Vivió en una cucha con atención veterinaria y comida hasta que la vejez lo llevó al departamento de una de sus cuidadoras; lo quieren recordar de una forma especial
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Todos lo conocían como el perro comunitario del barrio. Aunque hacía base con los custodios de las esquinas de las calles Rawson y Entre Ríos en la localidad de Olivos, provincia de Buenos Aires, era costumbre que paseara y nunca dejara de tener en vista a Roberto, su guardia preferido, un hombre bueno y gentil con quien Toby había hecho un lazo especial.
Toby era de tamaño mediano, lindo y listo, nunca parecía enojado ni molesto. Los vecinos solían verlo caminando por las cuadras del barrio como un peatón que disfruta de la libertad. “Yo me preocupaba y los guardias me decían: vuelve en cualquier momento. Y así era”, recuerda Ana Bisignani, una de sus cuidadoras en ese entonces.
Un comentario acertado
Durante muchos años a Toby lo protegió económicamente una vecina. Su cucha se veía limpia igual que su pelo rojizo y largo. Hasta que un día aquella vecina se fue a Europa y Toby quedó huérfano de algunos beneficios, como la comida, que todas las mañanas le proveían. Fue en ese momento que a Ana le dijeron: “ya que tenés gatos podrías darle algo de su comida a Toby que anda pidiendo.”
Ana sintió que el comentario era acertado. Entonces se comprometió a llevarle alimento y desde ese momento fue ella misma la que, junto a su veterinaria, quien nunca cobró por atenderlo, se encargó de él por el resto de su vida.
Y así pasaron los años. Durante el día era costumbre que Toby se instalara en un local de lotería, a dos cuadras de donde tenía su cucha, porque allí se lo permitían. Además aprovechaba el calor y el aire acondicionado, según la estación. Muy conforme se retiraba a su cucha térmica cuando cerraban o cuando lo retiraban del Pet Shop para darle su religioso baño. En varias oportunidades, la veterinaria y Ana lo atendían allí porque sabíamos que era la hora en que permanecía en ese local.
Durante todo ese tiempo, Toby siempre contó con el amor de todo el barrio y de los vecinos quienes, aún cuando sacaban a sus perros, se quedaban un rato con los guardias y con Toby, siempre dispuesto a otra porción y a un mimo ocasional.
Pasar el invierno y los últimos años de vida también
“Hasta que ya con diez años más, en 2011, lo traje a mi departamento porque, a pesar del antibiótico que le dieron por su fuerte resfrío, con el frío de la noche, no sería suficiente su cucha térmica. Mis gatos y él se ignoraron pero aprendieron a convivir y yo agradezco esa decisión porque a pesar de los infinitos trabajos que me dio para ampararle su vejez, me dejó todo el amor del mundo y la mejor experiencia que se le puede pedir a la convivencia con un animal. Aún siento su cara cansada y digna apoyada sobre mi mano mientras le daba las gotas medicinales dos veces al día. También lo recuerdo por la calle Entre Ríos, cuando movía con gracia su cola mientras hacíamos las recorridas diarias. En los últimos tiempos lo debí llevar colgado de un pretal porque no podía caminar bien sumado a otros temas propios de su edad. Lo tuve durante sus últimos cuatro años, casi cinco. Tendría, al final, alrededor de dieciocho muy bien vividos”.
Ana desea que en la plaza Vicente Querido, a pasos de la estación Olivos, que Toby tanto recorría a diario, le hicieran una estatua. Fue un perro singular que los vecinos aún recuerdan y sus sorprendentes anécdotas podrían poblar muchas páginas más. “Veré si logro insistir con esta idea para que la placita se engalane con su imagen inolvidable para los taxistas, la casa de lotería, la frutería y cualquiera que lo haya conocido”.
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