La autora peruana de “Mi fiesta es mía”, además de escribir se destacó como maestra, clown, directora de teatro, guionista y comunicadora
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“Wendy Ramos ama enseñar todo lo que aprende”. Así reza la contraportada del libro Mi fiesta es mía, escrito por esta peruana (Lima, 1966) que fue maestra... Y muchas cosas más...
Actriz, comunicadora, clown, directora de teatro, guionista, parte del conocido grupo peruano Patacláun, promotora de salud, fundadora de la asociación Bolaroja para formar clown de hospital, creadora de un proyecto de clown comunitario junto al famoso médico-payaso Patch Adams, conferenciante... Wendy Ramos “metió las narices en todas partes”.
Y un día pensó que tal vez la gente podría aprender de todo lo que hizo y deshizo a lo largo de su vida, incluyendo su infancia, cuando jugaba en el tejado de su casa con las maderas, plásticos y deshechos que allí encontraba y montaba ella sola un mundo de fantasía, o cuando peleaba por ser la más rápida en la piñata o reivindicaba su vestido “verde perico” para celebrar su atípica fiesta de 15 años.
También con la parte menos festiva, la que le tocó como clown hospitalario, donde muchas veces enfrentó de cara el miedo y la muerte. Mi fiesta es mía es un compendio de pepitas de oro de sabiduría, carcajadas y, sí, lágrimas, que llevan a la reflexión.
BBC Mundo habló con ella en el contexto del HAY Festival de Arequipa, que se celebró en esa ciudad peruana entre el 9 y 12 de noviembre.
—Dedicás este libro a “las niñas de los techos”...
—Como lo fui yo misma, parada en el techo de mi casa, con montón de cosas amontonadas que en su día fueron útiles y en teoría ya no, pero que para mí tenían miles de posibilidades. Es como la vida: una se da cuenta de que todo lo que obtuvo, sirve. Todo encaja. Cuando doy una conferencia siento que uso todo lo que he aprendido durante mi vida. Y el título de Mi fiesta es mía es de una charla. Lo guardé y no sabía qué haría con ello. Pero sí sabía, cuando me senté a escribir, que quería contar cosas que sirvieran a la gente, lo que yo había aprendido en la vida… Y al final plasmé parte de mi vida porque no puedo separarla de lo que aprendí en ella.
—¿Cuándo te diste cuenta de que tu fiesta era tuya y no de tus invitados?
—Siempre contaba la historia de mis cumpleaños de cuando era niña, que no podía salir del cuarto porque iba a ensuciar el piso, o no podía comer nada de lo que estaba en la mesa porque no habían llegado los invitados. Lo contaba como algo gracioso, me reía.
Pero un día me bajó la ficha y me dije “oye, ¿y si así también es en la vida?”. Algo como que tu fiesta termina siendo la de los demás. Me di cuenta de que nos pasa mucho y que uno puede pensar igual en otras circunstancias: que los demás son los que tienen que estar bien, contentos con lo que tú hagas, no importa si tú no. Eso hace que pasemos por encima de nosotros mismos, nos centremos incluso en un invitado especial de la fiesta, hacer lo que otro necesita y quiere. Y lo malo es cuando lo haces pasando por sobre tu bienestar.
Nos pasa sobre todo a las mujeres. Yo he crecido con la imagen de madre abnegada, las dos palabras juntas. En vez de estar contento con uno mismo, miramos a los demás para que nos quieran.
—Hay otra cosa de la que hablas en tu libro, los “tupers (por tupperware) del pensamiento”, esas ideas que están metidas en la cabeza, al fondo.
—Sí. Por ejemplo, esa de que en algún momento de mi vida tenía que vestirme de determinada forma para ser una persona adulta. Y un día me di cuenta de que no tiene que ser así, que no hay edad para vestir algo o de algún modo, que al llegar a los 40 no tengo que vestir de traje, taco y moño. ¿Y por qué sostenía todo eso? No lo sé. A quién le importa cómo me vista, si llevo o tacos o no. Lo que nunca logré quitarme de la cabeza es lo que digo en el libro: “Qué va a decir el frutero”… Qué van a pensar otros.
—Pero eso no te impidió hacer muchas cosas, avanzar.
—Es que eso me pasa, sobre todo, en mi mundo personal. En mi trabajo no tengo límites. En el trabajo hago y hago, y no importa, porque a mí me gusta y creo que puede servir y no me pongo límites. En cambio, en otras cosas, en mi vida, en qué pongo en las redes, por ejemplo, sí pienso qué pensará el frutero, la mamá de este colegio, este amigo…
—En un capítulo contás que otro aprendizaje que tuviste de niña fue con las piñatas de cumpleaños.
—Me fijé en los niños en las piñatas de cumpleaños: el que era más rápido y agarra más cosas es el mejor, ¿no? Y en consecuencia los demás son “lentos, tontos”. Yo tenía mil técnicas para agarrar las cosas. Y en ese contexto como que se permite todo: racharle al otro, empujar, jalar… Todo por obtener un triunfo. Pensé eso y qué fuerte, cómo es posible que se les enseñe eso a los niños. Si eso se extrapola a la vida, qué mal. Que tú tengas algo no significa que se lo estés quitando a otro o, al revés, que te lo estén quitando a ti.
Pero, la vida es una gran piñata y no es necesario empujar para agarrar lo que cae. No es necesario andar todo el tiempo como si faltara. Tampoco es necesario ser el que rompe la piñata, el que da la primera idea siempre, el que dice quién hace, quién pone, el que da la primera palabra. Hay que saber ponerse en todas las posiciones en la vida. Por ejemplo, a pesar de haber tenido posiciones de liderazgo, también me gustaba ser la última de la fila, ayudar entre bambalinas.
—Tu libro es una declaración de intenciones desde el título: una fiesta. Sin embargo, a lo largo de él también hablás de la muerte. Fuiste clown hospitalario (payaso de hospital). No sé si esto cambió tu perspectiva de la muerte.
—Sí, sin duda. Creo que mientras más pienses en la muerte, mejor vives. Mi mamá murió cuando yo era muy chiquita y eso hizo que yo tuviera miedo a que todos se mueran. O sea, el enamorado que se demoraba en llegar seguro ya se murió, ¿no?
De grande, trabajé como clown hospitalario e hice un “Taller Vivencial de la Integración de la propia muerte”. Fue muy loco. Aprendí a acompañar bien a quien muere, a no retenerlo con frases tipo “qué haré sin ti”, que lejos de hacer sentir bien a la persona la hacen sentir fatal. En definitiva, aprendí a acompañarlos, sin jalarlos ni empujarlos. Y desde la alegría. Hay muchos casos, es cierto, pero en general, nos merecemos una gran despedida. Y debemos estar conscientes de la muerte. Esto nos hace tomar la vida de otra manera, ver lo que aprecias. Creo que si todos pensáramos que podríamos morir esta noche, aprovecharíamos la vida mejor, pondríamos la energía donde es y los afectos donde corresponde.
—Decís que vivías con el miedo de que tu padre muriera. Al final, eso sucede y lo contás en tu libro… Y no es como esperabas.
—Pensaba que iba a sufrir, que me iba a asustar, que no podría verlo ya muerto. Pero, cuando me di cuenta de que ese momento no se trataba de mí, se trataba de él, cambié la perspectiva. No se trata de mi dolor, de cómo haré yo sin él. Se trata de la otra persona. Imaginé todas las películas donde los muertitos están al lado de su cuerpo y pensé, “debes estar por aquí y estar de este modo”. Así que quise explicarle a mi papá qué pasaba, me dediqué a calmarlo, a decirle “papá, te has muerto, no te preocupes, todo está bien”.
—Con esto también tocás el miedo. Cómo crees que es mejor afrontarlo.
—Al miedo hay que agarrarlo y sentarlo al costado. Porque, cuando no lo quieres ver y lo dejas por ahí tirado, crece y crece. Mientras menos lo miras, más crece. Y llega un momento donde toma el control y no te deja hacer. En cambio, cuando lo miras, como que él se asusta. Y después de eso, negociar con él.
Yo lo siento en el costal y le preguntó que qué necesita, le digo que vamos a hacer esto juntos. Pero hay que hablar más fuerte que el miedo. Es rico meterse en cosas que dan sustito, porque así se crece.
—Tanto en “La fiesta es mía” como en tu último libro, “Perronejo”, hablas de algo que te pasa a ti misma: se puede ser, a la vez, de todo.
—Es que en la vida tendemos al blanco y al negro. O estás feliz o estás triste, pero no puedes estar en el medio. Y normalmente estamos en el medio… Uno de los personajes de este cuento, un topo, no ve. Y lo que hace es que mira hacia adentro, no hay juicio…
Y ahí puedes estar trisliz, triste y feliz al mismo tiempo, puedes estudiar una cosa y trabajar en otra, puedes ser maestra y actriz a la vez. Y también es un libro sobre aceptarnos diferentes. Queremos encajar con los demás y no nos escuchamos a nosotros mismos.
—A la luz de tu amplia experiencia, qué tres consejos darías.
—Hay que pararse de la sillita de la comodidad... Estudia lo que puedas porque eso te abre puertas a la creatividad y te ayudará a buscar tu propio brillo. Y el último: no tener miedo a volver a empezar… Porque no se parte de cero, se parte de todo lo que aprendiste en tus etapas anteriores. Como las niñas de los techos.
*Por Alicia Hernández
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