Vamos al inicio de la historia, a ese del que no se tiene memoria: todos, al menos una vez, tuvieron la experiencia de volar. Un padre, algún tío juguetón, o tal vez un amigo musculoso de la familia que tomó al pequeño de poco más de un año de vida, a veces menos, por debajo de las axilas y lo despegó de la superficie terrestre. Pero no se detuvo ahí: al grito de "upa la lá", desafió la ley de gravedad, lo lanzó al aire y, así, dejó remachada en el inconsciente, para el resto de su existencia, la fascinante, vertiginosa y mágica sensación de volar.
De los múltiples artefactos que hay para despegarse del planeta –globos aerostáticos, planeadores, alas delta, parapentes, dirigibles, helicópteros, cohetes, camas elásticas, catapultas–, el primero con el que suele asociarse el volar es el avión. Hasta comparten sonoridad: volar en avión. Incluso la palabra avión viene del latín avis, que significa ave. Fue sueño original de la humanidad lograr que algo más pesado que el aire volara como un pájaro. A principios del 1900, los famosos hermanos de los que ya nadie recuerda el nombre, pero que se apellidaban Wright, consiguieron el primer vuelo oficial en avión. Luego de ese hito, millones quisieron pilotear. Yo soy uno de esos.
Primera clase
"En Perú, las escuelas de pilotos tienen aulas con clases teóricas diarias, los alumnos asisten de uniforme y hay horarios para cada materia", me cuenta Carlos Alberto Flores Solsol, limeño él y ahora a casi 4000 kilómetros de su casa. En este momento somos compañeros en las clases de piloto privado en el Aeroclub Fortín Lobos, en la provincia de Buenos Aires. Pero acá no tenemos uniforme, ni un teórico todos los días. "Ah, eso sí, en Perú el curso sale US$45.000", me aclara. En Argentina sale bastante menos de la mitad, por eso viajó Carlos, y por eso no gastamos plata en uniformes, aunque les aseguro que igual aprendemos muy bien; de hecho, casi toda Sudamérica viene a aprender a Argentina, pero ya hablaremos más delante de eso.
Por lo pronto, para ambientarme, a falta de uniforme, fui con una remera verde que dice "Flying Service" que me regaló Octavio, un amigo que empezó el curso unos meses antes. También llevé más curiosidad sobre cómo vuela esa avioneta de caño forrada en tela del año 1964 (que técnicamente se llama Piper PA-11) que ganas de convertirme en piloto. Para ser sincero, me da un poco de miedo volar.
Por suerte, me recibió un instructor bastante campechano. Se llama Armando Echegaray y tiene treinta y pico, como yo. Estamos en esa edad en la que te sentís joven, pero ya te estás poniendo viejo. Me gusta la idea de que no sea un pibe que se crea Top Gun ni un sesentón que me cuente cómo volaba el Barón Rojo.
La primera clase fue muy relajada, me explicó para qué era cada reloj del avión y cómo se manejaban los controles. Armando tiene más de mil horas de vuelo - lo cual es bastante -, muchas de ellas arriba de un avión fumigador. Más allá de lo polémico de su tarea, es un gran aprendizaje volar tan cerca de los campos mientras se busca copiar la precisión de cada sembradío sin dejar el tren de aterrizaje en un alambrado.
La primera salida es corta y, a la vez, sentís que hay que hacer mil cosas juntas para poder pilotear. Pensé: Jamás voy a poder hacer esto.
La primera salida es corta y, a la vez, sentís que hay que hacer mil cosas juntas para poder pilotear. Pensé: "Jamás voy a poder hacer esto". Pero luego recordé que Octavio ya estaba por recibirse. "Si lo hace él, que apenas sabe manejar un auto, no debe ser tan difícil…". Anduvimos por los cielos de Lobos poco más de media hora. "No tiene sentido hacer mucho más hoy", me dijo Armando a través de los auriculares que usamos para comunicarnos entre nosotros y con otras aeronaves.
Había estado tan concentrado en todo lo nuevo que no presté atención a lo que sucedía abajo. A 160 metros sobre el suelo podía haber distinguido mi casa, incluso a algún que otro amigo en la calle. Y, sin embargo, ni había mirado para abajo. "¿Y no podemos dar una vueltita más?", le rogué. "Bueno, pero ya no aprendemos nada nuevo", aceptó Armando. "Dale, para donde quieras, que nos vamos a paisajear".
Cuando bajé del Piper, sentí que ya había derribado un gran mito: "Al final, no lleva tanto tiempo manejar un avión por primera vez".
¿Cómo se vuela?
Una maniobra básica, como doblar, que en este caso sería virar el avión, no es mucho más compleja que en un automóvil. Girando el "volante", que se llama comando, hacia la izquierda, el avión se inclina y dobla para ese lado. Al empujar el comando hacia delante, se baja la trompa y se ven la tierra y las casas chiquitas. Al tirar el comando hacia el cuerpo, el avión apunta hacia las nubes. Además, hay un pedal en cada pie para girar el avión en forma sincronizada: como en la bicicleta, que al doblar el manubrio inclinamos también el cuerpo para no perder el equilibrio. Básicamente, con eso se maneja el avión. De ahí a aterrizar con mucho viento de costado, en una pista corta, con lluvia y de noche, hay un aprendizaje que lleva, al menos, unas 40 horas.
Esas horas de vuelo se cuentan todo el tiempo en que el avión está con el motor encendido y con el alumno arriba. Y todo depende de la velocidad de aprendizaje de cada uno. Como en la vida misma, generalmente de chico se aprende más fácil. Hay pibes a los que con 10 horas de instrucción ya los largan a volar solos, sin el profesor a bordo del avión. Eso también es parte del curso: en teoría, el alumno debe tener, dentro de esas 40 horas, 10 en solitario antes de dar el examen que le otorgue el carnet de piloto privado. Hay quienes después de 40 horas todavía no están para salir solos, y ahí el curso se estira. Sin duda,el gran hito dentro del aprendizaje es ese momento en el cual el instructor dice: "Bueno, pará acá, yo me bajo y seguís solo".
El gran hito dentro del aprendizaje es ese momento en el cual el instructor dice: "Bueno, pará acá, yo me bajo y seguís solo".
"A mí me pasó a la hora 22", cuenta Carlos con orgulloso acento limeño. Es que mientras antes volés solo, se supone que más rápido vas aprendiendo. Aunque también es como dar el primer parcial de una carrera universitaria con 40 materias: aún falta todo. Así lo fue aprendiendo Carlos, que no solo eligió la Argentina por una cuestión económica. "En Perú, el curso lleva casi un año, acá en teoría podía hacerlo en tres meses. Para mí es un factor importante, tengo 35 años. Si quiero ser piloto comercial tengo que apurarme un poco".
Historias detrás del piloto
También hay que contar que Carlos corre contra el tiempo porque a los 20 años, cuando ya sabía que quería ser piloto, descubrió que no tenía la plata. "Trabajé 14 años en un banco, incluso mientras estudiaba Administración de Empresas; no me iba mal", segura. "Pero siempre tuve la espina de ser piloto. Viajaba mucho por mi trabajo, veía a la tripulación entrar a la cabina y yo quería eso". Así fue como luego de un mes y medio de vacaciones terminó de afirmar la decisión: sería piloto. Renunció, dejó su país y voló tras su sueño.
Blas Pachano también nació un poco lejos, hace 19 años, en Lago Puelo, un pueblo chubutense de 3000 habitantes a más de 1600 kilómetros del Aeroclub Fortín Lobos. "Empecé el curso en Bariloche, pero me salía muy caro allá", cuenta. "Y como tengo familiares en Lobos, después de mucho averiguar, encontré acá el mejor lugar para hacer el curso. Mi idea, originalmente, era seguir hasta comandante de Aerolíneas, pero ahora también me interesan los vuelos para apagar incendios forestales, veré que voy a hacer".
En el otro extremo de la vida, y por otros motivos, Néstor Faraldo eligió el mismo aeroclub. "Soy nacido y criado en Elvira [un pequeño poblado rural del partido de Lobos], hice la secundaria en Lobos y me fui para Ezeiza a los 19 años", narra Néstor. Hoy, con 58 años, vuelve a sus orígenes. "Siempre soñé con volar, desde muy chico; incluso quise entrar en la escuela de aviación en Córdoba y no pude. Y terminé en Lobos porque me siento como en casa".
Hilario Facetelli sí es de Lobos, nacido y criado. Pero su destino de piloto se remonta mucho tiempo atrás, incluso antes de su nacimiento hace 27 años. "Mi abuelo materno, Dante Herrera, voló a principios de los 70. Hay algo familiar también dentro de mi meta", reconoce Hilario. No le fue fácil, empezó el curso hace tres años, pero no pudo continuar. Ahora vuelve a intentarlo y está a punto de recibirse: "Me gustaría seguir con la carrera comercial, que pase a ser un trabajo más allá del hobby", se entusiasma y sueña con nuevos cielos.
Carlos, Blas, Néstor, Hilario, incluso yo, todos aprendemos a volar de la misma forma, pero despegando hacia distintos aeropuertos.
Ya en vuelo
La primera gran sensación es controlar el movimiento. Que el horizonte se incline, que el cuerpo sienta la fuerza centrífuga hacia fuera, pero también el peso hacia el interior de la curva. Y principalmente subir y bajar: esa dimensión que no suele existir en la vida cotidiana, más allá de un ascensor o una escalera, lo cual es bastante menos divertido que despegar del suelo un aparato de media tonelada. Técnicamente es ascender o descender. El ascenso genera la adrenalina del motor acelerando y venciendo la fuerza de gravedad; el descenso es un planeo suave, donde solo por la aerodinamia se puede lograr que ese armatoste de 10 metros de ancho y 7 de largo se deslice suavemente por el aire y se pose en la tierra (con buena pericia), como cisne sobre el agua.
Aunque, para ser sinceros, toda esta mansa descripción está supeditada al clima. En un atardecer plácido, sin viento, con el sol coloreando el horizonte, se siente lo que debe sentir un cóndor sobre los Andes. Cuando hace calor el aire es como un lavarropas invisible, y ahí pasás a estar en el samba. De hecho al principio, la sensación es como cuando te subís a la montaña rusa en un parque de diversiones: sabés que no se va a caer, pero igual gritás del miedo. Por lo menos yo sentí eso en las primeras horas. Iba con mi instructor, Armando, y al entrar en una turbulencia que hoy ni me mosquearía, nació el pánico y le grité: "¡Martín!". Parece que cuando temo por mi vida, tiro cualquier nombre. Luego el cuerpo, y el miedo, se adaptan a entender que por más que el avión se mueva, y a veces se mueven mucho, no se cae.
El riesgo de volar
La posibilidad de morir en un avión es ocho veces menor que la de morir ahogado. Y, estadísticamente, tendrías que volar todos los días durante 241 años para ser parte de un accidente fatal (y volar a la otra vida). Las normas de seguridad son terriblemente estrictas. Por ejemplo, cada vez que te subís al avión, se revisa todo: ruedas, alas, cables, cabina, aceite del motor, combustible. No importa si en un día se usa 10 veces, las 10 veces se controla. Es como si cada vez que te subieras al auto, te fijaras que tenga las ruedas firmes y el aceite completo. O sos un obsesivo, o sos piloto.Y quizás lo hayas visto en alguna película: una vez adentro, antes de prender el motor, antes de entrar a la pista, antes de despegar, siempre se repasa una lista de chequeos. No importa que ya te la sepas de memoria por haber hecho lo mismo cientos de veces, tenés que tomar la lista y leerla. En los vuelos privados, recreativos, si se realiza todo según los procedimientos, es casi imposible que ocurra algún accidente. Incluso la seguridad muchas veces ni siquiera depende de una cuestión de costos: es más bien anticiparse a cualquier fallo.
Hablando de costos, y el motivo por el que Carlos dejó Lima, Argentina es un gran lugar para el resto de Sudamérica. Es que acá la hora de vuelo vale unos US$70, mientras que en el resto del continente ronda los US$200. En el Aeropuerto de Morón es donde se concentra la mayor cantidad de escuelas avocadas a alumnos extranjeros. Suelen comprar un paquete que incluye las 40 horas para recibirse de piloto privado, luego las 200 para dar el examen de piloto comercial que comprenden algunas específicas como vuelo nocturno o por instrumental, pero también el alojamiento, la comida y hasta los traslados.
El mono relojero
En la cabina, una de las imágenes que más intimida a quienes nunca manejaron un avión es ese tablero lleno de relojes y perillas. En realidad, sería como mostrarle el tablero de cualquier auto moderno a un habitante del siglo XIX. A nadie le sorprende hoy un velocímetro, un cuentavueltas, un reloj de la temperatura del motor, quizás otro de la presión de aceite. Esto mismo tiene el avión. Se le suma un altímetro, que mide la distancia al suelo (sobre la base de la presión atmosférica) y se usa en la aproximación al aterrizaje y para elegir la altura de viaje crucero. Y otro reloj llamado variómetro, que muestra qué tan rápido se está ascendiendo o descendiendo, o un horizonte artificial (pero esto, de día, cuando se puede ver, mucho no se usa). Por último, la palanca más llamativa es el acelerador. Se acelera con la mano, ya que los pies están ocupados en mover el timón de la cola para que los virajes sean sincronizados. En los aviones chicos, el acelerador suele ser una perilla y, en los Boeing, esas palancas grandes que salen en primer plano cuando el comandante la empuja hacia delante y el avión despega.
Volando sin motor (y sin instructor)
El curso me llevó casi un año. En el transcurso hice otras cosas, como, por ejemplo, vivir. Dentro de esa vida me fui de paseo a Tandil y quiso el destino que en la cabaña que me hospedaba hubiera un cartelito que invitaba a tomar un vuelo de bautismo en planeador. El planeador es como un avión sin motor: una avioneta lo remolca con una soga y, a cierta altura, lo larga para que intente mantenerse con corrientes ascendentes de aire o bien aterrice a los pocos minutos. La sensación es como manejar un auto sin motor en un camino en bajada, con freno y dirección, pero sin impulso propio, solo aprovechando la pendiente y buscando el mejor trazado en cada curva. El destino me guiñó un ojo y el encargado de las cabañas, Marcelo, era el piloto que te llevaba en el planeador. Así que me la pasé yendo con Marcelo a ver Tandil desde el cielo y volé sostenido solo por el aire.
Así derribé otro mito.
Pensaba que sin motor, el vuelo sería silencioso y plácido. Olvidaba que el aire también hace ruido con la fricción, así que si bien se puede charlar dentro de la diminuta cabina del planeador sin necesidad de auriculares, el ruido está. También descubrí que se puede estar una hora planeando como un cóndor, de hecho bajamos cuando quisimos. Calculo que Marcelo ya estaría cansado de mis preguntas, e incluso, quizás para que me callara, se mandó una maniobra acrobática que nos hizo apuntar al cielo y a la tierra en el mismo segundo. Después de eso aterrizamos en silencio.
Mientras tanto, en el Aeroclub Fortín Lobos, el curso avanzaba. Ya podía realizar todas las maniobras con bastante confianza: desde virajes bien prolijos hasta lo más vital, aterrizar. También habíamos practicado innumerables veces lo que se conoce como simulacro de emergencia. En cualquier momento del vuelo, el instructor dice "emergencia" y le saca toda la potencia al motor. Las primeras veces te asustás un poco, pero la idea es vencer ese miedo instintivo y responder poniendo el avión a planear para no perder sustentación, mientras se busca el mejor lugar en el terreno para tocar suelo (donde no haya casas, agua, gente, alambrados, plantas) para simular cómo aterrizaríamos sanos y salvos si, de golpe, el motor se rompe.
Argentina es un gran lugar para aprender. Es que, acá, la hora de vuelo vale unos US $70, mientras que en el resto del continente ronda los US $200.
Las horas de vuelo pasaban y yo esperaba mi momento culminante: que el instructor considerara que ya podía volar solo. A esa altura, mi instructor era Matías Dimaro. Él también es de Lobos, se recibió en ese mismo aeroclub, tiene 6000 horas de vuelo y vive de manejar un jet de alta velocidad que sale US$3.000.000 y transporta 11 pasajeros. "Mientras más ansiosos están por volar solos, más tardo en largarlos", me confesaría Matías tiempo después. "Para manejar bien un avión hay que estar tranquilo".
Lo cual me lleva a dudar si el momento elegido fue el indicado para mí. En la mitad de un aterrizaje, cuando venía atento a meter el avión en la pista a 110 km/h, que carretee derecho sobre el pasto y despegue sin desestabilizarse mucho, me dice: "¡Pará, pará!". Me preocupé, no es una orden que solés recibir en el momento más crítico del manejo. Pero igual paré el avión y escuché: "Yo me bajo". Me salió un tímido: "¿Sí?". Y me retrucó: "¿No estás seguro?". La verdad, más seguro me sentía con Matías al lado, pero era el momento para decir sí.
Final de vuelo
Cuando el curso va llegando a su fin, se llama a un inspector de la Administración Nacional de Aviación Civil (ANAC) para que evalúe la parte práctica y controle un examen teórico de 100 preguntas. La asignación del inspector es por sorteo. El que le tocó a mi clase parecía que tenía mucho miedo a volar, porque prácticamente no nos dejó manejar el avión e hizo todo lo posible como para terminar el vuelo rápido. Así como en Lobos, hay 293 centros de instrucción o entrenamiento aeronáutico civiles. Matías Dimaro enseñó en distintos lugares a más de cien alumnos, y cuenta: "Han aumentado mucho las mujeres. Son prolijas, ordenadas. El hombre muchas veces peca de soberbio". Pero el equilibrio de géneros aún está muy lejos y las alumnas no llegan al 10% en la Argentina.
Más allá del sexo y la cantidad de horas necesarias, incluso más allá de si se aprobó el examen con el 70% mínimo de respuestas correctas o con las 100 acertadas, en Lobos hay un satánico ritual de graduación.
Cada flamante piloto, al final de la jornada del examen, debe arrodillarse sobre la pista frente al hangar y cual bautismo aeronáutico se vierten sobre su cabeza un par de baldes de aceite de motor usado, y si hay a mano, algo de cenizas (que siempre dejó algún asado) y pintura (que siempre se está pintando algo). Es asqueroso, humillante y quizás hasta dañino para la salud. Pero mientras recibía de rodillas el tercer balde de esa mezcla pegajosa y repulsiva, sentía que algo había aprendido. Que a pesar de estar arrodillado, ya podía elevarme y salir a volar.