Enric González: el cronista español habla del viejo periodismo
Una noche de hace algunos años, mientras se preparaba para irse a dormir, Enric González (59 años, periodista y escritor) recibió una llamada en su casa de Barcelona. "Buenas noches, ¿Enric González?", preguntó una voz reconocible, pero a la vez lejana. "Sí, ¿quién habla?". "Josep Guardiola, encantado". González creyó que se trataba de un amigo bromista. "Bah, no me toques los huevos", le dijo, y le cortó, para seguir con sus cosas. Un minuto después volvió a sonar el teléfono, pero esta vez la voz se anticipó y, en tono suplicante, le pidió que no cortara, que podía darle su número para comprobar que era él, el mismísimo Pep. El técnico ya era una especie de Copérnico del fútbol, alguien que había revolucionado sus leyes. "Resulta que Guardiola había leído un libro mío, Historias de Nueva York, y como se iba a vivir a Manhattan una temporada, quería tomar un café para que le contara detalles de la ciudad. "Nos encontramos y resultó ser una persona de lo más agradable, alguien a quien, por ejemplo, le causa mucha gracia ese mito que hay alrededor de que él es un tipo culto. Puedo dar fe de que es alguien curioso y obsesivo, pero no culto, o al menos no como lo pintan".
Nacido en Barcelona e hijo de un abogado que abandonó las leyes para fatigar redacciones, Enric es una leyenda viviente del periodismo español. Desde su ingreso en 1985 al diario El País, él ayudó a cimentar el prestigio del matutino madrileño, considerado, al menos hasta hace unos años, uno de los mejores de habla hispana. Fue corresponsal en Londres, Nueva York (durante las Torres Gemelas), París, Jerusalén y Roma, desde donde escribía "Historias del calcio", una columna semanal deliciosa que utilizaba el fútbol como excusa para desentrañar los misterios del temperamento de los romanos. En sus textos, la pelota era una suerte de Aleph, un punto en el que confluían todos los puntos del universo, y desde donde estos también podían ser vistos y explicados. En 2012, enojado con las decisiones del entonces presidente del diario, el antaño todopoderoso Juan Luis Cebrián, González escribió un artículo incendiario en donde lo acusaba de egomaníaco y ludópata. Fue despedido. Antes y después del episodio, un buen número de cronistas y reporteros de calidad también abandonaron el diario. Pero hace unos meses, acaso con la idea de recuperar el brillo, el matutino, ya sin Cebrián, volvió a convocar a González y le dio un destino de relevancia: Buenos Aires.
–Fue corresponsal en algunas de las ciudades más importantes. ¿Cómo se transmite el pulso de una metrópoli sin caer en lugares comunes ni apelar a generalidades?
–Todas las sociedades tienen rasgos únicos. No creo en las naciones, para mí son construcciones arbitrarias, pero es cierto que las naciones han inventado un tipo de sociedad a través de las fronteras, en el siglo XIX. El desafío es cómo explicar eso a través de una forma amena e informativa. Con el paso del tiempo me di cuenta de que las cosas nunca se explican de frente. De frente, suenan o demasiado obvias o incomprensibles. Me fui acostumbrando a encontrar temas laterales. En el caso de Italia, fue el fútbol; en el caso de Israel, el conflicto. El desafío es encontrar historias para explicar el país por otro lado.
–Hoy usted enfrenta un desafío más general, si se quiere, que es la transformación del oficio, que determina que usted tenga que informar de algo sobre lo cual sus lectores pueden enterarse a través de las redes.
–Creo que vivimos en una cierta confusión. La gente se cree que un diario es un puesto de noticias, y ya no. La noticia empieza a ser un apéndice lejano del periodismo. Las noticias son gratuitas y vuelan por las redes sociales, las verdaderas y las falsas. Desde hace años escucho hablar del fin del corresponsal: ¿para qué, si las redes ya lo explican todo? No, no, no: justamente, lo que hace falta en el periodismo es gente que deslinde lo cierto de lo falso, que aporte una mirada. Un diario, más que un artefacto informativo, ha sido un artefacto tranquilizador. Dentro de un espacio, sea el físico o digital, te ofrece un panorama del mundo limitado. Es como decir: las cosas no son tan graves porque todavía caben aquí. Ya no vale un titular como los de la década del 40: "La guerra ha terminado". Hoy la gente lo sabe un segundo antes de que acabe, pero sí lo que la vale es explicar, a determinada gente que le gusta leer (o sea, una minoría estrecha de la sociedad) qué pasa en tu pueblo, en tu ciudad, en el mundo. Que le hacen, en todo caso, una persona un poco, solamente un poco, más sabia.
–Intuyo que no es muy usuario de Twitter o de Facebook.
–Entro a Twitter, pero no lo uso. Sigo a gente que propone artículos, que recomienda notas, y eso. Pero no me comunico por Twitter. Es una opción personal, no estoy en contra, pero creo que nos roban mucho tiempo. Si lo sabés utilizar está muy bien, pero si no, te vas a pasar allí todo el día leyendo las estupideces que dice la gente, cabreándote por nada y pensando que todos estamos locos. Es una habitación llena de humo. Es la puerta de un retrete. Es una de esas estructuras horizontales que caracterizan a la época, que tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
–Lo que también ha ocurrido es que hay medios que no han sabido leer cómo procesar ese cambio. Porque a veces hay diarios que parecen que van detrás de las redes sociales, publicando lo que sale allí.
–Hace unos veinte años, se empezó a decir: los textos tienen que ser más cortos. Pero no fue cierto. El que ha leído, seguirá leyendo. Y el que no, no. Luego se ha dado el seguidismo de las redes. Como parece que todo el mundo está en las redes, dijeron "vamos a sacar los tuits más graciosos". "Causa furor en las redes la respuesta de fulano...". Pero ¿qué me estás diciendo? Si me interesan las redes, yo estoy ahí, ya me he enterado. Es un error en el que han caído muchos periódicos.
–En simultáneo, se da una guerra por la propiedad intelectual de las noticias. The New York Times acaba de publicar una investigación en la que señala a Facebook de haber hecho circular noticias que ellos habían producido. Zuckerberg tuvo que admitir que se equivocaron.
–Hay una tensión. Y hay gente que se está haciendo multimillonaria con lo que otros producen. Siempre va a haber un equilibrio inestable entre la necesidad de difusión y la necesidad de conseguir rentabilidad. Pero Facebook es la gran distorsión. La gracia del futuro es que no somos capaces de imaginarlo. Vamos a vivir con esto. La prensa tradicional se lleva la peor parte. Pero si lo hace bien, no solo sobrevive, sino que puede denunciar los desmanes de estas industrias nuevas. Lo más grave de Facebook no es que parasite a la prensa, es que parasita a sus usuarios. Su dinero viene de conocer la identidad y los gustos, lo confesable y lo inconfesable de cada usuario. ¡Y lo vende! O sea, todas esas filtraciones... Viven de eso y la publicidad va hacia ellos porque la distribuyen personalizada.
–Otro cambio del oficio es que la figura del editor, como formador, se ha ido desdibujando. Las redacciones dejan de ser un espacio de aprendizaje para pasar a ser máquinas publicadoras de noticias de cualquier tipo.
–Eso ha ocurrido en casi todo el mundo. La razón es que los propietarios de los periódicos estaban acostumbrados a ganar mucho dinero, y querían seguir haciéndolo. Pero un diario nunca fue un gran negocio. Solo en una breve época. Normalmente, no. Es un medio para tener influencia, o para muchas cosas. Pero no un gran negocio. Creo que las nuevas generaciones de propietarios ya se hacen a la idea de que lo importante es sobrevivir, y hacerlo bien. Hay otra cuestión, y ahí la culpa la tienen los periodistas. Esta estupidez de querer profesionalizar y darle lustre a algo que es un oficio y que se aprende con la práctica. Otra cosa que hicieron los periódicos fue, como los empleados de mayor edad eran más caros, dijeron: ‘Librémonos de los viejos, porque los jóvenes trabajan por la mitad de precio’. Ya, pero te has cargado el aprendizaje, porque esos jóvenes van a ser buenos gracias a la compañía de los viejos. ¿De quién van a aprender? Ver cómo trabaja un buen reportero de 60 años. Eso hace falta. De hecho, ahora en El País se intenta recuperar aquello y supongo que mi vuelta tiene que ver con eso. Tengo 59 años. Soy caro. Tanto la directora como su grupo están en edad de jubilación, pero son los mejores.
Aunque González es catalán, cuando habla enfatiza algunas palabras que suenan maravillosamente castellanas. Mientras fuma sus cigarritos y toma una caña, rememora su primera semana en Buenos Aires, que fue como zambullirse dentro de un tren en movimiento. "Durante los primeros días, lo que oía era su música, y su música me llevaba a Nápoles. ¡Pero si habláis todos italiano! Aunque utilicen una gramática vagamente española, los verbos los habláis en dialecto napolitano. No solo por la música de las palabras, sino el brillo de los ojos, los gestos. El ruido. Tengo una teoría sobre eso. Suponiendo que hayan venido tantos españoles como italianos, los españoles llegaron de un país gastado, que no creía en sí mismo, acababa de perder el imperio, estaba casi agotado. En cambio, los italianos acaban de nacer y quienes vinieron, lo hicieron con un orgullo nacional rebosante.
–Desde afuera, sobre todo cierto tipo de intelectual europeo, suele haber una mirada romántica de nosotros. La realidad es que distamos mucho de ser esa sociedad que suponen.
–De acuerdo, pero si lo miras renglón por renglón, este país tiene casi todas las bendiciones. No tiene una sola materia prima como tienen otros, sino más de una. Tiene un nivel cultural medio más que aceptable. Su ritmo demográfico es interesante. Su lugar geográfico no es un problema. Es un país grande. El problema fundamental es la moneda: ningún argentino cree en su moneda. Y la evasión fiscal es monstruosa. Si todo pasa por fuera de los bancos, pues no, no es un país viable.
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