Silvia Vásquez-Lavado es de Perú y su historia de superación se volvió viral; conocela en esta nota
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“—Silvia Vásquez-Lavado, la primera mujer peruana en llegar a la cumbre del Everest… Oírlo en voz alta me llena el corazón de orgullo. Tengo la oportunidad de reescribir este legado de dolor. De mostrarle a las niñas y mujeres de todo el mundo que es posible. Quiero decirles que los hombres más fuertes de mi equipo fueron los primeros en irse. Y que yo sigo aquí. Y voy a llegar hasta la cumbre, aunque me mate”.
Pero, la muerte no la alcanzó, aunque en el ascenso pase rozando entre el congelamiento, las tormentas, la fatiga, la falta de oxígeno, el blanco de la nieve y las cuerdas que sostienen, y se cruce repetidamente por la cabeza de todos los que intentan la hazaña. También por la de Silvia Vasquez-Lavado: “Un hielo interminable que cae a mi alrededor a una velocidad vertiginosa. Imagino que soy la siguiente en caer. Nadie me oiría ni me vería. Simplemente estaría aquí y un segundo después me habría ido”.
Nacida en Lima, en su libro autobiográfico El abrazo de la montaña, Vásquez-Lavado relata el pedregoso camino hacia lo más alto, que la llevó no solo a marcar un hito para su país, sino también para la comunidad LGTBI, al ser la primera mujer abiertamente lesbiana en alcanzar las siete cumbres más altas del mundo.
Fue el deseo de sanar lo que la llevó hacerse montañista. Siendo niña fue víctima de abuso sexual en manos de J, el hombre que se encargaba de las tareas domésticas y de cuidarla en casa durante las ausencias de su madre.
El trauma, el largo silencio y la vergüenza la hicieron emigrar, estudiar fuera y desarrollar una brillante carrera en Silicon Valley, pero la herida de fondo siguió abierta y durante años tuvo que lidiar con el alcoholismo, la adicción al trabajo y al sexo.
En 2017, un año después de alcanzar el Everest, tuvo un accidente en bicicleta tras el que le detectaron un tumor cerebral. Antes de que le confirmaran que era benigno, tomó la decisión de dejar su trabajo corporativo en San Francisco y dedicarse compartir su historia. Tres años antes había creado la Fundación Courageous Girls, para llevar a niñas y jóvenes, víctimas de tráfico y abuso sexual a sanarse en la montaña.
Hoy trabaja para hacer de su libro una película con Selena Gómez y planea usar inteligencia artificial para “revolucionar la educación” partiendo por un pueblito del Amazonas peruano. “¿Qué es lo único que le impide a esas jóvenes convertirse en las Gretas (Thunberg) del mundo?, la educación que no tienen”.
BBC Mundo habló con ella en el marco del Hay el Festival Querétaro, que tiene lugar entre el 5 y 8 de septiembre en esa ciudad mexicana.
—La noche antes de partir al Everest, tratás de dormir en la cómoda cama de un hotel, pero te es muy difícil, ¿qué tenías en la cabeza?
—Era un momento de gran incertidumbre, no sabía lo que iba a pasar, por ahí me salía el tiro por la culata me estaba aferrando a demasiadas cosas, no solamente a cumplir el sueño imposible de alcanzar la cumbre, sino también el llevar por primera vez a un grupo de jóvenes víctimas de violencia sexual hasta el campamento base. Tenía el corazón abierto y estaba muy vulnerable. Reflexionaba que lo que me había llevado allí era el espejo del dolor que sufría a diario. Las camas siempre me provocaban algo, porque el abuso pasó en una cama y también otras cosas de las que no sentía orgullo en periodos de mi vida que fueron muy difíciles.
—En ese primer viaje llegás al Campamento Base del Everest, a 5300 metros, ¿qué ocurre entonces?
—El segundo día entro al corazón de los Himalayas, y después de muchas décadas, me conecto al asombro; lo tenía enterrado. También me veo como un pedazo chiquitito dentro de estas majestuosas rocas que estuvieron existiendo por millones de años.
Tengo en ese momento una conexión poderosa con la naturaleza, una transformación gigante, entonces deseo llegar a la base. Por la altura uno necesita de ocho a diez días para lograrlo, yo solo tenía siete para el circuito de ida y vuelta, estaba contra el tiempo. Pero, fue tanta la inspiración que llegué en cuatro días, tan rápido que al guía local le dio mal de altura y no pudo continuar.
El Everest tiene un nombre tibetiano que es Chomolungma, que significa Madre del mundo y ver el primer amanecer ahí fue tan fascinante que digo ¡wow madre! Siento emoción, agradecimiento, es una experiencia tan conmovedora que hago la promesa: prometo algún día regresar en una expedición para alcanzar la cima.
“Pero sé como tú eres. Tú matas. Así que tengo que hacerlo convertida en montañista y con una causa social. Tú me ayudaste, me gustaría dar eso de regreso”, le digo a la montaña.
—Tardás diez años en volver, ¿qué pasa en el intertanto? ¿cómo te convertís en una montañista preparada para la cima?
—Esa promesa era un sueño imposible, como todos tenemos, como decir quiero ir al espacio y después uno se olvida. Pero, estaba la semillita. Entonces cuando me entero de las siete cumbres, desde las más fáciles a las más difíciles, pensé que si me ponía ese reto obtendría la preparación.
En 2006 tuve la oportunidad de ir al Kilimanjaro y a pesar del miedo, pude llegar a la cima. Ya tenía una de las siete. Al año mi pareja, Lori, se suicida, muere sin que pudiera decirle lo que sentía. Cuando estábamos juntas bromeábamos y ella siempre me decía: voy a ser una estrella. De una manera poética, continuar con las montañas es una manera de honrarla; cuando llego más alto, estoy más cerca del espacio, de las estrellas.
En 2007 hice cumbre en el Elbrús en Rusia, pero después la vida tomó otro rumbo: me casé, pero no fue un matrimonio estable, así que tomaba bastante; mi mamá se enfermó de cáncer, me mudé a Perú, y empecé a dejar ese anhelo.
Cuando mi mamá muere en 2013 y me divorcio, estoy con un dolor que ni el alcohol lo puede parar; voy a un retiro espiritual donde me dicen que vamos a explorar las montañas internas y me acuerdo de mi promesa.Y vuelvo a escalar.
—Sobreviviste al inmenso peligro de las montañas, pero ¿qué significa ser sobreviviente de abuso sexual?
—Como identidad sobreviviente fui una niñita que tuvo que pasar por un periodo en el que le hicieron cosas en contra de su voluntad y desgraciadamente es una experiencia que no puedo eliminar o romper.
Pero, lo que me pasó no me paró, ni puso límite a la persona que soy. Es una rayita más al tigre, una cicatriz que llevó a crear a la mujer en la que me convertí y a abrir una fortaleza para hacer algo que muy pocas personas en el mundo han logrado. Me creé un superpoder que no tenía planeado.
—Tu abusador te convenció de que lo hacía porque tus padres lo pedían y tenías que obedecer, pero siempre estabas a la espera de que ellos te lo explicaran, ¿qué te impidió preguntar?
—El miedo que le tenía a mi papá, que había creado una pared y no había la confianza; él era la autoridad y si estaba de mal humor, te caía la cachetada; me aterraba la correa, es una pena crecer con la palabra correazos.
El abusador me decía tu papá sabe, no digas nada, y duele ahora al decirlo. Duele por la inocencia y por ser niños influenciados por la Iglesia y la Biblia; había que ser angelitos, soldaditos de Dios, obedece a tu papá, limpia tu cuarto. Si soy soldadito, por ahí mi papá me va a querer más, quizá las cosas pueden mejorar: esa era la aspiración.
En el caso de mi mamá siempre esperaba la escena de que nos sentáramos en el sofá y ella me dijera, mira hijita, sé que está pasando todo esto. Ese era el sueño porque, eventualmente, era la traductora: ahora me va a decir y todo se va a aclarar. Tenía la esperanza de que alguien me guiara, pero no fue así.
Lo que me rompía el corazón que es mi mami me dejaba en cuidado del abusador para ir a ver a mis hermanos (de una unión anterior y cuyo contacto el padre de Silvia le había prohibido). La pesadilla se da porque no podía vivir su vida verdadera, tenía otro compromiso que tenía que esconder.
En los capítulos más difíciles, la escritura no terminaba ahí, porque me acordaba del sonido del auto, de la situación, cuando mi mamá regresaba, fue una gran retraumada, pero a la vez un proceso poderoso.
—Eras muy pequeña cuando J comenzó a agredirte ¿en qué momento te das cuenta que eras víctima de abuso sexual?
—Lo empiezo a descubrir con las clases de autocuidado en la escuela antes de hacer la primera comunión, y al ver un testimonio de abuso en el show de TV Club 700, porque empiezo a hacer conexiones, uy espérate un ratito, esta mujer está hablando de que la tocaron, la encerraron, ay ay ay, esto no está bien... Me entra la conciencia pero de la manera más horrible, digo ¡ay carajo!, ya estoy dañada, esto me lo he creado.
Lo que me robaron es la inocencia, la oportunidad de descubrir estas cosas a mi tiempo: me pasó algo que no debió pasar, me ha pasado porque soy mala persona, ahora mismo me están enseñando en el colegio que no me deben tocar, pero ya me pasó.
Todas estas circunstancias tóxicas se juntan y siento que no se lo puedo decir a mi mamá; al contrario, ahí mismo me como la pastilla de la vergüenza y digo soy el demonio. Empieza el autocastigo, el autoflagelo, la autodestrucción. En el caso mío, el autolatigarme constantemente era lo que me llevó al alcoholismo y a convertirme en mi propia enemiga.
—Volvamos al Everest, ¿qué significó llevar al primer grupo de jóvenes de Nepal y Estados Unidos al campamento base antes de tu ascenso?
—Como no tuve la oportunidad de tener hijos me salió todo el amor de madre. Las nepalíes nunca habían tomado un avión, las otras no habían salido del país. Era mostrarles el mundo, pero también había gran incertidumbre porque no sabía si iba a funcionar; a pesar de haber practicado, era un experimento.
Como estaba a la cabeza, quería controlarlo todo, ojalá que esto les abra la cabeza, que reciban el impacto; pero empezó a ir mal, algunas querían volver, no se estaban abriendo como esperaba. A tres días de terminar llegamos a un pueblito en Pheriche, donde nos forzaron a tomar un descanso e hicimos un círculo emocional para conversar y ahí es donde la sanación empieza, que era el sueño.
Fue una de las experiencias más hermosas, porque estas jóvenes me demostraron que no puedo controlar todo, me enseñaron también el poder de la comunidad y el de la vulnerabilidad. Esos elementos me ayudaron a continuar hasta la cumbre, ellas me dieron las armas.
—¿Cómo puede ayudar la vulnerabilidad?
—Cuando llego a la expedición, soy la única mujer con siete hombres, rodeada de egos, de burlas, pero yo voy caminando con el corazón abierto; con todo lo que había pasado, además extrañaba a las chicas. Cuando empezamos a hacer los ejercicios para subir, los hombres más fuertes y más preparados fueron los primeros en abandonar.
La montaña me mostró que el ego y el machismo no asegura qué tan lejos vas a llegar: la vulnerabilidad no me restaba ni me hacía más débil, seguía sobreviviendo un día más.
Cuando hicimos cima, a 7500 metros, nos agarró una tormenta feroz. Fue la primera vez que dije acá ya muero. Entro a la carpa llorando, rezándole a mi mamá, no había nadie y necesitaba que alguien me agarrara, lo único que tenía era el tanque de oxígeno.
Lo abrazo y pienso que me van a rescatar con helicóptero porque ya no puedo moverme más.
Llega uno de los guías y me dice: todos hemos pasado esto, no sientas que eres la única, estamos con miedo, pero tienes la fuerza, lo vamos a hacer, estamos acá para apoyarnos, y me hace sentir la conexión a la comunidad, que fue lo que las chicas me mostraron.
Y es que a veces, si estás en una expedición y alguien se enferma, el resto continúa. Todos tenemos el sueño individual, pero esas palabras me ayudaron a continuar.
—Incluso después del Everest, cuentas que el alcoholismo aún entraba y salía, ¿cómo lograste controlarlo y cumplir ya seis años de sobriedad?
—Fue un proceso de meditación autocompasiva. En nuestros países tenemos una empatía poderosa, pero para otros. Esa medicina, ese amor, dártelo a ti. Es una práctica diaria que hasta ahora me mantiene. Es una meditación calladita de siete minutos para resetear el miedo, la desesperación, la angustia ante las decisiones, al cómo actuar. Es aguántate un ratito, dale un segundito, cálmate.
Hay un método tibetiano o budista, que es el tonglen, respirar la amargura, botar luz.La autoreflexión me ha permitido entender que puedo controlar muy pocos elementos y que dentro de ellos está el autocontrol y la aceptación de lo que estamos pasando en cada momento.
Con el alcohol era: la bomba va a explotar, ¡bum!, pero déjame tomar un poquito para poder enfrentar ese resultado. Con la autocompasión es, la bomba va a explotar, pero déjame tomar un tiempo y aceptar lo que venga.
—¿Y cómo ves a tu niñita ahora, Silvia?
—Esa niñita está viviendo su sueño. Creo que nunca se hubiera imaginado esta aventura que estamos pasando, que esta caminata por la montaña nos iba a llevar a buscar cómo podemos hacer que otras niñitas en el mundo no tengan que sufrir tanto como ella ha sufrido.
*Por Diana Massis
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