Juan Lepes y el recuerdo de Paladium, el boliche que creó en el centro de Buenos Aires donde recibía a artistas del under, pero también consagrados y personajes del jet set
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“Una noche apareció un hombre cerca de las tres y media de la mañana. Estaba vestido de marrón y negro, con un gran capote, algo que no se usaba en esa época, pero estaba divino. Se puso a bailar solo y, cuando ya se había ido todo el mundo, siguió en la pista ajeno a lo que pasaba. En un momento, uno de los colaboradores me preguntó qué hacíamos y yo le pedí que lo dejara ya que, aunque no sabía quién era, me había caído muy bien. Finalmente, se terminó yendo cuando ya había amanecido. Más tarde, leyendo los diarios, veo una foto de esta misma persona participando de un evento, ahí me di cuenta que ese personaje solitario era Jean Paul Gaultier”.
La pista era la de la disco Paladium y quien recuerda la anécdota protagonizada por el famoso diseñador francés es Juan Lepes, el creador y dueño de aquel lugar emblemático ubicado sobre la calle Reconquista al 900, en el Bajo del centro porteño.
Paladium, el inolvidable faro de la noche porteña, era vanguardia y mainstream al mismo tiempo. En su escenario tocó Patricio y Rey y sus Redonditos de Ricota y en su pista deslumbró la organización de teatro físico y aéreo De la Guarda. La artista plástica Marta Minujín fue tan habitué como Alberto Olmedo.
Paladium fue la disco que, entre el final de la década del setenta y hasta los ochenta muy avanzados, se convirtió en un lugar ineludible explotado de creación artística, en tiempos donde el país comenzaba a vivir una incipiente democracia que permitía libertades que se traducían en una desbordante actividad artística con lenguajes disruptivos. Paladium formó parte de esa movida llamada “destape”.
“Una vez fui a la disco New York City y no me dejaron entrar porque yo era un pibe moderno que andaba en zapatillas. Entonces me dije ´voy a hacer una discoteca para cagarlos a ellos´. El chiste se transformó en realidad”, sostiene Lepes, sentado frente al enorme escritorio de su oficina, en el primer piso de un galpón del barrio de La Paternal donde acumula muchas de sus creaciones escenográficas y genera los nuevos proyectos fruto de su creatividad incansable.
Las Gambas al Ajillo, aquel grupo teatral integrado por María José Gabin, Verónica Llinás, Alejandra Flechner y Laura Markert, provocaba con sus performances de humor irreverente. “Una noche, estaba con Pérez Celis viendo lo que hacía María José Gabin, su hija. Era genial, salía totalmente desnuda desde la oficina, cruzaba corriendo entre la multitud, que miraba asombrada sin poder creerlo, y se metía en el escenario. En ese trayecto, se iba vistiendo. Creo que la gente lo asociaba con la locura, entonces ninguno decía nada porque nadie se acerca a los locos. Pérez Celis me comentaba por lo bajo ´¿a vos te parece?´. Era buenísimo, en la pista decían ´¿la viste?, pasó una mina desnuda´. Era un striptease al revés”.
Lepes fue el cerebro de Paladium, pero siempre prefirió mantenerse lejos del protagonismo. La vedette era el lugar y su apellido recién cobró notoriedad pública cuando su hija Narda se transformó en una de las chefs más prestigiosas del país.
Extravagancias
Inclasificable como Paladium, Juan Lepes no es un tipo común. En él se conjuga el aventurero bohemio y el empresario sagaz y exitoso que nunca le temió al riesgo. “Hay gente a la que le interesa la gloria, a otros el bronce, a muchos la plata. En mi caso, si hubiese seguido en una misma cosa, seguramente hoy tendría mucho dinero, pero siempre hice lo que me gustaba”, sostiene a los 74 años, revolviendo en un enorme placard de pared a pared que cubre varios metros de su oficina y está atestado de carpetas con archivos de cada una de sus creaciones.
“Las oportunidades llegan, lo difícil es saber cuál es la que se deja pasar, pero, por suerte, el instinto me funcionó bastante y también tuvo mucho que ver la suerte. Siempre hice cosas diferentes, eso es lo emocionante. Habitualmente tengo entre manos más de cuatro proyectos, de los cuales se termina concretando uno solo. La mayoría no sale, pero hay una atracción en ir pensando ideas, generando”.
-¿Cómo te definirías?
-En la Aduana digo dos cosas: inventor y bailarín.
-¿Bailarín?
-A los cinco años hice zapateo americano como un marinerito borracho.
-No mucha gente puede considerarse inventora.
-Era casi un chiste, creo que las ideas son de los que las hacen, funcionan cuando se hacen, sino sos un lastimoso diciendo “tuve un montón de ideas y no terminé ninguna”.
-Te debés sentir una persona muy realizada.
-No, para nada.
-¿Qué te falta?
-Todo.
-¿Todo?
-Todo y nada. Hice todo lo que pude, pero hay una infinidad que seguro que no pude. Lo que siempre me motivó en la vida es pensar que del otro lado hay algo más que me estoy perdiendo, algo medio enfermo, puede ser positivo o no.
Juan Lepes nació en Casilda, provincia de Santa Fe, el lugar desde el que partió hacia Buenos Aires sin escalas, en busca de otros horizontes: “Caí en el Instituto Di Tella, era un pibito del interior que, de golpe, entró en la modernidad de ese lugar. Eso me sirvió en la vida, me dio una perspectiva diferente. En ese momento había una ´envidia de la buena´, todo queríamos hacer algo o sumarse al trabajo en equipo con los otros, algo que no está ocurriendo ahora. Buenos Aires era la vanguardia junto con Berlín y Nueva York”.
-¿Quién te llevó al Di Tella?
-Empecé haciendo fotos para Editorial Atlántida, me fui a ver a Marilú Marini y a todos los monstruos que estaban en ese lugar. Les caí bien y me ayudaron, porque no sabía nada. Era el momento en el que conocí a la madre de Narda.
-Llegaste al Di Tella por casualidad, ¿vos qué querías ser?
-Yo quería hacer cosas para poder cog... Cuando sos pendejo es lo único que te mueve, solo quería tener chicas.
Estudió arquitectura, pero abandonó porque “no iba a esperar seis años para hacer cosas, así que me puse a hacer escenografías, stands”.
-Por definición, ¿existe algo de ansiedad en el inventor?
-Seguramente, pero, en mi caso, también hubo algo de vagancia.
Juan Lepes no anda con vueltas. En el Di Tella buscaba amores y dejó la arquitectura por la pereza de la exigencia de varios años de carrera. Sin embargo, detrás de esa máscara que muestra, existe la otra faz de un hombre que hizo de la creatividad y el hacer, el sentido de su vida.
La usina del arte
Juan Lepes es padre de cinco hijos. Su primera esposa y madre de la famosa hija cocinera se llama Carmen Miranda. Cuando Lepes decidió abrir una disco en Brasil, no dudó en bautizarla con ese nombre, lo que motivó un rápido accionar de las autoridades ya que consideraban que se había usurpado la identidad de la famosa cantante de samba y actriz de ese país. Sin embargo, la cancelación no pudo suceder ya que se trataba del nombre real de la esposa del empresario.
-¿Cuántas parejas tuviste?
-Cuatro o cinco… las de menos de seis meses no se cuentan.
Luego de aquella experiencia en Brasil, Lepes comenzó a soñar con un nuevo proyecto. Uno más, sin imaginar el destino trascendental que tendría. “Cuando fui a Londres y vi un lugar llamado Palladium, sentí que podía ser un gran nombre para una discoteca. Pensé que algún día lo iba a usar. Por otra parte, antes de abrir ya tenía claro cuál iba a ser su perfil”.
Aquel Palladium se transformó en Paladium, el templo vanguardista levantado en un lugar impensado. “Lo montamos donde estaban las usinas que les daban electricidad a los tranvías, le alquilamos el predio a la compañía”. Aquella estructura gigantesca sobre la calle Reconquista era imponente, aunque, por sus características, nada hacía suponer que allí pudiera inventarse un reducto que sería un mojón aspiracional.
Paladium fue discoteca, sala de espectáculos y el espacio perfecto para el montaje de performances artísticas no convencionales. El primero que tocó allí fue Charly García y Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota grabó sus conciertos del 18 y 25 de octubre de 1986, conformando el álbum que se editó ese mismo año y llevó por título el nombre de la disco. Aquellos shows lograron el récord de gente dentro de la vieja usina: 2000 personas.
“Abajo estaban los engrasadores de la vieja usina y muchos me juran que vieron a un fantasma dando vueltas por allí. Había un policía que hacía la seguridad, que de noche no se quería quedar. El tipo podía enfrentar a veinticinco tipos juntos, pero no se animaba con el fantasma. Decían que tenía barba, vestía un suéter blanco con cuello alto y que caminaba por encima de las pasarelas de la iluminación, pero yo nunca lo vi”.
Además de las personas encargadas de la seguridad, en la puerta oficiaba de anfitrión un recordado personaje, muy querido por los habitués: “El primer portero era español y no tenía mucha idea de cómo se manejaba la puerta de un boliche, así que dejaba entrar a los de zapatillas y no a los que tenían un traje, por eso Paladium fue un quiebre”, reconoce Lepes.
A diferencia de cualquier disco, Paladium no contaba con asientos, ya que la idea era fomentar el contacto entre los presentes. El rol social era uno de los pilares del lugar. “Teníamos una hot line, había maquilladores para todos y gente que te decía el horóscopo”. La atmósfera de gran kermese era una de las características que definían esa esquina cercana a otro imponente edificio, el de las tiendas Harrod´s.
“Se montaba un espectáculo atrás de otro”, asegura el creador de este nuevo concepto de diversión urbana que se especializó en la realización de imponentes escenografías como la del recordado musical Eva, que realizó temporada en el teatro Maipo con el protagónico de Nacha Guevara. Luego de aquella experiencia, la obra se mudó a Paladium en una versión bastante similar a la que se mostró en la sala de la calle Esmeralda: “Nacha sabía un montón, pero era una persona difícil”. Esa amalgama entre Nacha Guevara, Patricio Rey y una gitana que leía el horóscopo impulsó el slogan del lugar: “Paladium, lo mejor del Tercer Mundo”. La actriz también ofreció algunos de sus espectáculos unipersonales.
El lugar pasaba de teatro a discoteca en solo cuarenta minutos, el tiempo que tomaba esconder las sillas debajo del escenario. A pesar que Lepes no era amante del género, durante un tiempo también funcionó el Paladium Tango Club, una milonga sui generis que visitaban los tangueros de ley y de los otros.
También bajo las vigas de hierro monumentales del amplio salón se construyó un ring de box, aunque la velada comenzó después de lo previsto ya que los pugilistas, segundos antes de enfrentarse ante el público, se dieron cuenta que se habían olvidado los guantes. Carlos Monzón también visitó el lugar, al igual que la estrella neoyorquina Christopher Lambert.
Entre tanto trajín, Juan Lepes, incansable, también fue el responsable de diseñar a la perra dálmata llamada “Dalma mamá”. Un inflable que permitía que los chicos ingresaran al interior del cuerpo de la perra y observar sus órganos y a sus cachorros gestándose antes de nacer. “Fue una tarea titánica, ya que no sabíamos si, luego de unir cientos de pedacitos de tela, al inflarlo aparecería un perro o un chancho”, dice, entre risas, Juan Lepes, lamentándose de no haber participado de la comercialización del emprendimiento que fue idea de otro creativo que le encargó la realización.
Vip
“Paladium no era under porque estaba organizado por una empresa, pero tenía el mismo significado y usábamos las mismas imágenes que el circuito independiente, aunque los artistas que venían cobraban un cachet, porque éramos un negocio y no me parecía correcto que no cobrasen un monto fijo. Venía mucha gente a ofrecer propuestas, pero aceptaba solo lo que le gustaba a la gente, ese era el límite”, dice Juan Lepes, el responsable de dotar a la disco con una computadora de última generación que costó diez mil dólares.
Cuando los clientes frecuentes cumplían años, recibían una carta con un saludo, aunque algunos de los envíos simulaban ser una carta documento que lograba estremecer a los desprevenidos. La esencia de Paladium era la de un divertimento con contenido cultural, algo similar a lo que proponía, para un público más rocker, la recordada disco Cemento de la calle Estados Unidos, propiedad de Omar Chabán.
Una de las características de Paladium era la ausencia de un lugar reservado para clientes exclusivos. “Siento detestable el concepto del espacio VIP”, dice Lepes, quien accedió a las presiones de sus colaboradores para habilitar un sector de ese tipo que nunca funcionó ya que era totalmente cerrado, oponiéndose a la dinámica de “mostrarse a todos en ese espacio de unos pocos”. “Si querías ver algo diferente, tenías que ir a Paladium, pero el caretaje no tenía cabida”, afirma el empresario, que hoy desarrolla montajes en algunos museos del país.
Pappo y Ricardo Darín podían fundirse en una charla con los jugadores de fútbol más famosos de ese tiempo. Y, entre ellos, Guillermo Vilas, que transitaba su mejor momento en el tenis. “Paladium ya había cerrado cuando me encontré a Guillermo Vilas en la cola de la caja de un supermercado. Cuando lo saludé, lo primero que hizo fue mostrarme que llevaba en la billetera la tarjeta vip de Paladium, de entrada libre, con el número uno”.
“Había muy pocas peleas, algo que era muy difícil en un lugar con tanta gente. Pero, cuando sucedía algo, el equipo de seguridad sacaba a las dos partes del conflicto. Todas las peleas de la noche son por amor, celos, miradas a la pareja de otra persona”, explica Lepes, con conocimiento de causa.
El lugar abría de jueves a domingo y el resto de la semana se alquilaba para eventos. Presentar allí una producción cinematográfica, un nuevo material discográfico o la nueva colección de un diseñador de alta costura era lo más.
-¿A qué hora cerraba la disco?
-Cuando se iba la gente, tipo seis de la mañana.
Paladium permaneció abierto menos de una década. Durante aquellos años, Lepes se manejó con estoicismo, con la responsabilidad de quien tiene a su cargo un espacio público y de puertas abiertas a centenares de personas: “Yo era responsable de la seguridad de la gente, era paranoico con que se pudiera generar un incendio. Circulaba toda la noche con cara de acelga, mirando que todo funcionara bien, que nadie pusiera un kiosco de drogas adentro o que los porteros te caminaran con las entradas. El único que no se divierte es el dueño. Me la pasaba al pie del cañón hasta que cerraba y a la mañana ya estaba en mi oficina. El que piensa que es un negocio para conseguir minas o tener falopa, está perdido”.
-¿Por qué cerró Paladium?
-Una de las razones fue que se terminaba el contrato de alquiler. Quisimos comprar el lugar, pero era toda una movida. Y, por otro lado, porque ya la noche cambiaba y comenzaba a venir otra generación. Para mí, ya no era divertido, comencé a no pasarla bien. Es importante la contemporaneidad para llevar adelante estos proyectos.
-Mientras duró, lo disfrutaste.
-Mucho, era todo un orgullo que todo aquel que visitaba Buenos Aires, venía a Paladium indefectiblemente.
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