Jorge y Adriana se conocieron por chat y comenzaron un romance que se prolongó cuando ambos vivieron juntos en un pueblo de Catamarca; la muerte de ella dejó una marca profunda en él, pero también muchas enseñanzas
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Jorge Mazzucco tiene 60 años, dos hijos y una vida cimentada a fuerza de trabajo. Aunque vivió una temporada larga en Córdoba siempre sintió que su lugar era entre las montañas, en su Catamarca natal. De familia italiana, heredó una propiedad de épocas en que las extensiones no eran problema.
En un consultorio que todavía tiene el cartel de veterinaria, Jorge cuenta que sus antepasados, de algún pueblito de Bologna, emigraron a la Argentina y encontraron en el Rodeo un paisaje similar a su tierra añorada. Las calles todavía no estaban asfaltadas, no había electricidad y la gente se encargaba de sus propios cultivos. Hoy la villa turística de El Rodeo apenas conserva resquicios de aquel pasado. Hay quienes la definen como un paraíso natural, un lugar que se enloquece durante la temporada de verano pero que a lo largo del año suele permanecer silencioso.
La primera visita de ella al pueblo de él
Al mismo pueblo llegó Adriana Ravena por primera vez para visitar a Jorge. En realidad el encuentro se había producido antes de manera virtual. Habían charlado dentro de un grupo de escaladores de Mendoza. Entre ideas y proyectos coincidieron en otros intereses y continuaron el vínculo sin apuro. Ambos estaban separados, a los dos les gustaba la vida al aire libre y la tranquilidad. Por entonces, ella tenía base en Buenos Aires, en donde estaban sus tres hijos, pero viajaba seguido. Se había instalado tiempo atrás en Uspallata, Mendoza, por trabajo, y había aprovechado la cercanía a la cordillera para practicar montañismo.
Ante la invitación de Jorge para conocerse personalmente, ella no dudó ni un segundo. Se sentía fascinada. Quería recorrerlo todo. Inquieta, llena de vida. En sus redes sociales se ve a una mujer plena, deportista nata y que se dedicaba con pasión a sanar animales. Que disfrutaba de la comida y de los placeres mundanos sin olvidarse de su vocación por cuidar a quienes la rodeaban. “Que el trabajo sea digno y justo para cada uno de nosotros, y lo más importante, que sea solo una parte de tu vida: disfrutar, divertirse, amar”, decía en un posteo durante el Día Internacional del Trabajo.
De alma libre, viajó a Europa para visitar a su hermana y conocer parte de la cultura de las ciudades históricas. Mientras tanto, la relación crecía. Fue por aquella época que Adriana publicó un libro, Vivencias veterinarias, para difundir algunos de los conocimientos de su profesión pero también comunicar la necesidad de cuidar a los animales como los seres sintientes que son.
El proyecto de una vida en común: “Que fluya”
Pronto empezó a soñar con quedarse a vivir en el pueblo y consolidar la pareja que ya habían formado. Mientras Jorge se ocupaba de su oficio, en carpintería metálica, ella le dijo que podría instalar su consultorio en dos habitaciones de su casa. “¿No te parece chiquito el espacio?, le preguntó Jorge. No: para ella era ideal. No necesitaba demasiado si miraba para afuera y los cerros estaban tan cerca.
Imposible no enamorarse de una mujer así. Jorge la recuerda íntegra, sensible, inteligente, sincera, con ganas de experiencias nuevas. Se arriesgaron a vivir juntos y hablaron de proyectos en común. Su nueva compañera le había sacudido la soledad a la que estaba acostumbrado. Ella le dedicaba frases de canciones en sus redes. “Que fluya”, escribió, y se animaron a la aventura de conocerse en profundidad.
Cuando el amor maduro se da entre dos personas emocionalmente sanas, existe la posibilidad de aplicar la sabiduría de las experiencias pasadas. Su encuentro fue de esos que se sienten como inevitables. No dejaron rincón de Catamarca por descubrir: con Jorge cerca y sus gatos y perros rescatados, Gabriela descubrió una forma nueva de plenitud. El invierno la encontró instalada en Catamarca y con matrícula para ejercer en la provincia.
Su primer paciente fue un perro. La señora que lo cuidaba estaba desesperada por salvar a su “negro” pero ya estaba grave, el suero le prolongó la vida un tiempo más. Como no había veterinarios en El Rodeo, mucha gente los tenía que llevar a la ciudad, a 37 kms. La noticia corrió de boca en boca por las localidades vecinas. Adriana completó un espacio vacío y recibió una cantidad creciente de animales que confiaron en sus manos hábiles. Él la ayudó a equipar su consultorio, hasta fue su asistente en la atención y en las urgencias que a veces llegaban a las 4 de la mañana en pleno invierno.
Tiempos de naturaleza pura
Fueron tiempos de naturaleza pura, de extrañar a sus hijos pero sentirse en Buenos Aires como una turista. Con las visitas de ellos, algo terminó de asentarse, conocieron el lugar en el mundo que a ella la hacía feliz. Nunca antes la casa de los Mazzucco tuvo tantas flores, las hortensias y las rosas, por entonces, se multiplicaron con su cuidado. Hasta llegaron a sacar un zapallo de 22 kg. Así transcurrieron otoños ocres y rojizos, heladas de invierno, primaveras repletas de brotes y veranos de frutos y libertad. Sentarse a tomar mate y mirar el cielo era todo un plan después del trabajo. “Pataperrear” por el río y treparse a los cerros, la cumbre de la felicidad.
Era admirable, dice Jorge. Aprendía rápido todo lo que se proponía. Mirando tutoriales empezó a tejer a crochet y en seguida supo hacer saquitos, ponchos, adornos. Entonces llegó la pandemia y algunas cosas se complicaron. Aunque pudieron seguir trabajando, con cuidados y protocolos, viajar ya no fue posible y por un tiempo Adriana tuvo que dejar de ver a sus hijos, aun cuando más necesitaba tenerlos cerca.
Cinco años fueron suficientes para fortalecer el amor. Pero en esos cinco años, Adriana enfermó de cáncer y murió. Lo que empezó como un dolor intenso de espalda se transformó en un tumor. Con tratamientos, internaciones y quimio, habitó su cuerpo todo lo que fue posible hasta que se tuvo que despedirse del lugar que la hizo feliz para seguir el tratamiento en una clínica de Buenos Aires.
Honrar la memoria de ella
Jorge quedó solo, otra vez, en 2022. No le tiene miedo a la soledad pero una parte de él se esfumó. Parte de las cenizas se esparcieron por la zona de Victoria, la otra por los cerros de Catamarca, en una ceremonia íntima organizada por los hijos, según sus deseos. Su energía todavía se percibe en la casa que habitó, en los libros que descansan en la biblioteca y que sus hijos no quisieron llevar; en los gatos de cerámica, y en el consultorio que permanece intacto aunque ya no reciba animales.
Hace unos meses una amiga de Jorge fue a buscar una olla a su casa mientras él no estaba y después le confesó que no quería volver. ¿La razón? Había visto a una persona dentro del consultorio que supuestamente estaba vacío. Cuando la describió, sin haberla conocido, y después miró la foto de Adriana, confirmó que era la misma imagen.
¿Cómo se continúa después de la muerte de una pareja? ¿Cuál es el primer paso para hacer un duelo? Cuando llega una persona ideal, ¿es posible darle espacio al amor después del amor?
Jorge tal vez haya encontrado inspiración en la paz de los cerros. A veces se lleva a “la negrita”, la perra que le dejó Adriana, que ama caminar a su lado. Y aunque haya tenido oportunidades de rehacer su vida, por el momento no tiene demasiado interés. Es que Adriana ha dejado la vara muy alta, no cualquiera puede ocupar un lugar en su corazón. “Era una mujer que siempre te daba consejos buenos, capaz de reírse hasta de lo más mínimo. Los primeros años que vino, si tenía que saltar una piedra en el río, terminaba en el agua. Cuando estaba agonizando me decía que la recuerde cuando viera a alguien caerse”.
Le quedan las emociones y los recuerdos. El cariño que ahora lo une por siempre a la familia de ella. La hermana desde España le ofreció trabajo si es que quisiera mudarse, los hijos le hablan seguido y le cuentan sus proyectos. Los animales que le dejó también lo cuidan, aunque parezca que es al revés.
Dice que Adriana le enseñó mucho, que eran muy compinches, “ella siempre me decía ‘somos un equipo’, ya sea en los laburos, en la enfermedad, en los trabajos”. Si tuviera que elegir algo de lo que aprendió, hablaría del disfrute de la vida, de jugarse por entero. De la conciencia de lo fugaz, de que los viajes son también momentos de crecimiento. Desde su partida, él volvió a subir varias veces los 4530 metros del cerro El Manchao, viajó a Chile donde permaneció durante un mes, conoció lugares nuevos, comió rico. Además de trabajar, compartió tiempo con amigos y familia y valoró aún más la salud y a sus seres queridos, tanto como el agua pura de montaña que Adriana consideraba un privilegio.
“Correr el riesgo de vivir”, decía ella en 2021, al cumplir cuatro años de emprender el viaje que le cambiaría la vida a ella y mucha gente más. En la foto continúa sonriendo.
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