Ser padres, un tema que ha cambiado con los años en la comunidad LTGB, un tema que antes ni se pensaba ahora vive en auge con los nacimientos con vientre subrugado; un nuevo estereotipo al que Luis Corbacho no se suma.
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-Candy, soy gay -le dije a mi hermana. Estoy saliendo con un tipo diez años mayor que vive en Miami y me voy allá con él.
Mi hermana se quedó helada frente a la pared inmensa de espejos de nuestra casa de San Isidro. Giró la cabeza, me miró a los ojos y lo primero que dijo fue: “¿Entonces, no vas a tener hijos?”.
Realmente no me acuerdo qué le contesté. Tener o no tener hijos, a mis 23 años, era un tema que jamás se me había pasado por la cabeza.
Paternidad de vacaciones, madrastra por inercia
Al poco tiempo me fui a vivir a Miami con ese tipo, un famoso periodista y escritor peruano que ya había estado casado y ya tenía dos hijas de cinco y siete años. A mis padres les mentí: “me voy por laburo”, les dije, y dejé la burbuja sanisidrense para arrancar una nueva vida inmerso en el glamour bizarro del star system latino.
Cuando las hijas de mi novio venían a Miami de vacaciones, yo hacía de madrastra casi por inercia. Íbamos juntos de compras, les cocinaba, veíamos maratones de reality shows y que me quedaba solo con ellas cada noche, cuando él se iba a conducir su programa de televisión en vivo.
En los diez años que estuve en pareja con el escritor peruano que vivía en Miami me pasó lo mejor y lo peor de mi vida: mi hermana Candy fue mamá y me nombró padrino de su hija Cata, y dos años después enfermó de cáncer y murió, cuando Cata tenía cuatro recién cumplidos. Poco cantes de morir, cuando todos sabíamos que no había nada más por hacer, Candy me agarró de la mano mientras cumplía con mi turno de vigilia en el sanatorio y me dijo: “Prometeme que vas a cuidar a Cata”. A los pocos días, se fue.
El padrino presente
Maxi, el marido de Candy, fue el mejor papá del mundo. Pero a mí y a mi familia nos tocó estar cuando él se sentía desbordado. Así, fui mami del cole en cumpleaños infantiles, supe lo que era hacer tres cuadras de cola con el auto en doble fila para sacar a Cata del colegio, la llevé al pediatra, compré todos los vestidos y pavadas de princesa cada vez que me tocó viajar por trabajo y me banqué sus berrinches de adolescente cuando la llevaba a comprar ropa para una fiesta. Cata siempre está en mi radar, hasta el día de hoy que le toca elegir una carrera universitaria y yo sigo pendiente de cada detalle. ¿Eso es, acaso, alguna especie de paternidad?
Cuando yo era joven, hace como veinte años, la salida del clóset no venía acompañada con una posibilidad de subrogación de vientre. Cuando uno decía que era gay, a principios de los 2000, socialmente se aceptaba la idea. La gente te decía “yo te quiero igual”, o “yo te quiero a pesar de”, y nuestra condición sexual era algo que debía ser confesado, como si se tratase de un crimen o un asesinato. Fuera de esto, en general éramos perdonados.
Pero no tanto como para ser normales y tener hijos con la persona que amamos. No, tanto no.
Tiempos de vientre subrogado
Hasta que vino Ricky Martin con su salida del clóset primero y con sus mellizos perfectos después. Si Ricky pudo, todos podemos. Casi como un decreto de democratización universal de la paternidad, todos los homosexuales del mundo occidental pasamos, en el lapso de pocos meses, a ser bendecidos con la posibilidad -y el mandato- de tener hijos.
Para ese entonces yo me volví a enamorar, por segunda vez en mi vida.
Estaba por cumplir cuarenta y el paradigma Carrie Bradshaw soltera fabulosa de Sex and the City que imperaba en los dos mil se fue extinguiendo en mi pequeño universo, con la irrupción de Ricky y su oleada de gays fabulosos con mellizos de vientres subrogados a cien mil dólares el combo. Mi nuevo novio era perfecto para el plan: diez años más joven que yo, diplomático exitoso, con plata y recursos para hacer toda la movida paternal en el exterior y la firme convicción de formar una familia.
El efecto Ricky me abdujo, y yo sentía que todo el mundo estaba pendiente de mi potencial paternidad: “¿Para cuándo el bebé?”, me preguntaban hasta las amigas de mi mamá. “¿No te gustaría ser como Marley o Ricky Martin? ¿No viste lo lindo y simpático que es Mirko?”, repetían.
La nueva obsesión vino acompañada de fuertes ataques de pánico. “Yo voy a poder ser papá”, me decía todo el tiempo. “Voy a formar una familia, no voy a ser una vieja solterona. No voy a ser Carrie, no quiero ser una Carrie del Amba. Yo quiero ser Ricky Martin”. El terror a tener una vida a cargo se convirtió en mi peor enemigo, aunque las ganas de cumplir a la perfección este nuevo mandato creado en mi mente tonta eran más fuertes. ¿Realmente quería ser padre, o me estaba dejando llevar por las circunstancias? Cada vez que salía solo con mis sobrinos más chicos o tenía en brazos al bebé de una amiga, sufría repentinos episodios de ansiedad que se fueron agravando con el tiempo. Los niños y sus gritos, además, comenzaron a crisparme los nervios de una manera casi alérgica.
Igual, yo seguía sin querer perderme la maravillosa experiencia de ser padre “que te cambia la vida para siempre”.
Hasta que vino la Pandemia. Y mi novio diplomático quedó destinado en el exterior. Y la distancia hizo que nos separemos definitivamente. Y yo empecé a disfrutar de una paz y una soledad que solo el aislamiento forzado podía permitirme. Reconecté con mi sobrina Cata, que ya es casi una mujer, y me di cuenta que mi compromiso con ella es también una especie de paternidad, y que no necesito de los nuevos formatos tradicionales de familia para sentir que lleno todos los casilleros.
Y escribí un libro en el que cuento por qué, en realidad, Yo no quiero ser Ricky Martin.
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