El 1 de junio de 1982, hace 40 años, dos helicópteros Sea King realizaron un vuelo épico desde Río Grande hasta las islas Malvinas para rescatar a 10 mecánicos argentinos
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A fines de mayo de 1982, el capitán de corbeta Norberto Barro, aviador naval argentino, recibió un mensaje de su comando: “Prepare un helicóptero Sea King. Debe realizar una misión de rescate”.
El vuelo consistía en un cruce desde el continente a las Islas Malvinas y su regreso. Barro, comandante de la Segunda Escuadrilla Aeronaval de Helicópteros, ordenó a sus pilotos realizar los cálculos previos, obligatorios, para concretar este tipo de tareas. La respuesta de los pilotos fue contundente: “Señor, es imposible realizar la misión”. Y, acto seguido, comenzaron a enumerar los motivos.
El Sea King, un helicóptero pesado de fabricación norteamericana, no contaba con la autonomía necesaria para realizar este vuelo sin detenerse a cargar combustible. ¿Dónde lo harían? Imposible en el medio del océano. El regreso suponía un desafío aún mayor: debían volver con una carga extra, los diez integrantes de la Aviación Naval rescatados, y su peso dificultaría la navegación del helicóptero.
Se trataba de un reducido grupo de mecánicos destacado en la Estación Aeronaval Calderón, en la isla Borbón, la más grande del archipiélago, al norte de Gran Malvina. Luego de un ataque británico, las dos pistas y los aviones que había en tierra quedaron inutilizados y los los mecánicos debían ser llevados de regreso al continente para ser asignados a otras escuadrillas.
Ante el complicado panorama, Barro y sus pilotos estudiaron un plan alternativo: volar el helicóptero en modalidad de transporte, la más liviana que ofrece el manual, con el combustible imprescindible y una tripulación mínima de tres hombres: piloto, copiloto y mecánico. Pero los cálculos, una vez más, fallaron. El peso excesivo aumentaba durante el regreso con trece hombres a bordo.
Barro observó a sus pilotos y los sorprendió con una idea: “¡No vamos a ir con un Sea King, vamos a ir con dos!”. “Reformulen los cálculos”, ordenó. Todos pusieron manos a la obra, de inmediato, calculadoras y lápices mediante. Sin embargo, el resultado fue el mismo: los números no cerraban, con dos helicópteros tampoco completarían la misión.
Barro propuso una nueva idea, que no parecía descabellada: “Olvídense de la configuración transporte como indica el manual de vuelo. Vamos a quitarle a cada helicóptero todo lo que sea imprescindible para el vuelo. Esto nos dará ventaja de peso para transportar al personal, cinco integrantes en cada helicóptero. Debemos vaciar ambos helicópteros”, sugirió.
Aun así, el peso era excesivo. Además, ante la imposibilidad de reabastecerse durante el vuelo, debían llevar combustible extra en la cabina. A uno de los pilotos se le ocurrió una idea poco ortodoxa, peligrosa, pero práctica: ´Carguemos tambores de combustible de doscientos litros. Con una bomba manual y un trozo de manguera, el mecánico a bordo podrá transferir el carburante a los tanques del helicóptero mientras volamos sobre el mar´.
Barro asintió con la cabeza, aunque sabía que no alcanzaba para ir y volver. Entonces pensó en algo que podría ser la solución: “No se ilusionen, pero en el aeródromo de Borbón hay tambores de combustible disponibles que quedaron de los Turbo Mentor y están sin uso. Si se confirma, cargamos combustible solo para la ida. Nos reabastecemos en Borbón y volvemos con el combustible disponible en las islas”.
El panorama que parecía ser auspicioso se agravó antes dos preguntas de los pilotos: “¿El combustible se encuentra vencido?” y “¿Vamos a contar con cobertura aérea durante el rescate?”.
Barro intuyó que no dispondrían de protección aérea, indispensable para realizar este tipo de misiones que garantizaron el rescate de pilotos norteamericanos derribados en Vietnam. Aquí vale aclarar que el Sea King era vulnerable ante un ataque de Sea Harrier ya que su capacidad defensiva era nula. Además, el sonido de las turbinas revelaría su presencia a kilómetros. Sin embargo, como los británicos operaban el mismo tipo de helicóptero, pensaron que podrían ser confundidos como propios. Si les lanzaban misiles, no podrían evadirlos, serían hombres muertos.
Otro tema que los preocupaba era la escasa velocidad del helicóptero, que excediéndose en su potencia máxima alcanzaba los 220 kilómetros por hora. Tampoco disponían de anteojos con visores nocturnos para volar a baja altura, entre las montañas, durante el vuelo de regreso, cuando el sol comenzaría a caer. Además, por último, el mal clima y la casi segura formación de hielo en vuelo era peligrosísimo para este tipo de helicópteros.
Los helicópteros, pintados de color blanco, eran blancos fáciles. No había que hacer gran esfuerzo para divisarlos sobre el mar. Debían dificultar la capacidad de detección visual por parte de los Sea Harrier. El personal de la escuadrilla se abocó a la tarea. Consiguieron pintura azul pero en cantidad insuficiente y solo lograron pintar un helicóptero. Como broma, decían que pese a la diferencia de color entre las naves, las probabilidades de ser derribados estaban equilibradas: “el helicóptero blanco sería derribado por los británicos y el azul, muy parecido al tono que usaban los ingleses, sería derribado por las fuerzas propias”.
Barro informó a sus pilotos que, siendo el comandante, él encabezaría la misión y acto seguido designó a los pilotos elegidos para acompañarlo. El Teniente Guillermo Iglesias sería su copiloto en el Sea King (2-H-233). El helicóptero restante (2-H-234) estaría a cargo del Teniente Osvaldo Iglesias y su copiloto el Teniente Oscar Brandeburgo. Los Suboficiales Enrique Giqueaux y Roberto Montani, irían como mecánicos, uno en cada Sea King, para bombear el combustible desde los tambores a los tanques en el piso de los helicópteros.
La situación mejoró cuando instalaron un nuevo equipo de navegación en el helicóptero de Barro. Además, consiguieron los anteojos de visión nocturna. Brandeburgo e Iglesias llegaron a probarlos. Barro y su copiloto, en cambio, tomaron contacto con los anteojos el 1 de junio en la mañana y no tuvieron oportunidad de ejercitarse en su empleo.
Esa misma mañana un avión explorador informó que el área de rescate se encontraba “libre de buques enemigos”. Era el momento de llevar a cabo la misión. La confirmación de que había combustible disponible en Borbón disparó el inicio del vuelo hacia Malvinas. Sabían que la meteorología sería adversa. Eso suponía una ventaja, ya que las precipitaciones reducirían la posibilidad de ser detectados visualmente por los Sea Harrier. Mediante vuelo rasante también minimizarían la posible detección por parte de la flota enemiga. Un helicóptero Super Puma de la Prefectura los escoltaría durante los primeros kilómetros del viaje para verificar el funcionamiento del nuevo equipo navegador instalado.
EL VUELO INOLVIDABLE A MALVINAS
A las 14:30 los Sea King despegaron desde Rio Grande hacia las islas. Las dos tripulaciones acordaron que no se comunicarían por radio, excepto en caso emergencia, para no ser detectados.
Uno detrás de otro, los helicópteros cruzaron la línea de costa rumbo a las islas. Entonces tuvieron el primer incidente: el tren de aterrizaje de una de las aeronaves se negó a subir. Barro y su equipo decidieron continuar la misión con el tren abajo. Poco después, la tripulación del Super Puma mediante señales visuales indicó que el navegador en el helicóptero de Barro funcionaba correctamente, se despidió e inició su regreso al continente.
En las cabinas de los dos helicópteros el olor a kerosene era demasiado fuerte. Emanaba desde los tambores llenos de combustible estibados a bordo. El Teniente Iglesias, comandante del segundo Sea King, le ordenó a su mecánico abrir las ventanillas delanteras y “parcialmente” la puerta de carga para que la corriente de aire expulsara los vapores hacia afuera. A minutos de que entrara el aire exterior a una velocidad de 220 kilómetros, el frío se apodero de la nave. Iglesias decidió encender la calefacción de cabina. No pasaron dos minutos cuando su copiloto el Teniente Brandeburgo le quiso advertir que algo iba mal: la calefacción no funcionaba.
Luego, de inmediato, debieron lidiar con el mal tiempo. Ingresaron dentro de una tormenta y volaron bajo una lluvia torrencial, ambos helicópteros, próximos uno a otro, cinco metros sobre las crestas de las olas.
Los mecánicos Giqueaux y Montani, con gran esfuerzo físico, transferían el combustible de los tambores a los tanques principales con sus bombas manuales sin descanso. Eran ellos, solos ellos, no tenían relevos, imprescindibles para la supervivencia de cada tripulación.
Al cruzar el sudoeste de la isla Gran Malvina, la lluvia cesó y el cielo se despejó. Ahora sumaban otro riesgo: a esta altura el combustible en los tambores no alcanzaba para regresar al continente, es decir que ya no podrían abortar la misión, habían pasado el fatal “punto de no retorno” hacía 37 kilómetros.
Quedaba el último tramo, el más peligroso: aproximarse a las islas sin ser detectados. Y lo lograron. A las 17:25 horas tocaron suelo malvinense.
Ambos helicópteros dejaron sus turbinas en marcha para evitar una posible falla en el arranque. El oficial que los recibió en Borbón, sorprendido, les informó: “¡Yo esperaba un solo helicóptero, no dos! Preparamos el combustible para el reabastecimiento de uno solo. Vamos a demorar una hora en trasladar los demás tambores a mano, hay que cargarlos de igual forma´.
El Capitán Barro preguntó: “¿El estado del combustible disponible es bueno?”. Entonces recibió la respuesta que no quería oír: “Señor, el combustible puede estar vencido”.
Las turbinas en marcha expandían su eco en la geografía, el clima empeoraba y la demora aumentaba. Barro en ese momento dudó y le preguntó a su mecánico:
-¿Giqueaux, qué hacemos? ¿Nos vamos o nos quedamos?
-Señor, nos vamos ahora— contestó Giqueaux decidido.
Se le indicó al personal que debía ser evacuado que ocupasen sus lugares en los helicópteros. Abordaron y aguardaron sentados con sus equipos y pertenencias. Como el peso en las naves complicaba su despegue, les ordenaron “abandonar todo”.
Barro utilizaría sus anteojos de visión nocturna para ayudarse a volar entre las islas en el regreso y guiar a Iglesias en el otro helicóptero. Antes del despegue, Iglesias le ordenó a Brandeburgo cambiar de puesto: él también tenía sus ideas. La densa lluvia acompañó la salida a las 18:35 horas. Aún quedaban tres horas por delante para alcanzar el continente. Luego del despegue, Iglesias abrió la ventanilla lateral, sacó su cabeza afuera y con sus lentes de visión nocturna, observaba las maniobras de Barro y le indicaba a Brandeburgo qué debía hacer. Metía la cabeza adentro, secaba los lentes y volvía a sacar su cabeza bajo el viento helado que corría a más de 200 kilómetros por hora.
Luego de vivir momentos de tensión extrema, dejaron atrás las islas. Pero entonces ocurrió lo peor: se encendieron las luces rojas de partículas, eso significaba que el combustible contaminado podría detener las turbinas y, acto seguido, caerían al mar con escasas posibilidades de ser rescatados, enfrentando una muerte segura, y nadie sabría del final corrido por ambos helicópteros. Sin embargo, una vez más, la suerte los acompañó sobre el mar. Inmediatamente después, como en una secuencia infernal, apareció otro enemigo: el hielo, que comenzó a cubrir ambos Sea King. ¿Llegaría a afectar las turbinas?
A diez minutos de haberse alejado de las islas, una pareja de Harrier apareció sobre la pista de Borbón y lanzó bombas, era evidente que habían sido detectados. Ambos helicópteros, escapaban rumbo al continente perseguidos por la incertidumbre. Esto cambió cuando las agujas en los radio-instrumentos comenzaron a orientarse hacia Rio Grande y sintieron que un invisible puente aéreo los unía con la tierra. Luego de siete horas en el aire, sin calefacción a bordo, ambos helicópteros aterrizaron en Rio Grande. Luego de la guerra se realizó un estudio a fondo y se concluyó que la misión tenía un 8 por ciento de posibilidades de ser exitosa.
“NOS GUSTABA UNA SOLA COSA: VOLAR Y SERVIR A NUESTRO PAÍS”
El viernes 17 de mayo del 2019, luego de 37 años, la Armada Argentina condecoró a los tripulantes de la misión con la Cruz de Plata al Mérito Naval. Los hombres de esta epopeya son, el Capitán de Navío VGM (RE) Norberto Ignacio Ramón Barro, Contraalmirante VGM (RE) Guillermo Oscar Iglesias, Capitán de Fragata VGM (RE) Osvaldo Mario Iglesias, Capitán de Navío VGM (RE) Oscar Osvaldo Brandeburgo, Suboficial Mayor VGM (RE) Enrique Beltrán Giqueaux y Suboficial Mayor VGM (RE) Roberto Montani.
Consultado Enrique Giqueaux acerca de la misión, con la humildad y el bajo perfil que lo caracteriza como al resto de los tripulantes, respondió a LA NACION sobre su participación: “Estábamos para eso, no se nos hubiera ocurrido otra cosa. Confiábamos el uno en el otro. Fui un afortunado en participar. En la escuadrilla se hubieran peleado por ir, porque nos gustaba una sola cosa: volar y servir a nuestro país”.
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