Un día, en el predio de Atlanta, tuvo el impulso de acercase y se enamoró de sus ojos verdes sin sospechar lo que escondían.
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Cuando Marcelo conoció a Karina, jamás hubiera imaginado que, tras aquellos ojos maravillosos, se escondía una historia que los unía en un lazo invisible, increíble e indestructible.
Al colegio donde cursaba Karina, Marcelo llegó por casualidad. Venía de vivir un año en Israel y su madre decidió que sería bueno elegir una institución judía para su educación, a fin de no perder el idioma: “Entré en quinto grado a ese colegio y Karina estaba en el mismo grado, pero en otra aula”, cuenta Marcelo con una sonrisa.
Un día, en el predio de Atlanta donde practicaban gimnasia, Marcelo vio a una niña sentada sola en la entrada. Sin saber por qué, tuvo el impulso de acercase y preguntarle si estaba bien: “Cuando me miró con sus ojos verdes hermosos, me derritió. Ella nunca lo supo, pero me enamoré de inmediato”.
100 años antes
Allá, hacia principios del siglo XX, Abe entabló una amistad entrañable con un niño llamado Isaac. Ambos vivían en un pueblo polaco que ya no existe, donde apenas queda una piedra recordatoria en memoria de todos aquellos que perdieron la vida, tras su destrucción total a manos del nazismo.
Se acompañaron durante su infancia, adolescencia y juventud. Inseparables, fueron testigos de sus noviazgos y sus bodas. Sin embargo, un manto de crueldad comenzó a oscurecer toda Europa e, inevitablemente, sus vidas estuvieron destinadas a cambiar.
En 1937, antes de que la implacable guerra pisara sus talones, Isaac y Abe, junto a su mujer, Sara, lograron escapar; en medio de una escalada dramática, Fany, la esposa de Isaac, quedó atrás. Pero por fortuna, al poco tiempo, Abe salió como garante para la mujer de su amigo, quien logró huir en el último barco que partió de Polonia y la reencontró con sus seres amados en la remota y desconocida Argentina.
Ya en el país austral, los cuatro vivieron juntos por varios años, y sus pequeños hijos se hicieron amigos. La vida, sin embargo, presenta sus grietas y, por razones políticas, ambas familias se distanciaron: “Aun así, siempre se admiraron mucho y se sintieron hermanos de la vida hasta su muerte”, relata Marcelo, nieto de Abe.
Los años transcurrieron y, junto a la distancia, también se diluyeron esos lazos de amistad que los hijos de Abe e Isaac supieron forjar en aquella tierra desafínate, pero prometedora.
La revelación: “No comprendíamos lo grandioso del descubrimiento”
Sin conocer la historia que los unía, luego de aquel día en el predio de Atlanta, Marcelo y Karina se hicieron grandes amigos. Ella lo quería mucho, pero no gustaba de él: “Teníamos historias parecidas, madres enloquecedoras y padres ausentes. Nos acompañábamos mucho”.
Un día, enamorado ya no solo de sus ojos, el chico de tan solo 10 años decidió contarle todo acerca de su amiga a su abuelo, Abe. Fue allí, en esa confesión de amor colegial, que Marcelo descubrió la impactante historia: “Me contó que el abuelo de mi amiga se llamaba Isaac, un hombre que para él significaba tanto como un hermano”.
Tiempo después, extrañada, aunque sin comprender del todo la dimensión de la historia, Karina le contó acerca de Marcelo a su propio abuelo, quien, al igual que su viejo amigo, le contó la misma historia: “En ese momento éramos niños y no comprendíamos lo grandioso de nuestro descubrimiento”.
Tan lejos, pero tan cerca
Marcelo dejó aquel colegio en sexto grado y con Karina siguió viéndose durante dos años más. Los sábados por la mañana, iban juntos al negocio del padre de él, lo ayudaban en el trabajo y se divertían mucho.
Después se distanciaron hasta que cumplieron los 18, donde hubo un breve reencuentro, luego de que ella lo reconociera en unas fotos con amigos en común: “Le dio añoranza y me vino a ver al trabajo, nos fuimos a tomar algo, pero la atmósfera estaba rara, estábamos en mundos totalmente distintos”.
Pasaron unos años más, y un día la vio comprando en su negocio: Karina estaba con un marido y dos hijos. Marcelo no intento ningún acercamiento, ella estaba casada y él, a su vez, en una relación hacía largo tiempo.
Pero ese único año, en quinto grado, los había unido por un motivo: ellos perpetuaban un lazo ancestral que parecía haberse quebrado, pero que aún permanecía vivo.
Seguro sonreirían felices si supieran...
Seis años más pasaron desde la última vez que se habían visto en el negocio. Se hallaron por Messenger, “tal vez ICQ, no lo recuerdo”. Conversaron por días, quedaron en verse y, aunque ambos estaban separados, dilataron aquel reencuentro.
“Nos vimos en el 2005″, revela Marcelo. “A los dos días nos besamos por primera vez. Allí mismo, le prometí que íbamos a tener una casa grande y un hijo. Ella pensó que estaba loco”.
El abuelo de Karina, Isaac, y el de Marcelo, Abe, seguro sonreirían felices si supieran que su lazo de sobrevivientes de la guerra y hermanos de la vida sigue más vivo que nunca gracias a sus nietos, dos personas que se encontraron... ¿de casualidad? para remendar lo que el orgullo a veces debilita.
Hoy viven juntos con los dos hijos de Karina y el que tuvieron en común hace 14 años, que llegó para darle un final hermoso a una historia de amor y amistad que lleva más de 100 años.
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