De mochilero, con carpa, los utensilios de cocina, un poco de ropa y el cargador. Así decidió que sería su gran aventura en el sur del país. El destino elegido: el Camino de los Siete Lagos, el tramo de 107 km de la Ruta Nacional 40 en la provincia del Neuquén, Argentina, que une a las localidades de San Martín de los Andes y Villa La Angostura y debe su nombre a los siete lagos que se pueden conocer durante su recorrido.
Todo estaba organizado. De modo que en febrero de este año viajó a Villa La Angostura por vía aérea y envió a su compañera de ruta por encomienda. Allá se encontró con ella. Cargó la mochila y partió con rumbo a San Martín de Los Andes. Paró en cada camping sin apuro para disfrutar del entorno al máximo. “Al principio fue un desafío porque nunca había andado con tanto peso. Llevaba unos 18kg aproximadamente en mis espaldas. Por lo tanto, era bastante agotador moverme. Pero nada pesa más que un sueño y nada ni nadie me iba a impedir cumplir con mi objetivo”, asegura Thomas Villaverde (24).
¿Pasión heredada?
Criado en el barrio de Saavedra, en la ciudad de Buenos Aires, guarda recuerdos de su infancia. Todos ellos lo remiten a los primeros vehículos con los que jugaba en el parque cerca de su departamento. La bicicleta y el monopatín eran sus preferidos. “Esos vehículos me los compraba con mis ahorros: me ganaba $2 si ayudaba a mis papás a acomodar las compras o con distintas tareas. Desde chico me gustó hacer mi plata y darme estos gustos. Agradezco que me criaron con esta mentalidad del esfuerzo para lograr objetivos y luego disfrutarlos plenamente”.
Su amor por los vehículos había comenzado a temprana edad, cuando de niño jugaba con sus padres y hermanos a nombrar todos los autos con su marca y modelo. Con unos pocos años y sin hablar muy bien Thomas podía identificar a la distancia de qué bólido se trataba.
“La pasión por los viajes creo que sí fue efectivamente heredada. Si bien mis papás no son grandes viajeros internacionales, hemos recorrido mucho Argentina -sobre todo el NOA- en auto con la familia. Eran trayectos larguísimos donde a un niño como yo no le divertía para nada ir encerrado en una Kangoo 18 horas pero alguna semilla dejaron que luego germinó y se convirtió luego en una pasión por los viajes”.
Con espíritu emprendedor, mentalidad de esfuerzo y disciplina, al terminar el colegio secundario, Thomas pronto pudo forjar una carrera como programador y con 21 años logró independizarse. Hoy vive solo en su departamento del barrio de Palermo y trabaja como programador.
18 años y un mundo por conocer
Sin embargo, una nueva etapa en su vida había comenzado cuando a los 18 años compró su primera moto y recorrió la Patagonia. Lo hizo en dos oportunidades. A aquellas mágicas experiencias le siguieron Uruguay y parte de Brasil. “Al principio a mis padres no les gustó la idea. Ni cuando les dije que me iba a comprar una moto y mucho menos cuando les conté que me iba solo a la costa con 18 años en invierno y viajando de noche. Ni hablar cuando el pronostico de esa tarde indicaba tormentas. Pero fue una aventura increíble. Ese viaje aprendí lo que eran el frío y la lluvia sobre la ruta. El viento me congelaba los dedos y tuve que frenar reiteradas veces a descongelarlos poniéndolos debajo del secador de manos en las estaciones de servicio. Luego los viajes empezaron a ser cada vez más largos. Siempre traté de no preocuparlos. Por eso les contaba que me iba sobre la fecha de viaje”.
Un joven y su fiel compañera
Pero fue recién a comienzos de este año que Thomas conoció a su nueva y fiel compañera. “Este maravilloso vehículo, tal como lo describe su nombre vulgar, es una sola rueda con un motor dentro, unas baterías y un controlador. Nada más. Bien simple pero también complejo. Fue un match instantáneo; enseguida descubrí que era la forma más práctica para moverme y también la más divertida”.
Comenzó con un modelo pequeño y básico que tenía 30km de autonomía. Para trasladarse por la ciudad estaba bien pero, para un viajero, esa distancia realmente no significaba mucho. “Esa (una V5) la lleve a Iguazú y recorrí parte de la selva misionera incluyendo el Parque Nacional Iguazú. Luego volví a Buenos Aires súper entusiasmado y vendí mi moto. Fue un esfuerzo muy grande. Con ese dinero me compré una rueda un poco mejor y una moto de la mitad de cilindrada. Fue la mejor decisión que pude haber tomado. La moto me seguía sirviendo para viajar y mi rueda nueva tenía 100km de autonomía. Entonces empecé a hacer trayectos más grandes”.
El miedo, motor para salir de la zona de confort
Fue entonces cuando se le ocurrió cubrir la ruta de los 7 Lagos en un monociclo eléctrico solo y sin asistencia. Lo haría de mochilero, con carpa, sus utensilios de cocina, la ropa básica y, por supuesto, el cargador. Con esa gran motivación decidió hacer un cambio y pasar a una rueda más avanzada, ya con 120km de autonomía, un rodado más grande y suspensión.
“El primer día me crucé con mucha gente que me saludaba. Se asomaban de los autos sacando sus brazos como alentando a su equipo. Era una cosa maravillosa. Tenía cierta incertidumbre por cómo se iban a comportar los autos que muchas veces van tan apurados que no respetan. Pero recibí mucha bondad y respeto, yo iba bien identificado con un chaleco reflectivo en la mochila y circulaba por donde van las bicis, al costado de la ruta”.
Una de las experiencias más lindas que vivió durante el recorrido fue haber conocido a Néstor, quien vive a orillas del Lago Correntoso en la costa norte junto a su familia. Néstor fue quien cuidó gran parte de las pertenencias de Thomas cuando el joven fue a Villa Traful. “Para llegar hay que atravesar un camino de ripio en mal estado, con unas subidas tremendas que más de un auto no logra subir. Por lo tanto fui cauteloso y me despojé de mi equipo de camping para poder ir más liviano. Allá alquilaría una cabaña o habitación”.
La parte más difícil del trayecto le tocó en Lago Hermoso. “El día estaba muy húmedo, con lluvias y nubes constantes a baja altura. Cuando quise salir para mi destino final, en San Martín de los Andes, se largó un temporal que fue memorable. Tuve suerte de hacerle caso a una chica del camping que me convenció de no irme. Se voló parte de la cabaña del restaurante y el bote del lugar se hundió en el lago”.
Ese fue uno de los tantos momentos peligrosos que vivió en su aventura y en las anteriores. “También sentí miedo, si lo negara, sería un necio. Pero reconozco que parte de esta motivación por la aventura, de los desafíos y los viajes es el miedo a salir de la zona de confort. Eso me hace sentir vulnerable y a la vez vivo. Pasé mucho frío, ráfagas heladas me han sacado de la ruta, me tocó presenciar y escapar por segundos a accidentes peligrosos en las rutas. Muchos se preguntarán por qué soy así o por qué arriesgo tanto. Yo pienso que quiero ganarle a la vida, pocas cosas son tan reconfortante como hacer de tus sueños una realidad. Y si esa realidad hace que las personas que se cruzan en mi camino sonrían y hasta festejan lo que estoy haciendo es una señal de que estoy haciendo las cosas bien”.
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