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“¿Cuántas veces te dije que no?”, le repetía enojada cada vez que él sacaba el tema de conversación. Aunque ella se irritaba y daba por terminada la charla, él no perdía la esperanza de que alguna vez Vanessa se abriera a la posibilidad de adoptar un perro que la acompañara en el momento que estaba transitando.
Hasta que una tarde, la respuesta fue distinta al no categórico que siempre salía de su boca. Y, luego de unos días, la idea empezó a tomar forma. Ahora tocaba tener la aprobación del oncólogo para saber si podía convivir con un animal en pleno tratamiento. “No hay problema”, dijo el profesional cuando fue consultado. Y de ahí en más todo fue en escalada: comprar los platitos para el agua y la comida, el colchoncito para dormir y prepararse mentalmente. Al día siguiente Vanessa y su pareja Gabriel irían al refugio Lucero a buscar al nuevo integrante de la familia.
“Las dos con el mismo diagnóstico, nada era casual”
“La vi y mi enamoré. Le faltaba parte de la cola y todavía tenía a la vista las suturas de la esterilización. Se la veía en paz pero su mirada transmitía un amor increíble. Le pusimos una correa, dimos una vuelta manzana para ver cómo nos sentíamos y sellamos un pacto en silencio de amor incondicional. Su nombre era Porota, tenía ocho años, ya era una perra adulta. Gaby la bautizó Gordila en el remís que nos llevó a casa. Los tres estábamos expectantes”.
A los pocos días de su llegada a su nueva casa, la llevaron a la veterinaria para un chequeo general. Grande fue la noticia para Gabriel y Vanessa cuando les comunicaron que Gordila también tenía unos tumores en las mamas. Había que programar la operación. “Las dos con el mismo diagnóstico. Nada es casual, nos habíamos elegido para transitar ese momento. A mí todavía me faltaban varias sesiones de quimioterapia y las 33 sesiones de radioterapia. Ella estaba ahí, a mi lado y yo con y para ella”.
“Nos miramos y conectamos”
Fue en ese proceso que Vanessa comprendió que Gabriel no se había equivocado al insistir sobre la adopción. “Aprendí y aprendo aún porque, al margen de que en ese momento me tenía que cuidar/preservar yo, también estaba ella. Y gracias a Gordila aprendí a vivir el presente, a agradecer cada paseo con ella, a ver con detenimiento el cambio de las estaciones -otoño e invierno/ primavera y verano- y a disfrutar con plenitud cada instante”.
La conexión entre ellas se hizo más fuerte mientras cada una atravesaba su proceso. “Ella me pone en vibración de amor. La miro y sonrío. Es automático. Nos miramos y conectamos. Aprendí a mirar hacia adelante a pesar de la adversidad que nos tocaba, siempre hay espacios- momentos-silencios que curan. Ella forma parte de este proceso. Con Gordila aprendí y aprendo que al final de cuentas, lo único que importa es lo que hacemos con lo que nos pasa en la vida. Las dos nos reencontramos en un amor genuino. Hoy, las dos estamos operadas, recuperadas y viviendo cada día plenamente”.
Hoy Gordila tiene una rutina de la que no se aparta. Duerme entre siete y ocho horas por la noche. Sale a la mañana, a la tarde y a la noche a pasear y hacer sus necesidades. Almuerza a las 12.30 y cena a las 20.30 h. su alimento balanceado aunque también disfruta de un buen plato con verduras y frutas. También se baña en la peluquería del barrio cada dos meses y, a fin de año, para aliviarla de las altas temperaturas, le cortan un poco el pelo.
En pocos días se cumplirán cuatro años desde que Vanessa y Gordila están juntas. “Es la mimada de la casa. Los domingos va con nosotros a la cama a compartir el día de descanso. Sus ronquidos y sus besos nos llenan de amor, y lo entendemos como una forma de agradecimiento”.
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