En primera persona: así fue como sobreviví al accidente en moto en el que murió mi novia
En primera persona, Gabriel Díaz cuenta un hecho ocurrido hace unos años cuando chocó con una tractomula en la vía La Línea
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“¡Sobreviví!”, esa palabra se ahogaba en mi cabeza mientras miraba el techo blanco que tenía encima. Lo vería sin pausa durante los siguientes 60 días, luego de sobrevivir a estrellarme de frente contra un camión, cuando iba en mi moto en la vía La Línea.
Abrí los ojos al tercer día. En ese instante no lo sabía, pero mientras estuve inconsciente fui trasladado a tres hospitales. Me tuvieron que operar cuatro veces para estabilizar mi cuerpo e intentar acomodar un par de los muchos huesos rotos.
Al despertar se me abarrotaron las angustias y dolores de los últimos minutos que recuerdo antes de perder la conciencia, pero fui salvado por mi familia. Aún tengo la imagen presente de los cuatro: mi papá, mi mamá y mis hermanas entrando a la habitación del hospital con una pequeña torta por mi cumpleaños. Era la celebración número 27.
Me gradué de ingeniero industrial de la Universidad Distrital y, el 26 de mayo de 2017, pasé el peor momento de mi vida. Me accidenté cuando iba de Bogotá a Pereira junto a Ángela, mi novia, quien murió esa tarde.
La rodada
El día anterior, cuando estábamos en Bogotá, ella se quedó en mi casa, pero extrañamente no pudo dormir, se levantó varias veces en la mitad de la noche. Nunca supe qué fue lo que no le permitió conciliar el sueño. Yo, por mi parte, me desperté ansioso: tenía todas las expectativas puestas en las 8 horas de viaje que se venían.
Desde hacía una semana, Ángela había planeado todo para que estuviéramos en Risaralda. Era el regalo que me iba a dar por mi cumpleaños 27 y, de paso, me presentaría a su hermana Johanna. En los siete meses que llevábamos de novios, solo me había dicho cosas buenas de ella.
Estar juntos me hacía feliz. Era compartir con esa persona con la que sientes que te complementas en cada aspecto, que no cambiarías nada y en el que todo fluye acompañado de un amor absoluto. Ángela estaba siempre llena de serenidad, era alegre, curiosa, inteligente, le encantaban los animales y era sensible con muchos temas. No dejé nunca de aprender de ella.
Nos conocimos en la universidad, entramos a estudiar la misma carrera, pero, curiosamente, no me caía bien. A los dos semestres, ella se pasó a estudiar Administración Ambiental. Y así, sin más, dejamos de vernos. Solo las pocas veces que fui a la sede donde ella tenía clase me la cruzaba. No fueron más de cinco, en todos esos años.
Nos empezamos a hablar nuevamente por las redes sociales en 2016. Cuando yo regresaba de andar con mi moto de un viaje hasta Ecuador, prometimos vernos en el Parque San Agustín, en el Huila. Pasamos casi toda la semana juntos y al regresar no paramos de vernos. Nos enamoramos completamente.
Ese viernes, cuando planeábamos llegar a Pereira, arrancamos en la moto a las 8 de la mañana. El día era perfecto, el sol ya se posaba imponente en el cielo y daba muestras de que nos alumbraría durante toda la jornada. El recorrido iba como lo pensaba, sobre las 10 a. m. ya cruzábamos la ‘Nariz del diablo’ y unos kilómetros más adelante paramos a hacer las llamadas de rutina a la familia.
Y seguimos el camino, la temperatura ya era alta; por eso, en Melgar decidimos parar una vez más: nos quitamos las chaquetas y me acerqué a ella, le di un beso, me abrazó, sonrió, sonreímos y continuamos andando. El viaje hasta Pereira era el regalo que Ángela me iba a dar por mi cumpleaños 27.
Todo era vía, árboles y montañas que se iban alineando de a poco en el paisaje dibujado por las curvas, cuando pasó el accidente. Solo tengo en la memoria el sonido incesante del metal chocando contra el asfalto. Ver la moto desde el lado izquierdo, lejos de mí, sacando chispas y gasolina. Todo, entre los 15 segundos en los que me arrastró el camión.
En esos segundos eternos se me cruzaron cientos, cientos y cientos de imágenes. Como un recuento no solicitado de personas y experiencias vividas. Solo cerré los ojos y pensé el final. Cuando frenó a pocos centímetros de mi cabeza, creí que no era real. No podía estar pasando. El piso ardía debajo de mí y yo con él, las manos estaban quemadas, la falta de aire se mezclaba con el dolor aplastante en el pecho. La pierna izquierda quedo atrapada bajo la llanta, traté de moverla, sacarla. Intenté salir, pero no pude.
Me golpea la realidad, me viene a la cabeza Ángela, el viaje, la moto, el accidente. La empiezo a llamar y de a poco la gente que comienza a llegar me dice que no lo haga más. Como pudieron me sacaron, me faltaba el aire, la visión era borrosa y comencé a no sentir nada. Ahí escuché la sirena de la ambulancia, fui ubicado boca arriba y sentí paz. Miré el cielo y el sol seguía imponente en un cuadro de inmenso azul. Me pasó un pensamiento por la cabeza: al menos era un bonito día para morir.
Lo último que sentí fue la camilla entrando a la ambulancia. No supe más.
Despertar
De ahí fue todo una lucha contra el tiempo, me llevaron primero a dos hospitales, entre estos el Santa Lucía de Cajamarca, para intentar estabilizarme. Me transfirieron esa misma tarde al Federico Lleras Acosta, de Ibagué, para hacer varias cirugías de emergencia. Tenía una fractura de libro abierto en la pelvis, el hueso iliaco quedó en tres partes, la rodilla destrozada, una herida grave en el abdomen y lesiones abiertas en toda la piel. En total, me han intervenido siete veces y quedan entre 1 y 3 más pendientes.
De la noche del sábado recuerdo la voz lejana de mi papá. Sus palabras sonaban en mi mente adormilada por la fuerte dosis de morfina. Sentí sus súplicas, aún están intactas en la cabeza: “Estoy cogido de tu mano y no nos vamos a soltar hasta que uno de los dos no esté, y aún no es el momento”.
Es mi recuerdo más claro de esos instantes. Ese periodo de tiempo está casi desaparecido de la memoria, solo quedan los remembranzas de un sueño largo, que era a la vez angustiante para mis familiares y amigos, quienes no sabían a ciencia cierta qué iba a pasar conmigo.
En las memorias de esos días están las palabras lejanas de mi mamá y de mis hermanas Laura y Dana. Solo me pronunciaban frases de fuerza, decían que tenía que mejorarme, hablaban de la pierna. Todo el tiempo: la pierna. Así pude saber vagamente que estaba en peligro la extremidad que había quedado atrapada. Yo, para ese instante -en ese lugar perdido del cerebro en el que aún quedaba un poco de conciencia-, la daba por perdida, pensaba que me la habían quitado.
A las 6 p. m. del domingo, 28 de mayo, volví a abrir los ojos. La inmensidad blanca de la habitación y un silencio inundaron el instante. Solo emanaban sonidos, con un compás casi rítmico, las maquinas a las que estaba conectado. Me di cuenta de que estaba vivo. El panorama era completamente revelador. Me encontraba en un hospital atravesando una tragedia que nunca pensé me tocaría a mí. Solo quería saber de ella, preguntar qué había pasado, soñaba con una noticia sobre Ángela. Era de lo único de lo que quería enterarme.
Al mover la cabeza, un tirón de dolor invadió abrumadoramente cada rincón del cuerpo. Ahí vi que tenía las manos amarradas. Luego me contarían que esa era la medida que habían tomado las enfermeras en los otros dos hospitales para evitar que me quitara los equipos que me conectaron.
Cuando levanté la mirada, mi familia ya estaba cerca de la puerta con la torta en las manos. Lloraron al ver que ya estaba consciente, la incertidumbre de los días pasados les daba un sosiego por verme despierto. Mientras tanto, mis emociones dispares reinaban. Por un lado, agradecía tanto tenerlos a mi lado, los cuatro junto a la camilla eran un parte de tranquilidad en medio de todo lo que se me venía. Sabía al verlos que no estaba solo.
Pero un sentimiento inseparable de rechazo por todo lo que estaba pasando me llenaba. No me importaba saber de mí, ni las cirugías, ni la recuperación. Buscaba solo respuestas a lo que nos había sucedido, porque pasó lo más injusto que podía ocurrir: que ella ya no esté.
Aprender a empezar
En el hospital, mi familia fue la que me tuvo que confirmar esa noticia que yo esperaba no fuera cierta. Ángela había muerto y el dolor de su ausencia fue aplastante. Muchas veces, casi inmanejable, pero entendí que lo que ella hubiera esperado de mí es que no me rindiera.
En el Federico Lleras Acosta estuve internado por dos meses, milagrosamente menos tiempo del que habían planeado los médicos para la primera parte de mi recuperación. Esas ocho semanas tenía una sola idea en mi cabeza: fortalecerme mentalmente para sacar adelante la evolución física y así fue. A mi llegada, habían programado que al menos pasara 15 días en la Unidad de Cuidados Intensivos, pero solo estuve cinco.
Mi motivación se alimentaba en pensar cuál era el siguiente reto que iba a superar: ya en piso, quería que me dieran de alta, una vez afuera pensaba en pasar de la cama a la silla de ruedas, y de ahí al caminador. En ese cuarto de hospital, el dolor fue un constante huésped. Los primeros días no podía tomar ni un sorbo de agua. Laura, mi hermana, encontró una manera para saciar mi sed. Mojaba paulatinamente un pequeño trapo y untaba mis labios con las gotas.
Le encontré valor a todo: a la enfermera que llegaba con una sonrisa, al mensaje que alguien me enviaba, el poder dormir gran parte de la noche. Esas pequeñas acciones las disfrutaba al máximo. A mis ojos eran alicientes gigantes que me servían de insumo para no rendirme, para no sentirme absolutamente sin nada: sin la mujer soñada, sin salud, sin movimiento.
En esta parte lo que menos importaba era el camino ya transitado, lo que había logrado, los proyectos, el título profesional. Se hacían minúsculos ante la sola idea de mantenerme vivo y con fuerzas para salir.
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