Gente que, en un momento de sus vidas, cambiaron las condiciones y decidieron ampliar el rango y no buscar solo bebés; cómo fueron sus experiencias
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Agustín y Jorgelina intentaron primero tener un hijo biológico, pero no fue fácil. Siguieron un tratamiento de fertilidad de baja complejidad y luego lo intentaron con fertilización in vitro. Gracias a esta, Jorgelina quedó embarazada. El embarazo llegó a término, pero a las pocas horas de nacido, su bebé falleció. “Fue una experiencia horrible”, le cuenta Agustín a BBC Mundo. “Tuvimos que elaborar el duelo, hacer terapias y demás para poder salir adelante”.
Un par de años después, decidieron volver a intentarlo, esta vez postulándose para adoptar, una opción que ya habían considerado si no funcionaban los tratamientos. “Nos inscribimos en el año 2012. Pusimos como tope de edad los 6 años y que estábamos dispuestos a adoptar hasta dos niños”, relata Agustín. Lo que vino después fueron años de espera.
Un día, cuando fueron a renovar su postulación para la adopción, la funcionaria les preguntó si querían cambiar alguna de sus condiciones. Y pensaron: “Ese niño para el que nosotros nos anotamos seguramente nos está esperando, y seguramente cumplió años”. Fue entonces cuando decidieron ampliar el rango de edad. A finales de 2019, se enteraron de que serían padres de Lucas, de 9 años.
Al igual que a Agustín y Jorgelina, el proceso de adoptar niños mayores llevó a otros padres a vivir una paternidad muy diferente a la que se imaginaban. A Franco y Sergio, por ejemplo, cuando pensaban en ser padres lo que les venía a la cabeza eran imágenes que tenían que ver con la crianza de bebés. También se imaginaban que el proceso para adoptar en su país, Argentina, sería engorroso y corrupto, al punto que indagaron en la adopción internacional.
“Lo que nos sucedió fue que encontramos que en la mayoría de los países donde esa opción está habilitada —averiguamos sobre Ucrania, sobre Haití— no aceptaban parejas homoparentales”, cuenta Franco. Entonces, buscaron información en Internet y se encontraron con lo que Franco describe como “un panorama bastante más auspicioso” de lo que habían imaginado respecto a la adopción en Argentina.
La inscripción “fue más sencilla que completar el formulario para la visa de Estados Unidos”, dice. Un año después, estaban en el proceso de adoptar a Ariadna y Cristal, de 9 y 11 años.
Para Daniela, el proceso para adoptar tardó más porque inició antes de que se diera un cambio en la legislación que volvió más expedito el proceso. Su espera, al igual que la de Agustín y Jorgelina, se prolongó por varios años.
En un punto, ella ya rondaba los 50 años y pensó que adoptar un niño de 0 a 6 años, que era el rango de edad que había puesto en su postulación, era una locura. “Pensar en cambiar pañales, o llevar un niñito de la mano o a upa, me parecía que no tenía nada que ver con mi realidad de ese momento. Una vez cambié la edad, cuando puse que estaba dispuesta a adoptar a un niño entre 12 y 17 años, ahí se dio todo muy rápido”. En 2019, conoció a su hija Mariana, que entonces tenía 13.
Pocos postulantes
Una gran mayoría de los adultos que se postulan en Argentina solo están dispuestos a adoptar niños pequeños. Según datos de la Dirección Nacional del Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (DNRUA), para agosto de 2024 menos del 10% de los inscritos estaba dispuesto a adoptar un niño de 9 años o más.
Es una cifra que contrasta con las edades de los niños que están creciendo bajo el cuidado del Estado. El 62% de ellos, según datos de 2020 de la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (ahora Subsecretaría de Políticas Familiares), eran mayores de 8 años.
Desde 2020 no se publican datos actualizados de cuántos niños hay en los hogares públicos, pero algunos de los padres adoptivos con los que habló BBC Mundo sospechan que el número creció por la situación económica del país. Otro factor que afecta la probabilidad de adopción es que el 99% de los postulantes está dispuesto a adoptar hasta dos niños.
Por eso, para Sebastián, Micaela, Jonathan, Emanuel y Byron, un grupo de cinco hermanos entre los 5 y los 13 años que vivían en hogar de Buenos Aires, la adopción parecía extremadamente improbable.
Byron, el mayor de los cinco, era consciente de ello, al punto que, cuando tenía 12, se reunió con la jueza de su caso para pedirle que lo separaran de sus hermanos. Así, los más pequeños tendrían más chances de ser adoptados. Pero Sofía y Alejandro, una pareja de Córdoba, decidieron adoptar a los cinco. Habían empezado unos meses atrás a hacer los papeles para adoptar hasta tres niños.
De pronto, vieron la convocatoria pública, que es la instancia a la que suelen llegar los grupos de hermanos grandes, para los que no suele haber postulantes inscritos en el sistema. “Siempre cuento que Ale dijo, bueno, entre tres y cinco no hay tanta diferencia”, cuenta Sofía entre risas. Cuando Byron se enteró de que los iban a adoptar a todos, no lo podía creer. “Por suerte la jueza no le hizo caso”, dice la que ahora es su madre adoptiva.
Los primeros encuentros
La primera vez que Franco y Sergio conocieron a sus hijas todos tenían mascarilla. Era el inicio de la pandemia, y les dijeron que no se podían acercar ni tocar. “Imaginate conocer a nuestras hijas por los ojos, y ellas a nosotros”. Pero, la distancia duró poco. Primero, ellos se quitaron la mascarilla para que los pudieran ver. Y “a los 15 minutos estábamos pegoteados jugando, la más grande pedía un abrazo. Fue imposible sostener todo tipo de protocolo”, relata Franco.
Normalmente, en las adopciones hay un periodo de varios meses en el que los padres y los hijos se ven regularmente, pero no conviven. En ese periodo, se espera que se vayan sentando las bases del vínculo de confianza para hacer más fácil la convivencia.
En el caso de Franco y Sergio, como cada tanto cerraba el hogar donde estaban las niñas por la pandemia y ellos las dejaban de poder ver, empezaron a insistirle al juez que acelerara el proceso para que pudieran ir a vivir a su nueva casa. Así pasó, explica Franco: “De repente éramos cuatro desconocidos conviviendo en casa y sin poder salir, cuatro personas aprendiendo qué era esto de estar en familia”.
Daniela y su hija Mariana vivieron algo similar. “Mucha gente dice que vive un flechazo desde el primer momento. En mi caso no fue así”, reconoce. “Yo vi una niña que no me miraba y no me hablaba y me cuestioné si algún día la iba a querer y ella a mí”.
Por información que le había dado el hogar, Daniela supo que a Mariana le gustaba el trap y que su cantante favorita era Cazzu. “Le dije ‘¿te gusta el trap?’. Y ahí recién empezó a comunicarse conmigo y empezamos a conectar de alguna forma”, cuenta.
El proceso se cruzó también con el inicio de la pandemia, y un día que Daniela fue al hogar no la dejaron pasar. “Ella pensó que yo la había abandonado, porque nos habíamos visto el día anterior y yo le había dicho que iba a ir a verla”.
Daniela pidió que le permitieran a Mariana ir a su casa durante dos o tres días. “La dejaron venir, y justo decretaron que nadie se podía mover de sus casas”, cuenta. Mariana no regresó nunca más al hogar. Esa experiencia puso muy rápido a prueba su decisión de adoptar.
“Fue muy difícil. Ella estaba en plena adolescencia y, bueno, muchos de nuestros hijos tienen traumas, pasaron por experiencias muy difíciles, se les hace muy complicado confiar”, relata Daniela. “Yo estaba, además, muy sola. En su primer cumpleaños no pudimos tener ni un solo invitado”, recuerda.
La que conformaron Daniela y Mariana es una familia es una familia monoparental. La madre, además, no tiene familiares de sangre. Sus padres murieron, y no tiene hermanos ni tíos ni primos. “Yo me enfrenté a cumplir el deseo de ser madre sabiendo que esta era mi situación y me decidí a hacerlo aun sabiendo que no iba a tener demasiada compañía”, añade.
Su apoyo fueron sus amigas, que asumieron el rol de tías de Mariana, y un perro, que la niña le pidió cuando la adoptó. Al ser una familia tan pequeña, cuenta Daniela que se les volvió indispensable respetar un mantra: “Lo que se quiere se cuida”. “Yo la cuido a ella y ella también me cuida a mí. Y ambas cuidamos al tercer integrante de nuestra familia, que es nuestra mascota”.
En paralelo, Franco y Sergio se estaban enfrentando a su nueva realidad de ser dos varones ahijando a dos niñas. “El día en que llegaron a convivir con nosotros, nuestra hija más grande tuvo su primer periodo”, relata Franco. “Yo no sabía qué hacer. ¿Qué se hace? ¿Cómo se habla? Me daba mucha vergüenza. Entonces agarré el teléfono, hablé con mi hermana y las puse en el baño con una videollamada a que mi hermana le explicara, porque no sabía ni qué tenía qué decir”, le cuenta a BBC Mundo.
Los dolores de ahijar
Cuando empezaron a convivir con sus cinco hijos adoptivos, Sofía y Alejandro tuvieron que ir encontrando la manera de que los más grandes soltaran el rol de cuidadores de sus hermanos pequeños y volvieran a tomar el rol de niños.
Al principio, las normas se las ponían entre ellos. Si alguno de los pequeños, por ejemplo, quería comerse un helado, se lo preguntaba a los más grandes. “Al estar tanto tiempo institucionalizados, los cinco se convirtieron en un bloque”, describe Sofía. “Y cuando entran dos adultos desconocidos a decir, bueno, a partir de ahora somos la autoridad, cuesta”.
Ella defiende, sin embargo, que, aunque la adopción es un proceso que es muy complejo para los padres, lo es aún más para los hijos. “Son niños que han vivido un montón de cosas que nosotros ni nos imaginamos ni vamos a vivir nunca: el abandono, vivir sin su familia biológica, sin su mamá que los cuide. Hay muchísimas historias y ninguna es linda”, resume. “Ese trauma queda en el cuerpo de los niños, queda y sale por algún lado”.
Los primeros meses con sus hijos fueron caóticos: uno gritaba, el otro lloraba, el otro destruía cosas de la casa. “Yo me encerraba a llorar. Tomaba aire y salía de nuevo a contener y abrazar y acunar, aunque no quisieran y hasta que se calmaran”.
En esos primeros momentos de la adopción, los niños pasan por muchos cambios a la vez, explica Sofía. “De golpe, llegan a una casa nueva, con una familia nueva, que esta es tu abuela, esta es tu tía, esta es tu escuela... Su cabeza, imaginate, explota”. Y empiezan a experimentar un montón de experiencias por primera vez: ir a comer afuera, irse de viaje, subirse a un bus, elegir un regalo, tener un lugar propio para guardar la ropa, que les festejen un cumpleaños... “Es difícil entenderlo porque uno nunca ha estado en ese lugar. Por suerte, la mayoría de los adultos no tuvimos que pensar ‘ah, puedo elegir un regalo’, simplemente lo elegíamos”.
Franco coincide en que esa transición de vivir en pareja a tener hijos preadolescentes es disruptiva. “Tu casa, que hasta entonces era tranquila y había silencio, de repente es un griterío porque una no se quiere bañar y no puede tramitar la frustración”, señala.
Esa realidad en casa contrastaba notoriamente con los comentarios de las personas a su alrededor sobre su adopción. La gente me decía “ay, qué dadivoso, qué caritativo, te va a inundar el amor”, cuenta. “Y yo en mi casa estallaba por el aire, porque realmente era muy difícil la convivencia”, describe.
Agustín, por su parte, narra una anécdota que vivió con su hijo en ese proceso de construir confianza al inicio de la adopción. “Una vez descubrimos que nos mintió”. Del hogar donde vivía Lucas, su hijo, lo habían llevado un día a la piscina. El niño le pegó a alguien y lo suspendieron.
“A nosotros nos dijo que en realidad lo habían mandado de vuelta al hogar como premio porque había salvado un gatito. Obviamente yo no me creí la historia. Hablamos con las chicas del hogar y nos contaron lo que realmente había sucedido”. Entonces, Agustín le preguntó a Lucas: “Vos a mí me preguntaste si en mi casa había PlayStation. Yo te dije que no. ¿Qué pasa si yo te decía que sí y vos venías a mi casa y yo no tenía PlayStation?”.
“Nuestros hijos vienen con una mochila”
Para Daniela, los primeros meses de la convivencia vinieron con noches sin dormir. Mariana no estaba acostumbrada al silencio. “Estuvo mucho tiempo sin dormir de noche y yo acompañándola”, cuenta Daniela, quien además pronto se empezó a dar cuenta de que su hija tenía muchas dificultades para hacer sus tareas de la escuela. “Le hicimos una serie de análisis y encontramos que tiene una discapacidad intelectual leve”.
Daniela no sabía de esta condición cuando adoptó a su hija. Hoy Mariana ya tiene la ayuda profesional necesaria para cumplir con sus deberes de la escuela y su entorno se ha ido adaptando a sus necesidades. Pero llegar a ese punto no fue fácil. “Al principio era yo quien me sentaba con una computadora para mi trabajo y con otra para ayudarla a cursar. Era mamá de tiempo completo”, dice.
Aún hoy, es una situación muy demandante, pero Mariana ha ido ganando más y más autonomía. “Nuestros hijos vienen con una mochila”, señala. “Pero nosotros podemos ayudar a cargarla”. Enfrentar los vacíos que tienen sus hijos en sus estudios es uno de los retos a los que se enfrentan frecuentemente los padres adoptivos de niños grandes.
Franco, por ejemplo, cuenta que, cuando Ariadna y Cristal llegaron a vivir con Sergio y él, a los 9 y 11 años, no sabían leer de corrido. “Les dábamos una tarea del colegio y no sabían cómo resolverla”, dice.
En un punto, también pensaron que una de sus hijas tenía una discapacidad intelectual, así que la llevaron a una psicopedagoga, una psicóloga y una psiquiatra. “No tenía nada de eso. Nuestras hijas lo que necesitaban era una familia”. Hoy avanzan normalmente en la escuela. “Es impresionante lo que es posible a partir del contexto familiar, qué notable que es cuando hay una familia detrás y cuando no la hay”, concluye Franco.
Lidiar con el pasado
El proceso de construir una familia luego de adoptar uno o varios niños grandes no solo requiere de una sana convivencia en la casa.También requiere encontrar un lugar para darle a las historias que vivieron los niños antes de llegar a sus familias adoptivas.
La verdad sobre su pasado no es solo un derecho que tienen los niños que han pasado por procesos de adopción, sino que, además, explica Agustín, es una necesidad crucial en un país como Argentina en el que hubo casos en el que el origen y la identidad de muchos niños adoptados fue borrado durante el gobierno militar.
“¿Quién no ha querido conocer y volver a sus orígenes?”, se cuestiona Daniela. “Yo en algún momento quise saber qué pasaba con parte de mi familia que no veía. ¿Cómo nuestros hijos no van a querer saber?”.
Ese contacto con el pasado de sus hijos es un asunto que, coinciden varios de los padres adoptivos con los que habló BBC Mundo, genera algunos temores. “La vida de nuestras hijas antes de llegar a nuestra vida es tan importante como la nuestra antes de que llegáramos a la suya”, dice sin embargo Franco.
En su caso, en el momento de la adopción les entregaron alguna información básica, pero hay mucha otra que han ido conociendo poco a poco de boca de sus hijas. “Aparecieron una hermana y un hermano de los que no sabíamos. También tienen una bisabuela”. A los tres los ven recurrentemente. “De repente nuestra familia se amplió en muchos más sentidos”, cuenta Franco.
La madre biológica de Ariadna y Cristal murió antes de que fueran adoptadas. Cuando llegaron a vivir con Franco y Sergio, ellas no sabían dónde estaba enterrada. “Hubo todo un proceso para devolverles la posibilidad de visitar la tumba de su madre y hacer el duelo”, relata su padre. “En casa tenemos portarretratos de nuestras hijas, de nosotros y de su mamá”.
Parte de la verdad sobre la vida de los hijos adoptivos antes de la adopción, en especial la que está relacionada con por qué terminaron bajo el cuidado del Estado, está alojada en los expedientes, a los cuales tienen acceso los padres adoptivos.
Para Agustín, esa es una pieza fundamental para ayudar a su hijo a darle sentido a su propia historia cuando lo quiera hacer. “A futuro, uno puede explicar cómo fue la situación por la que él pasó”.
Lucas, el hijo de Agustín y Jorgelina, es el mayor de un grupo de cinco hermanos que fueron adoptados por tres familias. “Para el resto de los hermanos mi hijo es un faro”, explica refiriéndose a que, de los cinco, es el que más recuerdos tiene sobre esa etapa. “Ellos (sus hermanos) necesitan el contacto. Nosotros tenemos un grupo de WhatsApp (con los padres adoptivos) que se llama el familión y nos vemos cada dos o tres semanas”.
Los tiempos de la adopción
Las entrevistadas por BBC Mundo lograron atravesar esa primera etapa de la adopción, que en todos los casos describen como muy intensa y compleja, y actualmente son familias consolidadas y estables. Pero, llegar hasta ahí les requirió mucha paciencia.
“Los adultos nos frustramos muchos cuando el vínculo no se da en los tiempos que esperamos”, dice Sofía. “Tenemos ansiedad de que los niños nos sientan padres y nos amen, y de sentirlo nosotros también”.
En su caso, fue a Byron, el mayor de los cinco niños, a quien mayor tiempo le tomó sentir ese vínculo con su familia adoptiva. Durante un largo tiempo, les decía a Sofía y Alejandro que quería volver al hogar. “Yo sí los quiero, yo veo que ustedes son buenos, pero no puedo”, les decía.
Con la ayuda de la jueza del caso y un equipo de profesionales, fueron descifrando que se trataba de una crisis normal para las circunstancias, relacionada con el hecho de que Byron había crecido cumpliendo el rol de cuidador. Sofía y Alejandro trataban de hacerle sentir que, sin importar si los quería y los sentía como sus padres o no, ellos iban a estar ahí para cuidarlo.
Fue un proceso que tomó más de tres años. Hoy en día, él tiene un tatuaje que dice mamá con la fecha de cumpleaños de Sofía, uno que dice papá con la fecha de cumpleaños de Alejandro y uno de la fecha en la que se conocieron.
También pasó un tiempo antes de que su hija la viera como una madre, dice Daniela. “Ella no quería una mamá, quería alguien que la sacara del hogar, porque no la estaba pasando bien, y me vio a mí como una posibilidad de salir de esa situación”, cuenta. “Después, algún día, me llamó mamá. Pero pasó un tiempo, no fue el primer día”, agrega.
Pero, no todas las familias logran llegar a ese punto, y entonces optan por la desvinculación. Sofía, que acompañó a otras familias en momentos de crisis durante el proceso de adopción y conoce de cerca vinculaciones fallidas, dice que son casos en los que se vuelve a vulnerar a los niños y se profundiza su trauma. “Desde el momento en que uno decide ir por este camino, es el responsable de que el proceso funcione. Los niños no tienen ninguna responsabilidad”, agrega. “Si elijo esto, lo elijo hasta el final”.
Sin embargo, también reconoce que hay casos en los que parte de la responsabilidad recae del lado de los hogares, que permiten las vinculaciones en momentos en que los niños no están preparados para soportar toda la presión y el estrés que implican.
Para los padres con los que habló BBC Mundo fue crucial contar con el apoyo de otras personas que están viviendo el mismo proceso, lo cual ha sido posible gracias a asociaciones como Adopten Niñes Grandes y Militamos Adopción.
Además de ser espacios para acompañarse mutuamente, estas asociaciones buscan informar, sensibilizar y derribar mitos sobre la adopción en Argentina. “La adopción hace 20 años era tabú en Argentina. Nosotros lo que hemos hecho es derribar eso, salir y hablar para que sea más transparente”, expresa Agustín.
Las asociaciones también fueron claves para mandar un mensaje: la adopción no se trata del deseo de los adultos de ser padres, sino de restituir el derecho de los niños a tener una familia. “No estamos buscando niños para esos adultos que se postulan para adoptar, sino familias para esos niños, y de acuerdo con sus necesidades”, resume Daniela, quien fue fundadora de Adopten Niñes Grandes.
“En nuestro caso particular, al principio no había amor, solo un deseo de nosotros de restituirles un derecho a los niños, de darles una familia que los contuviera”, dice Sofía. “Y no te tienen que agradecer por eso. No te tienen que nada. Vos tenés que agradecer a ese niño por todo lo que es, por todo lo que te viene a enseñar”, agrega.
En el mismo sentido, señala Franco: “Nuestras hijas siguen siendo grandes maestras, nos han enseñado muchísimo. Y por supuesto, nosotros también hemos hecho un gran aporte, pero no como individuos sino como familia”.
Al señalar cuáles han sido las lecciones que le ha dejado la adopción de su hijo, Agustín resalta la resiliencia: “La nuestra, al pasar por una tragedia como es tener un bebé que falleció, y la de él, que se sobrepone a todo lo que ha vivido y sale adelante”.
*Por Santiago Vanegas
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