Enamorarse más
Hoteles cinco estrellas con capilla, lujoso servicio de boda y cortejo de música típica dan la nota en este destino paradisíaco: es que el 70 por ciento de los que se hospedan en las islas del Pacífico son recién casados. Y comen perdices

Cuentan que cuando Paul Gauguin, ya enfermo y con el poco de dinero que le quedaba en su bolsillo, pisó la Polinesia Francesa el impacto fue instantáneo. Que, como un hechizo, se enamoró de inmediato de sus paisajes y de su exquisita paleta de colores naturales. Y, claro, de sus enigmáticas mujeres.
Este paraíso perdido en el Pacífico formado por 118 islas es uno de los destinos más buscados por los recién casados, parejas que celebran aniversarios y demás enamorados. Motivos sobran: la bondad del clima (temperaturas entre 24°C y 27°C todo el año), islas rodeadas de infinitos variantes azules, la naturaleza al alcance de la mano y la placidez constante que marca el ritmo durante la estadía.
Lo primero para tener en cuenta cuando empieza a planificarse el viaje es que no se trata de un destino accesible para los argentinos. El aéreo desde Buenos Aires, con escala en Isla de Pascua incluida, ronda los 2200 dólares en clase turista, según tarifas de LAN; el vuelo interislas por Air Tahiti cerca de 400, dependiendo del tramo, y el alojamiento en un hotel de una cadena internacional, unos 600 dólares por noche. Hay que hacer muchas cuentas hasta llegar al momento de la definición: cuál de los pequeños puntos dispersos en el oceáno conviene descubrir. Y la tarea tampoco es sencilla si se indaga con más detalle en las bondades de cada lugar.
Con seguridad, la primera parada es Papette, capital de Tahití y la isla más grande del archipiélago de Sociedad. Para espíritus románticos, mejor quedarse en el aeropuerto y buscar un vuelo hacia lugares más calmos. No es que aquí no haya disfrute, pero lo cierto es que el ajetreo de la ciudad no es conveniente para los que buscan paisajes apacibles.

Bora Bora es algo así como la madre patria polinésica. Un destino que hizo furor en los ochenta y que en los últimos años se puso al día con su infraestructura hotelera y servicios de lujo. En la actualidad, la isla cuenta con once hoteles cinco estrellas, cada uno con su propio spa, los típicos bungalows sobre el agua con deck privado, restaurantes de cocina de alta gama y sus propias capillas. Sí, casarse o renovar los votos de amor eterno no es cosa exclusiva de Las Vegas. Aquí, las principales cadenas incluyen entre sus servicios una ceremonia religiosa. Como el Intercontinental, que ostenta su templo con vista al Otemanu (el monte de más de 700 metros que se enclava en el centro de la laguna principal y que es una especie de tótem de la isla) y piso de vidrio en el que se transparentan peces y vegetación multicolor.
En Le Meridien, luego de la celebración de rigor, un séquito de bailarines y músicos típicos corteja a los novios hasta un crucero que los trasladará mar adentro para ver el atardecer, con brindis incluido.
A 40 minutos de vuelo de Tahití se aterriza en Raiatea y, desde allí, toma unos pocos minutos llegar al Yacht Club para embarcarse en un pequeño crucero de lujo. Como la embarcación Senseo, del Tahiti Yacht Charter, un flamante yate que puede alquilarse como si se tratara de un hotel, con camarotes con sommier y baño privado. También, para disfrutar de una cena en a la cubierta con el cielo estrellado y los tres tripulantes del barco como únicos testigos. El recorrido se define de antemano y pueden programarse paradas estratégicas en los hoteles para tomar un masaje de a dos a orillas del mar.
Pero si quiere sentirse como un isleño más, en Rangiroa, un atolón que dibuja un anillo perfecto visto desde la altura, el Kia Ora Resort tiene el plan Sauvage, en el que los visitantes se hospedan por unos días en una isla privada del hotel, con todos los servicios de rigor de cualquier cinco estrellas, pero con los condimentos necesarios para ser uno más del lugar: dormir en una sencilla cabaña en la playa, pescar y preparar fresquísimos platos, y convivir con una pareja de nativos que ofician de especiales anfitriones.
Como en todo destino polinésico, siempre hay tiempo para la aventura. En una pequeña lancha que corta el mar crispado se puede conocer la increíble Laguna Azul. Si bien tiene el mismo nombre de la película no se trata del escenario natural por el que paseó desnuda una adolescente Brooke Shields. Aunque en este pequeño oasis deshabitado hay lugar para una larga caminata entre los corales, comer bajo las palmeras y animarse a bucear entre tiburones. Pequeños, inofensivos, pero tiburones al fin.
Antes de emprender el regreso a casa hay una compra ineludible: algunos envases de monoi, el aceite de frutos naturales (el más característico es el de tiare, la flor tradicional de la Polinesia) para mantener el hechizo del lugar impreso en la piel, aun a 10 mil kilómetros de la Argentina.