Rebelde y sin límites para el amor: una intensa relación con su padre “el Duce”, una pareja infiel y su enamoramiento de un líder comunista
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“Conseguí someter a Italia, pero nunca voy a conseguir someter a mi hija”, se dice que declaró alguna vez, exasperado, Benito Mussolini. Ella en cambio -Edda, la mayor de los cinco hijos de Mussolini y Rachele Guidi- dijo en su vejez, en una entrevista televisiva: “La única persona a la que he amado verdaderamente, amado de amor, fue mi padre”.
Edda había nacido en Forlì, en el norte de Italia, el 1º de septiembre de 1910. Como sus padres no se habían casado -en consonancia con la militancia revolucionaria socialista del Mussolini de aquellos años- era ilegítima para la legislación italiana y fue registrada como “hija de madre desconocida”.
De allí nació uno de los mitos que la rodearon durante toda su vida: que era en realidad hija de Angelica Balabanoff, una activista política ucraniana con quien su padre había trabado relación durante sus años de exilio en Suiza, donde se había refugiado por negarse a hacer el servicio militar. Angelica sí había sido amante de Mussolini -una de sus dos amantes judías; la otra fue Margherita Sarfatti, que tras la promulgación de las leyes raciales en Italia se refugió en Uruguay y la Argentina- pero Edda negó siempre que hubiera sido su madre. En todo caso, el futuro Duce se casó finalmente con donna Rachele, por civil en 1915 y por iglesia en 1925, cuando ya tenía in mente los acuerdos de Letrán con el Vaticano: de paso, hizo que Edda -que “había sido felizmente atea hasta los 12 años”- se bautizara y tomara la comunión.
Por muy oficial que se hiciera, sin embargo, la relación de Rachele y Benito Mussolini seguiría siendo tormentosa: de hecho Edda, quien aseguró una vez que su madre era “el verdadero dictador de la casa”, contó que al casarse con Galeazzo Ciano se fijó una regla estricta: no importaba qué pasara entre ella y su marido, sus hijos nunca debían saberlo. “Mis padres pecaron en eso -explicaba- porque, cuando se peleaban, mi padre me sentaba en un sillón y yo debía hacer de juez. Y eso siempre me asombró: ¿por qué yo tenía que saber de sus cuernos? Ese comportamiento es el que más me fastidió, me deprimió, me alejó de ellos. Sobre todo de mi madre, porque entonces no entendía que la pobre mujer también tenía razón”.
De niña rebelde… a joven rebelde
La pequeña Edda estaba a años luz de ser una niña dócil. Hija de dos caracteres fuertes, tal vez no podía ser de otra manera. Pero además, el padre se esforzó en darle una educación inhabitual para las mujeres de su época. Una vez, para quitarle la manía de tocarse el pelo, directamente la hizo rapar por completo. Otra vez -evocaba Edda, ya anciana- “tomamos una carroza en la avenida Umberto, en Milán, y en cierto momento el caballo se desbocó, de modo que hicimos un tramo al galope. Cuando se detuvo, salté del carruaje asegurando que no volvería a subir nunca más. Papá me obligó a subir de nuevo y dimos una vuelta por todo el centro de Milán, porque debía superar sí o sí ese escollo del caballo desbocado. No era posible que la hija de Mussolini le tuviera miedo a algo”.
A los 15 años la inscribieron en un instituto religioso femenino en Florencia, al que asistían las hijas de la aristocracia local. Apenas duró un año en ese ambiente acartonado: totalmente incompatible con el entorno y con sus compañeras, nunca terminó los estudios y se dedicó a viajar y a una tumultuosa vida social. Aunque la vigilancia de Mussolini estaba siempre al acecho: además de alejarle los amigos inconvenientes, se encargaba de hacerle abrir y revisar la correspondencia.
Edda tenía diecinueve años cuando conoció al conde Galeazzo Ciano, hijo de un veterano de la Primera Guerra Mundial muy allegado a Benito Mussolini. Cuando lo vio por primera vez, en una fiesta, Galeazzo era un hombre de mundo que ya había visitado la Argentina y Brasil, y acababa de volver de China. “No lo conocía, él había empezado muy joven la carrera diplomática y luego había viajado mucho. Solo había visto una foto suya”, recordaba Edda. Se casaron, después de dos meses de noviazgo, el 24 de abril de 1930, y partieron de luna de miel del modo más rocambolesco: Edda y Galeazzo en un auto con chofer, y en el vehículo de atrás Benito Mussolini y donna Rachele, escoltados por la policía. Después de cien kilómetros, Edda hizo detener los autos y encaró al padre: “Es hora de dejarnos”, lo intimó, tan tajante como cuando se le plantaba en los caprichos infantiles. En cuanto a su madre, le puso mil liras en el bolsillo por si llegara a necesitar algo: “Eso hizo morir de risa a Galeazzo, porque él había sido educado en una familia burguesa, y no lograba entender gestos semejantes. Nosotros en cambio éramos proletarios, por tradición éramos socialistas, nuestra mentalidad era distinta, anticonvencional”.
Pero lo cierto es que la fastuosa fiesta de casamiento había sido un enorme evento mediático, capaz de propulsar a la joven Edda a nuevas cimas en ese mundo de oropeles sociales en el que apenas encajaba. Casi una historia de cuento de hadas, protagonizada por un joven conde, ya que no príncipe, y una bella novia en la que resplandecía el poder paterno: así los muestran las filmaciones del Istituto Luce que los retrataron para la gloria del padre, los noticieros del cine y la posteridad.
Edda, una celebridad: “Un día correrá sangre entre padre e hija”
Después de la luna de miel en Capri y un breve regreso a Roma, Shanghai -donde Galeazzo era cónsul de Italia- fue el primer destino de la pareja. Para Edda, parecía haber llegado finalmente la hora de la liberación: fueron años jalonados por los partidos de póquer, el alcohol y las apariciones frecuentes en las revistas de moda. Y también de amoríos, para compensar las infidelidades de su marido. El relato de cómo se adaptó a la situación revela mucho de su carácter: “Desde ahora -se propuso a sí misma una noche en Shanghai, cuando comprendió que era inútil pensar que él cambiaría- ya no estarás celosa de tu marido, no importa lo que pase, aunque lo encuentres en la cama con tu mejor amiga”. Con filosofía, proclamó que “los primeros dos cuernos que te aparecen te molestan, los demás no tienen importancia si la persona no te resulta antipática”.
Mientras Edda estuvo en Shanghai, el Duce tuvo tiempo para llamarla por teléfono todos los días desde el otro extremo del mundo. El vínculo entre ambos parecía indisoluble: de hecho, ella fue una pieza clave en la creación del mito mussoliniano, con dinero suficiente para repartir a diestra y siniestra y engrandecer la figura de su padre. Aunque no faltaban los observadores agudos, como el escritor Curzio Malaparte, que profetizó que “un día correría sangre entre padre e hija”.
Finalmente Edda y Galeazzo Ciano volvieron a Roma en 1933, cuando él fue nombrado jefe de la oficina de prensa de Benito Mussolini, la usina propagandística del régimen fascista, y ella siguió -entre parto y parto- una intensa vida social.
Poco tiempo después, Galeazzo ascendió a ministro de Relaciones Exteriores, un cargo clave en aquellos tiempos de alianza de Italia con la Alemania nazi y el imperio japonés. Edda también hacía su parte, además de posar como modelo para Giorgio de Chirico y causar escándalo apareciendo en la playa con el primer traje de dos piezas. En el artículo biográfico que le dedica la enciclopedia italiana Treccani se la define así: “Representaba el símbolo de la modernidad femenina entendida en sus aspectos exteriores: conducir un automóvil, los pantalones, la práctica del deporte, pero también del baile y el juego, la libertad de movimiento y relaciones. Edda alternaba el lado ‘libre’ del carácter con el ‘heroico’, exaltado por la retórica fascista, que el padre encarnaba y el marido compartía”. También era capaz de acciones de valor, como en 1941, cuando la nave-hospital donde se había embarcado como colaboradora de la Cruz Roja fue hundida por los ingleses y ella resistió varias horas en el agua.
En aquellos años el propio Hitler la recibió con honores durante su visita a Alemania, donde la hija del Duce extendió su influencia sobre Goebbels y otros jerarcas nazis. Curiosamente, mientras Edda desempeñaba un papel clave para la cercanía entre Italia y Alemania, su marido tomaba distancia. Pero nada presagiaba todavía el rumbo de los acontecimientos.
La ruptura definitiva entre padre e hija
El desembarco de los Aliados en Sicilia, en los primeros días de julio de 1943, selló el fin de un régimen en profunda crisis. Para el hombre fuerte de Italia, debilitado por la enfermedad y una serie derrotas militares que habían puesto al país de rodillas, se acercaba la hora de la verdad. En la noche del 24 al 25 de julio, el Gran Consejo -el órgano compuesto por las autoridades del fascismo, hasta entonces incondicional al Duce- votó a favor de una resolución que despojaba de sus poderes a Benito Mussolini. Entre quienes votaron a favor de ese golpe de Estado incruento se encontraba, precisamente, Galeazzo Ciano.
Lo que siguió fue una sucesión de acontecimientos decisivos para el destino de Italia y de la guerra en Europa: Mussolini fue detenido por orden del rey de Italia Vittorio Emanuele III, se formó un nuevo gobierno presidido por Pietro Badoglio, y algunos días después Edda y Ciano huyeron de Roma junto con sus hijos: pensaban ir a España, pero fueron engañados y llevados a Munich. Fue un trago amargo descubrir, a bordo del avión, que se hundían en territorio enemigo. Aunque su intención era seguir viaje a un país neutral, Hitler los hizo retener en Alemania: y como bien sabían que Ciano desconfiaba de ellos hacía tiempo, terminaron por entregarlo a la nueva República Social Italiana (más conocida como la República de Salò) que Mussolini, ya liberado gracias a un comando alemán, presidía en el norte de Italia.
Edda había intentado una reconciliación familiar apenas supo del voto contrario -y en su opinión “de buena fe”- de Galeazzo contra su padre. Y no es que contara con la ayuda de donna Rachele: su madre era, sin duda, la más ofendida por la traición del conde. Aunque sus esfuerzos continuaron cuando Galeazzo fue devuelto a Italia y encarcelado en Verona, en espera de juicio, todo fue en vano. “Él estaba seguro de que lo condenarían a muerte -evocó ella décadas más tarde-. No quería que lo fusilaran, pensó incluso en suicidarse”. Y aunque logró conseguir el cianuro, el intento de envenenamiento no dio resultado.
Mientras tanto, Edda intentaba por todos los medios convencer a su padre para que le concediera la gracia: dejando atrás todos los altibajos que habían tenido durante su vida en común con Galeazzo, hizo lo imposible para salvarlo, con una devoción inquebrantable que le fue reconocida hasta por sus enemigos. Pero su último pedido ni siquiera llegó a manos del Duce: fue interceptado por uno de sus ministros.
Al concluir el proceso-farsa de Verona, Ciano fue fusilado, el 11 de enero de 1944. Al día siguiente, Edda lo supo y lo informó a sus hijos, en las montañas de Suiza: “Saben, papá fue fusilado. Era inocente”. La historia de ese juicio se convertiría en 1962 en una película, “Il processo di Verona”, que relata los hechos desde el punto de vista de Edda, encarnada por la gran Silvana Mangano.
La ejecución de Galeazzo selló la ruptura definitiva de Edda con Benito Mussolini. Porque, en sus propias palabras, “cuando amaste muchísimo a una persona -como yo amé a mi padre- en un momento así la odias”.
El exilio y un amor que sorprende
Exiliada en Suiza, donde la recluyeron en una clínica psiquiátrica, Edda supo por radio, en abril de 1945, que su padre había sido ejecutado y exhibido al ultraje público. Seis meses más tarde volvió a Italia, fue enviada al confinamiento en Lipari y finalmente amnistiada a mediados de 1946. Durante el resto de su vida fue fiel a las convicciones fascistas, hasta su muerte en 1995. Y solo 15 años después, gracias a la investigación realizada por Marcello Sorgi y Giovanni Sabattucci, se supo que durante su exilio en Lipari se había enamorado del militante comunista Leonida Bongiorno. Uno de los últimos descubrimientos sobre las vueltas de la vida de una mujer que navegó el siglo XX entre la frivolidad y la tragedia.
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