En Londres, un jardín de infantes en el bosque, sin aulas ni pizarrón
Hace 3 años, mi hijo Ramiro nacía en un hospital londinense. Para ese entonces ya estaba en lista de espera de ocho guarderías. Conseguir vacantes es tan difícil aquí como en Buenos Aires.
Vivimos en el norte de Londres. Una zona muy "orgánica" y elegida, en su mayoría, por parejas jóvenes, profesionales y con hijos chicos; una especie de "Vicente López Soho" donde abundan los parques y los bosques. En el verano, los espacios verdes londinenses se vuelven lugares de sociabilidad, como una extensión del living de tu casa: mucho picnic, mucho cumpleaños en el parque, que la copita de vino, que el partidito de cricket ...
Soy afortunada: tengo un bosque en cada esquina de mi casa. En uno de ellos –Queen’s Wood– descubrí que había un jardín de infantes: Into the Wood Nursery. Pero a no confundirse, porque esto no quiere decir que el jardín queda en el bosque, sino que el bosque es el jardín. Recibe chicos de 2 a 5 años y no tiene ningún tipo de infraestructura fija. Es decir, los niños se sientan en troncos, hacen picnics en vez de reunirse en una mesa a comer, cocinan en ollas de barro hechas por ellos mismos y duermen la siesta en refugios construidos con sus propias manos.
Allí, en sus horas de juego, Ramiro iba a poder descubrir animales e insectos, hacer estatuas de barro, colgarse de las lianas entre los árboles, crear mundos de fantasía (que me recuerdan toda esta herencia mitológica de elfos, gnomos, tan típica de estas tierras), aprender a serruchar ramas y construir cosas con ellas y hasta fabricar sus propios disfraces con ramas y flores. Ni hablar del pelotero "wood made" para trepar y saltar, y obviamente, la huerta propia, que no podía faltar en su versión orgánica.
Entusiasmada con la propuesta "analógica" pensé en lo bueno de poder educar a mi hijo en una gran metrópoli y, al mismo tiempo, en contacto tan profundo con la naturaleza. Y en la esquina de mi casa. Antes de acercarme al jardín y averiguar, di por sentado que la guardería estaba abierta en verano, primavera y otoño, y que en el crudo invierno cerraba sus puertas –como tantas otras cosas por acá–. "En verano nos tomamos vacaciones", me informaron. ¿Y en el invierno?, quise saber. "No pasa nada, me contestaron, los chicos se ponen botas, una buena campera, guantes, gorro y listo."
En fin, la gran madre latina que llevo adentro pudo más. Sólo pensar en mi chiquito de dos años, empapado debajo de un árbol y tiritando de frío era demasiado para mí. A las dos semanas, Ramiro empezó en un jardín común y corriente. No será una educación analógica y en medio del bosque, pero sí tienen clases de yoga. No sea cuestión de que desentone con el barrio
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La autora vive en el norte de Londres y es madre de Ramiro de tres años