Enrique Raab, una pluma impertinente
Elegante, políglota y desfachatado, fue referente de un periodismo mordaz y crítico. A 40 años de su desaparición, detalles de una mirada incisiva que podía aplicarse a una obra de teatro, una cobertura veraniega o a las decisiones del poder
Extendió los límites del vocabulario y construyó un nuevo modelo de lenguaje: cóctel de adjetivos usados con precisión quirúrgica, ironía y elegancia. Encandilado por el poder de la palabra, el periodista Enrique Raab –desaparecido el 16 de abril de 1977, hace exactamente 40 años–, delineó el horizonte de lo cotidiano y resaltó el detalle imperceptible desde las páginas de Primera Plana, Panorama, Confirmado y La Opinión, entre otros medios.
Amigos o compañeros de redacción lo recuerdan “siempre de buen humor, ironizando, chicaneando, burlándose de todos, riéndose… Tenía una risa muy contagiosa”, le cuenta Carlos Ulanovsky a La Nación revista. Casi de la misma manera lo describía, afectuoso, el periodista José Pepe Eliaschev: “Enrique era un encanto, muy dulce, menudito, tremendamente irónico. De estatura mediana, pelado, hiperkinético y muy charlatán. Un tipo con ostensibles inclinaciones culturales, muy delicado, de una sensibilidad refinada”.
Pasaron 40 años, pero la línea de teléfono fijo sigue estando a su nombre y, hasta no hace mucho, la puerta del departamento 45, en el quinto piso de Viamonte 332, todavía tenía impactos de bala. “Oí unos tiros pero en esa época, en la zona cercana al puerto, no era muy raro. Entonces seguí durmiendo hasta que sentí el olor a pólvora. Y dije: ¡Esto es aquí!”. Ernesto Schoó juntaba los dedos al recordar aquella madrugada y se los acercaba a la nariz, oliendo todavía la pólvora.
“Hacía calor, entonces yo tenía la ventana abierta, pero las persianas cerradas. Habían subido a la terraza con focos muy potentes porque ese patio que nos separaba estaba todo iluminado y se oyó una voz por altavoz que decía: «¡Nadie se asome, apaguen las luces!». Una orden así, imperiosa. Igual yo miré por las hendijas y vi la luz prendida de él y se oían los ladridos de sus perritas. Después, silencio.” Ernesto, además de colega e íntimo amigo, era vecino de Raab. Fue Olga, la mujer del portero, quien contó más detalles de aquella madrugada: hombres armados que les apuntaron a ella y a su marido, le preguntaron dónde vivía “el periodista” y los encerraron en su departamento de la planta baja.
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“Un lacónico –define el periodista Esteban Peicovich– de una precisión admirable. En un país tan adjetivado como el nuestro, Enrique sobresalía por sustantivo. Era un bisturí, entraba en el meollo de las cosas con precisión.” En sus crónicas, Raab buscaba con obsesión de perito hasta descubrir, siempre, figuras y fondos como un observador ajeno a todo, un extraterrestre que se presenta ante los hechos con inocencia de niño, curiosidad de otro mundo, y se convierte en protagonista de lo que narra. Podía cubrir un acto político –como aquel 1º de mayo de 1974, cuando Perón echó a los Montoneros de la Plaza de Mayo–, entrevistar al premio Nobel Bertrand Russel, reseñar una película pasatista o hacer temporada en Mar del Plata, que siempre se las ingeniaba para dejar su sello.
La construcción de esa realidad que describía se basaba en la tríada hechos, personajes y situaciones. “Casi ocurrió: de no mediar la palabra del gobernador de la provincia de Buenos Aires toda la costa bonaerense pudo haber quedado hoy sin bañeros. (…) ¿Qué pedían los bañeros oficiales? Enumerar la lista reivindicativa de esos trabajadores, custodios de la vida de los turistas, produce cierto pudor. Es como si uno dijese que los periodistas van a la huelga porque el diario donde trabajan no les da máquinas de escribir, o que los mozos deciden parar porque los restaurantes no les proporcionan platos para servir a los clientes”, expuso en la contratapa de La Opinión, el 18 de enero de 1975.
Su escritura era incómoda, impertinente; como buen analista de las costumbres, límites y miserias de la clase media, devolvía un espejo para nada condescendiente en el que mirarse. Basta leer la reseña a una obra de teatro con Mirtha Legrand o perfiles como los de Palito Ortega y el Gordo Porcel. Más aún, en coberturas veraniegas, cuando se convertía en observador sagaz e irónico y buscaba instantáneas para dejar al descubierto que, al contrario de lo que se cree, las vacaciones, como todo culto, son repetición. El juego espontáneo se transformaba en rito sometido a rigurosas reglas. “Cuando el comensal (...) llega después de una cola de media hora a la fórmica de Raviolandia esperando que la camarera despeje con su trapo las migas del comensal anterior, un mundo de ilusiones despierta de inmediato: un mundo que sólo un amargado podría vincular con las experiencias de Pavlov.”
Raab no perseguía el viejo afán periodístico de la objetividad, mixturaba su formación y cultura al servicio de las crónicas más populares. “¿Por qué tantos livings en el teatro de Mar del Plata? Porque se trata, afirman los productores, de teatro para familias. Y ¿acaso las familias no pueden ver el páramo donde Lear aúlla su soledad o algún abarrotado conventillo discepoliano o por lo menos un dormitorio ecuménico en el cual Arthur Schnitztler alistaba sus parejas para la gran ronda universal? Pueden, contestan los productores, pero no quieren. El público de Mar del Plata quiere ver gente que vive los problemas de uno. Y los problemas de uno transcurren en el living.”
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Austria, marzo de 1938: las tropas nazis invadían Viena y eran recibidas con entusiasmo por gran parte de la población. En cambio, los doscientos mil judíos que conformaban el nueve por ciento de la población, entre ellos la familia Raab, estaban asustados. De hecho, para diciembre de ese año, ciento cincuenta mil judíos vieneses ya habían abandonado el país.
De Austria a Grecia y de allí a España, los Raab siguieron la salida al Pacífico: la hermana de la madre de Enrique, la tía Elsa, los invitó a la próspera Argentina, destino incierto para cuatro vieneses que no sabían hablar en español, pero que tenían empleo asegurado en el negocio de ropa de la tía, en Florida al 900.
Hasta aquí llegaron su madre, ama de casa; el sastre Salomón Raab; Enrique, de seis años, y Evelina, la única que puede recordar a la familia, de dos. Ella cuenta hoy que Enrique estudió en el Colegio Nacional Buenos Aires, pero que nunca obtuvo su título de Bachiller: “hasta el día de hoy adeuda la materia Historia”. Sin embargo, hablaba alemán, francés, inglés e italiano, condiciones que seguramente se tomaron a su favor cuando ingresó a trabajar en una agencia de viajes, a los 17 años.
“Con el trabajo en la agencia, que duró como tres años, Enrique empezó a viajar a los Estados Unidos y Europa. Después entró en el periodismo, aunque no sé quién lo llevó a Primera Plana”, se pregunta Evelina. Si bien nadie recuerda sus inicios en las redacciones, la periodista María Moreno, autora del libro que recopila sus crónicas Enrique Raab, periodismo todoterreno (Sudamericana, 2015) aventura una hipótesis: “Raab se encontró con el periodismo, un oficio en el que recaló por saber mucho y estar interesado en todo”.
El tratamiento subjetivo de hechos reales pasó a ser moneda corriente en publicaciones de la época como Primera Plana, Panorama y Confirmado, desde el puntapié inicial que dio Jacobo Timerman cuando en 1962 reclutó a muchos de los mejores redactores. En Primera Plana las noticias eran concebidas como historias; cabezas narrativas, ficcionalización en la manera de titular, mucha carga metafórica o irónica y la reproducción de múltiples voces alrededor de un hecho.
Raab fue uno de los principales exponentes de este recambio generacional y compartió redacciones con Ulanovsky, Tomás Eloy Martínez, Horacio Verbitsky, Felisa Pinto, Hugo Gambini y Silvia Rudni, entre otros. “La forma de escribir de entonces estaba planteada como una gran diversión, en la que contaba el desafío de saber quién encontraba modos de decir las cosas que fuesen muy precisos y a la vez insólitos para el lector”, detallaría años más tarde Eloy Martínez.
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Del redactor de mirada incisiva al periodista que molesta a gente poderosa hubo apenas un paso. “Teníamos un programa en Radio Municipal y cuando subió Cámpora, una fracción ultranacionalista de derecha se apoderó de la radio y destruyó las cintas donde estaban grabados Borges, Silvina Ocampo, Bioy. Y él escribió notas denunciando eso y otras cosas”, rememoraba Ernesto Schoó, periodista, autor y crítico de teatro en La Nación hasta su fallecimiento en 2013.
En Los cipayos están entre nosotros, una nota publicada en marzo de 1974 en el diario La Opinión, Raab comparaba las similitudes del aparato propagandístico nazi con el peronista de entonces: “(…) Muy pocos, quizá ninguno de los habitantes que viven hoy en la República Argentina han podido arrimar sus orejas a lo que fue la radiofonía del Tercer Reich nazi, entre 1933 y 1945. Pero hete aquí que Radio Ciudad de Buenos Aires, mediante el módico gasto de una porción de electricidad suministrada por unas pilas, abre esta excitante posibilidad histórica. (…) Tal como está Radio Ciudad de Buenos Aires constituye un hallazgo experimental involuntario: es el intento, bastante afortunado, de reproducir el ámbito y la terminología de una radio berlinesa de 1937”.
Entonces, un ida y vuelta epistolar con el secretario de Cultura porteño y una serie de notas contra su gestión publicadas en el diario de Jacobo Timerman entre 1973 y 1974 iniciaron la persecución a Raab: a partir de ese momento, recibía amenazas telefónicas en el diario y en su casa.
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Rusito. Judío. Comunista. Las notas que dejaron colgadas en la puerta de su departamento ya no están, 40 años después. Pero su hermana Evelina guarda una foto de aquel 5 de diciembre de 1975 donde se ven libros y revistas tirados por el piso, un televisor –también en el piso– con la pantalla rota, cuadros descolgados, un ventilador cuadrado y cinco periodistas, libretas en mano, mirando a Enrique Raab, quien está de espaldas respondiendo sus preguntas. Más libros, muebles con las puertas abiertas, desorden.
Lo que no sale en la foto es un pulóver verde quemado con cigarrillos. Por si las advertencias de la Triple A no hubieran sido suficientes.
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Susana Viau, periodista e íntima amiga de Raab, confirmaba en una entrevista concedida meses antes de morir, que fue ella quien lo acercó al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT): “Dentro del partido podías ser colaborador, militante o lector. Yo lo presenté como colaborador porque no quería que le hicieran daño, que lo exprimieran. Enrique no era el típico soldadito jovencito, no era ortodoxo, pero tenía un gran compromiso en su militancia”. En contraposición, Manuel Gaggero, uno de los líderes del PRT y editor de la revista Nuevo Hombre, dijo sobre Raab: “No era un militante alineado a una organización, para nada. Digamos que estaba muy impactado por lo que era el proceso de las luchas populares y los movimientos revolucionarios”.
Los amigos, familiares y algunos colegas se sorprendieron al enterarse de las actividades políticas de Enrique. El periodista cultural Jorge Andrés agrega: “Su militancia fue algo que apareció de repente, porque nunca había tenido una preocupación política latente”. Schoó tampoco estaba al tanto, aunque lo relacionó con su personalidad: “Tenía un sentido muy elevado de la justicia y la ecuanimidad. No toleraba, no transaba, no transgredía con nada que no fuera absolutamente ético y limpio. Nosotros hablábamos mucho y de todo y le aseguro que no tenía la menor idea de que él pudiera haber tenido contacto con Montoneros ni con ERP”. Ulanovsky asegura: “En esa época las actividades políticas no se anunciaban. Enrique vivía una vida doble y nadie lo advertía, pero eso era lo que correspondía”.
Los datos concretos de las actividades políticas de Raab a partir de 1970 y hasta unos meses pasados el golpe militar de 1976 son: salió de garante para el alquiler de un departamento que utilizaría gente del PRT y cuyo inquilino fue el periodista Héctor Demarchi, hoy también desaparecido; participó activamente en varias asambleas de prensa; hospedó en su casa a militantes chilenos en plena dictadura pinochetista; fue jefe de Redacción en la revista Nuevo Hombre, financiada por el PRT, y trabajó en el semanario Noticias, de Montoneros, que llegó a publicar un solo número antes del golpe. Patricia Walsh, periodista e hija de Rodolfo Walsh, recuerda: “La redacción estaba abierta a todos los periodistas. Si bien el dinero provenía de Montoneros, la revista era comercial y Enrique estaba como secretario de Redacción, tenía una alta responsabilidad”.
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Cuatro años antes de su desaparición, Raab había conocido en el Teatro Colón a Daniel Girón. Un joven de veinticuatro años –diecisiete menos que él– del cual poco se sabe. Que era de Mar del Plata, que no participaba de la vida social ni política de Enrique, pero que convivía con él en el departamento de Viamonte. “Mi mamá sí, pero yo no sabía que Enrique era homosexual”, cuenta Evelina. Federico Sperber, primo de Raab, había visto a Daniel “dos o tres veces. Era guía en el Colón, tenía muy buena voz, pero no compartía mucho con nosotros”.
A las amenazas en su departamento le siguieron listas negras, sucesión de llamados y aprietes en el diario La Opinión. Su primo recuerda: “Un día antes se lo habían llevado a Timerman. Cuando ocurrió eso, el papá le dijo: «Yo te doy plata, andate». Y él le dijo que no se quería ir.” Manuel Gaggero también fue de los que insistió con el exilio: “Me acuerdo de haber ido hasta con el dinero para el pasaje y él no quería. Grandes discusiones tuvimos, pero no hubo caso. Él pensaba en la cosa solidaria de no irme en este momento, me parece una traición. Eran razonamientos del tipo por qué me voy a salvar y ustedes no”.
Viau, su íntima amiga, también le preguntó por qué no se iba. Enrique le respondió: “Porque tengo cuarenta y pico de años, si me voy no vuelvo más y no quiero irme, no quiero morirme en otro lado. Además, ¿qué me puede pasar? ¿Que me secuestren, que me torturen? ¿Se sufre más en la tortura que muriéndose de un infarto? Yo pienso que me lo puedo bancar”.
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La estética refinada y elegante de Raab, su modo de pensar y escribir, la irónica y desfachatada manera de relacionarse con una sociedad cargada de dogmatismos de todo tipo. La sutil forma en que dejaba al descubierto la hipocresía de algunos funcionarios. Los recursos estilísticos que ponía en juego en sus notas para denunciar la ubicuidad con que el pueblo recibía los mensajes que desgranaba el poder –concebido en todas sus facetas–. Todo eso, y la tozudez de quien no quiere entregarse a los sinsentidos de un gobierno, hicieron de Raab una figura cuanto menos, incómoda.
Alguien lo definió alguna vez como un periodista sustantivo. Un sustantivo de los tantos que el gobierno militar no estaba dispuesto a tolerar.
FOTOS GENTILEZA EVELINA RAAB