Sergio Roggerone es un artista mendocino que inició sus estudios en la arquitectura y siguió por el camino del arte. Y parece que la maravilla de la naturaleza se cuela en la sangre y se hereda. Es que su abuela era amante de las plantas y el jardín; su padre también amó el suyo. Así, combinando las tres pasiones nació su hogar La Alboroza –o morada de la felicidad– en el barrio de Maipú, allá por el año 2000.
Luego de traspasar la enorme puerta recortada en el blanquísimo muro, el tiempo pierde su modernidad. La decoración es barroca, recargada, casi de otro siglo. Se accede al jardín y la sensación de transportarse en tiempo y lugar permanece; lo que allí sucede es íntimo, es un pedazo de naturaleza ajena al ritmo exterior. Su jardín, lejos de competir con el imponente paisaje mendocino, respira hacia adentro. Un muro de cuatro metros rodea toda la casa. Al negar las vistas a la montaña, decidió crear un vergel privado que atraviesa los ventanales hacia el interior, o viceversa. Un lenguaje propio, pictórico, personal e inventado. Un mundo casi mágico que encierra la creatividad de la familia que lo habita.
Con una propuesta inicial de Eduardo Vera y la constante incorporación de plantas y perfumes de la mano del propio Sergio y de su mujer Marina, el jardín va mutando como una obra viva. Eso sí: siempre lleno de perfumes y aromas. Una gran variedad de jazmines –incluso una planta trasplantada del jardín de su abuela–, rosas ‘Cocktail’ y ‘Iceberg’, árboles frutales. Un clima casi mediterráneo, seco y con sol, entrega una fruta maravillosa.
Los comienzos –cuenta Vera– fueron sin requerimientos del cliente, acoplándose a la arquitectura, a una casa española con aires moriscos. Por eso los cipreses con su verticalidad y las palmeras con su gran carácter fueron protagonistas en la primera hora. El jardín es un gran espacio central verde y energizante, delimitado por la casa en uno de sus bordes, por el estudio del artista en otro y, el tercero, aún en proyecto, por un estudio más grande, independiente.
La pileta se apoya sobre uno de los muros en este gran jardín central y se rodea también de palmeras y lavandas. La amplia galería se convierte en un comedor al aire libre, rodeada de ornamentos y piezas de arte, cada una con su historia y muchas de ellas con el espíritu religioso que caracteriza la obra de Roggerone.
Uno de sus rincones favoritos es el patio azul. Un azul ultramar, el mismo que colorea Majorelle, inventado en África por su poder de ahuyentar a las moscas. Un azul intenso que, aunque frío, tiene una temperatura visual fuerte. Para que mantenga su vibración, lo retoca todos los años con los pigmentos originales traídos de España. El lugar suma agua para atraer a las aves, enredaderas y plantas como un marco verde, objetos de su autoría que exponen su alma de coleccionista, de recolector. Y también, es lugar de encuentro, un living exterior para compartir con la gente más querida.
Mientras todos duermen, Sergio atraviesa el jardín descalzo. Es hora de alimentar a los perros y de caminar por la hierba bien fresca, bien fría, antes de acostarse. También, junto con su mujer, suelen recorrerlo en busca de nuevas flores, posibles cambios y de disfrute. Sin duda es un lugar de inspiración para el artista, para luego volver a la intimidad absoluta de su taller, a la búsqueda interior antes de plasmar cualquier información en la tela.
Plantas, flores y conjuros
Actualmente su trabajo de artista incluye el jardín. No el propio, uno inventado, uno posible. Junto con la poeta, también mendocina, Claudia Bertini, están creando un herbario de flores, plantas y conjuros. De mezclas que pasan entre estas hierbas. De propiedades que redestinan las líneas de la mano, que controlan los agentes del caos, que avistan la tierra firme. Están inventando un mapa que lleva al vergel furtivo, pero un mapa incompleto. Pocos serán los que perciban los vientos, los aromas, los colores que vienen del paraíso oculto en la obra o utopía de sus autores, y quienes se animen a transitar la experiencia.
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