qué. Ahora puedo ver que si hubiese sido jueza no habría tenido la calidad y la cantidad de tiempo para hacer mi proceso, para volver a oír ese llamado que había sentido cuando era chiquita. Hace poco leí que `todo obstáculo es, en realidad, una protección´. Aquello que no se me dio y tanto me dolió me permitió finalmente encontrar mi propósito”, dice Sarah, quien durante sus años de abogada también redactó en coautoría dos proyectos de ley, uno nacional, que la llevó a exponer los argumentos en la Cámara de Diputados de la Nación, y otro a nivel provincial, que luego fue ley y dio origen a la famosa Unidad Jus de la provincia de Santa Fe.
“Ese fue un tiempo de logros, sí, pero erigidos sobre una ficción de mí, no sobre mi ser”, dice pensativa.
De abogada a escritora: “Estoy convencida de que todos tenemos grabado un camino en el corazón”
Sarah siempre supo que lo suyo era la literatura, un sendero que jamás había abandonado del todo, pero que había relegado a un plano secundario por el “deber ser”. En su tiempo de crisis recordó aquellos cuentos propios que había obsequiado para el nacimiento de los hijos de sus amigas, como “Bernardita, la estrellita” o “El baile de la paleta” y volvió a sentir aquella emoción incomparable de quien vive su propósito.
Enero de 2014 había arribado y con ello la decisión de dar el salto al vacío, dejar su profesión y dedicarse de lleno al nuevo camino como escritora: “Había dado un salto de fe y no tenía plan. Mi identidad estaba despedazándose”, confiesa.
“La transición había sido un proceso de deconstrucción; y lo que vino después fue aún más desconcertante: el vacío. La única raíz viva que había quedado era ese sentido de propósito que me había habitado cuando era chica y con el que había logrado reconectar. Estoy convencida de que todos tenemos grabado un camino en el corazón, así como tenemos una huella dactilar y un ADN. Siento que somos seres predestinados y al mismo tiempo -casi contradictoriamente- gozamos de la libertad inherente a lo humano. Podemos elegir si seguir ese GPS del corazón o ir por otro lado”, reflexiona Sarah, quien al abrazar las letras optó por dedicarse a escribir e ilustrar literatura infantil.
Sarah Mulligan: segunda oportunidad
En su otra vida, la de trajes y leyes, Sarah era conocida por el nombre que figuraba en su DNI. Pero, con el cambio de vida, sintió que aquella parte de su identidad también debía mutar. Había escrito muchas publicaciones jurídicas y sabía que, si mantenía su nombre legal para sus cuentos infantiles, estos quedarían diluidos.
Fue así que decidió crear un seudónimo, Sarah Mulligan, tomando el apellido de su tatarabuela, Bridget Mulligan: “Lo había descubierto en un viaje a Dublín, años atrás, cuando buscaba a mis ancestros y me encantó. Lo googleé y descubrí algo sorprendente: en el Golf, Mulligan significa segunda oportunidad. Si das un primer golpe erróneo, podés empezar de nuevo el juego”, explica.
“Después supe que Bridget había emigrado porque en Irlanda tenía un terreno de uno por un metro para cultivar papas. Cuando llegó a Argentina, con su familia, les dieron un latifundio, un campo extenso para que sembraran lo que quisieran. Así que ahí estaba mi `Mulligan´. Lo único que tenía claro era que en ese terreno vacío sólo quería esparcir semillas de autenticidad. Esta vez iba a plantar sobre mi esencia. Y a mis anchas”, continúa.
“Sarah Mulligan es un nombre al que percibo como mi nombre auténtico, más propio que mi `nombre propio´, porque fue una elección mía, no de los otros”.
El tesoro de la infancia y los aprendizajes: “Antes corría tras una zanahoria”
La identidad otorgada a veces pesa demasiado, como en el caso de Sarah. Hoy, ella recuerda con orgullo aquellos años de crisis y transición en los que tuvo el coraje para dejar atrás el deber ser y volver a escuchar a la niña sabia que siempre habitó en ella; la niña que escondía el mayor de los tesoros: la auténtica identidad, la esencia.
“Elegí expresarme a través de la literatura infantil porque para escribir me sumerjo en mi propia infancia”, manifiesta Sarah con una sonrisa. “Mejor dicho, es la infancia quien escribe en mí”.
“Una cosa curiosa: para el Club del Cuento le había escrito una carta a mi infancia. Tenía once años, pero la feché en el año 2015, ficcionando que era adulta. La posdata decía: `No dejes de escribirme en mi imaginación y en mi corazón´. Esa carta fue como un viaje en el tiempo. El 2015 me encontró escribiendo literatura infantil. Siento que mi infancia me responde aquella carta escribiéndome cuentos, poemas y canciones en la imaginación y en el corazón”.
“Antes corría tras una zanahoria y, una vez alcanzada, me aburría. Mi vida era una check list, ahora la vida es un feeling. Escribo, dibujo, actúo, compongo música, canto. Creo (de crear y de creer). Hay satisfacción. Hay ternura. Hay emoción. Hoy comprendo que el éxito es vivir en propósito. Es expandiendo nuestra esencia como aromatizamos el mundo”.
“Aprendí que es mejor correr a un lado la mente y dejar que el corazón sienta, diga y guíe. Lo que se hace con el corazón no puede fallar. ¡Ah! Y que nunca, nunca, es tarde para un Mulligan”, concluye.
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