Era rubia y sus ojos celestes...
Todos en la Calle Larga la habían oído mentar. No existía rancho, saladero ni tambo donde no se supiese que allí, en la parroquia de Santa Lucía, vivía la moza más bella que ojos masculinos hubiesen contemplado. También se sabía que su padre era un huido de las persecuciones de la Mazorca, y que la joven cantaba como una calandria. Incluso no faltaba el jactancioso que pretendía haber atraído su mirada, celeste como el cielo de verano. A Dionisia no se le conocía novio ni cortejante, y más de uno regresaba a su rancho con el corazón vencido por las ansias y el amor frustrado.
Ella se contoneaba con inocencia tras la reja de la pulpería. Iba y venía, limpiando los vasos y subiéndose a un banquito para alcanzar las botellas de grapa del estante, en un gesto que permitía a los parroquianos disfrutar de su talle esbelto mientras el humo de los cigarros y el repiqueteo de los dados tejían un clima espeso en el enamoramiento común de aquellos hombres. Gauchos malos, paisanos de talante pacífico, soldados nostálgicos, algún hacendado que hacía un alto antes de seguir rumbo a sus pagos, todos elegían aquel rincón iluminado por la farola de querosén del palenque, que lucía siempre repleto de monturas. Desde lejos, en la noche estrellada de la llanura, la luz de la pulpería atrapaba la atención del viajero que buscaba un momento de reposo y solaz. Afuera quedaban los sones del degüello de los salvajes unitarios, las proclamas de vivas a la Santa Federación, las intrigas, las denuncias solapadas y los intentos de derrocamiento.
Adentro de la pulpería de la parroquia de Santa Lucía, sólo existía ella.
Uno entre todos parecía el más enamorado, un soldado mazorquero que la contemplaba con el corazón detenido en los ojos. La tarde en que, de repente y sin aviso, desgranó unos acordes y entonó una milonga con intención, los presentes intuyeron que aquel mozo estaba perdido. Perdido de amor verdadero, capaz de hacerle hincar una rodilla para proponer matrimonio a la Dionisia. Ella, sin embargo, lo trataba como a los otros. Su mirada resbalaba sobre los rostros cetrinos, bigotudos, de cejas hirsutas y pómulos alzados. Todos eran iguales para sus ojos de verano. Y el mozo cantor acudía a la cita una tarde tras otra, suponiendo que la insistencia y la música serían sus aliadas. Al cabo de un tiempo, ya los parroquianos aguardaban para verlo llegar. ¡Hasta adivinaban el cascoteo del caballo!
- -Ahí viene –decía uno, parando la oreja.
Los demás levantaban entonces sus vasos pidiendo otra ginebra. Se venía también la milonga, y con ella las risas encubiertas, cierta solidaridad masculina hacia el hombre de corazón de mandioca, y luego, la atención puesta en las palabras de aquella melodía sentida con que se homenajeaba a la bella entre las bellas.
Por eso, campeó el silencio la tarde aquella en que el enamorado irrumpió como siempre, dispuesto a intentarlo una vez más, con su vihuela y sus botas gastadas, arrastrando el paso en el piso de tierra del local. Nadie pidió ginebra, ninguno levantó la cabeza esa vez. Hasta los dados callaron ante la inminente tragedia. Ya todos se habían anoticiado del inesperado suceso. Hacía apenas unas horas, la rubia de la pulpería, la moza de Santa Lucía, la más linda de la Calle Larga de punta a punta, ya no regalaría las miradas masculinas con su donaire, ni inspiraría los versos del poeta, ni las pullas de los soldados de cuatro cuarteles. Dionisia Miranda se había ido. Se la había llevado montada en la grupa del zaino… ¡Un payador unitario! De ojos tan celestes como los de la novia. Fue una tarde cualquiera, cuando el año cuarenta moría.
Del otro, del cantor mazorquero, nunca más se supo.
(Nota de la autora: "La pulpera de Santa Lucía", escrita por el poeta Héctor Pedro Blomberg con música de Enrique Maciel y estrenada por Ignacio Corsini en Radio Prieto en 1928, refleja una época sangrienta de nuestra historia: finales de 1840. Y aunque no podemos saber a ciencia cierta si existió o no la famosa pulpera, ni si se llamaba Dionisia Miranda o Valderrama, o Ramona Bustos, sin duda los autores se inspiraron en estampas auténticas de nuestra patria, al punto de que el dúo Blomberg-Maciel fue precursor de la "canción histórica", y sus obras tan populares, que algunos versos pasaron al habla cotidiana.)
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