León Tolstói ilustró el concepto en su libro Anna Karenina, a través del personaje del terrateniente Konstantin Levin; “es algo muy misterioso”, apuntaron los expertos
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“Cuando la imaginación y la fuerza de voluntad están en conflicto, son antagónicas, siempre es la imaginación la que gana, sin excepción”. Así explicó el psicólogo francés Émile Coué lo que el intelectual y escritor Aldous Huxley nombró la Ley del Esfuerzo Invertido.
Si esa bella frase de Coué te confundió, pensá en arena movediza, ese suelo que parece sólido pero que, si lo pisas, se separa en agua y arena, así que te hundís y salir requiere una fuerza enorme. Muchos solo la vimos en películas o cómics, cuando los malos son tragados por ella mientras tratan desesperadamente de eludir su destino.
Ahí está el error y la razón por la que esas arenas son un buen símil en este caso. La forma de evitar que la arena movediza te engulla es no esforzarte tanto: dejar de luchar e irte recostando con calma, para que el peso se distribuya y se reduzca la presión, lo que te permite arrastrarte hasta estar a salvo.
Algo parecido hay que hacer cuando no podés conciliar el sueño o te da un ataque de risa en un momento inconveniente, o no podés recordar algo: en vez de obligarte a tratar de hacer lo que no estás pudiendo, relájate y hacé o pensá en otra cosa. Eso porque, aunque parezca contradictorio, a veces fracasamos porque nos esforzamos demasiado.
Eso no quiere decir que nunca haya que hacer nada o que siempre haya que asumir una actitud pasiva frente a la vida, sino que a veces, cuanto más intentas mejorar algo a punta de fuerza de voluntad, más lo empeoras.
León Tolstói ilustró el concepto en su libro Anna Karenina, al describir lo que le ocurrió al terrateniente Konstantin Levin, a medida que encontraba armonía labrando la tierra con los campesinos. “Comenzó a producirse un cambio en su trabajo, que lo colmaba de placer. En medio de su labor, había momentos en los que olvidaba lo que hacía y trabajaba sin esfuerzo. Y en esos mismos momentos, su hilera quedaba tan bien cortada como la de Tit. Pero, en cuanto recordaba qué estaba haciendo y procuraba hacerlo mejor, sentía el peso del esfuerzo y todo resultaba peor”.
Los taoístas llamaron a algo muy similar “wu wei”, que se puede traducir como “acción sin esfuerzo”. A grandes rasgos, la idea es que cuando dejamos de forcejear y aprendemos a esperar y observar, vemos con mayor claridad que hay fuerzas externas que nos superan. Y que, a veces, hay que dejarse llevar por la corriente y solo obrar en el momento indicado y con las medidas correctas para llegar al destino deseado.
Al actuar apresuradamente, cada paso es un posible error, y la emoción y el ego pueden guiar las decisiones más que la razón.
Hacer y no hacer
Según Huxley, quien le dio nombre a la ley, “la pericia y sus resultados solo la consiguen aquellos que aprendieron el paradójico arte de hacer y no hacer”. En una conferencia que dictó en California en 1955, titulada Quiénes somos, señaló que “tenemos que combinar la relajación con la actividad”.
Aclaró que el que se tiene que relajar es “el yo personal consciente”, al que describió como “una especie de pequeña isla en medio de una enorme área de conciencia”. “Ese es el yo que se esfuerza demasiado, el que cree que lo sabe todo”, apuntó.
Sin embargo, hay un yo más profundo, con conocimientos y habilidades que hacen posible que podamos ser. Se refirió, por ejemplo, a lo que solía llamarse “el alma vegetativa”. Es algo que heredamos, algo que hace cosas como la digestión y la regulación de los latidos del corazón automáticamente.
Y también a otro tipo de yo interno “que funciona de una manera completamente diferente a la instintiva”. Es el que se encarga de lo que llamó “actos de inteligencia ad-hoc: actos que nunca realizó antes en su historia biológica y que, sin embargo, hace con una eficacia extraordinaria sin que el yo consciente tenga la menor idea de cómo lo hace”. Como ejemplo, evocó a un bebé que imita un gesto que hace un adulto y que nunca intentó copiar antes.
Por primera vez en la historia de ese bebé, hay algo que organiza “toda una masa de músculos conectados con un elaborado sistema nervioso para tirar de este músculo hacia arriba, este músculo hacia abajo, uno suelto, otro tenso, para reproducir la mueca que el niño vio en la cara de un adulto”.
“Es algo muy misterioso”, advirtió. Así, hay otros yoes que son parte de lo que somos, más allá de ese yo que llamamos “nosotros mismos”, que responde a nuestros nombres, que se ocupa de sus asuntos y tiene la terrible costumbre de imaginarse a sí mismo como absoluto en algún sentido.
Entonces, cuando insistimos en esforzarnos por hacer algo que no estamos logrando, lo que pasa es que el yo superficial eclipsa todos los otros poderes de nuestros yoes más profundos y más amplios. Si nos relajamos, los dejamos brillar.
“Siempre tenemos que aprender este arte paradójico de combinar la máxima relajación del yo superficial, con la máxima actividad de los no-yoes, que llevamos con nosotros y que nos dan nuestro ser, en realidad”, señaló. Y agregó: “Es porque en todas las habilidades psicofísicas, tenemos este curioso hecho de la ley del esfuerzo invertido: cuanto más lo intentamos, peor lo hacemos”.
Para Huxley, el objetivo de todas las actividades de la vida, desde las físicas más simples hasta las intelectuales y espirituales más elevadas, es “no impedir que salga nuestra propia luz, pero sin abdicar de nuestro yo consciente personal”.
“No podemos simplemente irnos a dormir y esperar que todo suceda, sino permitir que brote la sabiduría del yo profundo y, al mismo tiempo, dejar que el yo consciente la organice de una manera que sea útil para nosotros y los demás”, aseveró.
¿Te sirve de algo?
La ley del esfuerzo inverso es invaluable en momentos en los que no parás de moverte, pero no avanzás, al menos no en la dirección deseada. Eso puede llevarte a un círculo vicioso en el que te sentís mal por no hacer lo suficiente, te esforzás aún más y te obligas a continuar. Pero, advirtieron los psicólogos, esa presión solo sirve para añadir más estrés y obstruir el camino.
Algunas investigaciones sobre la productividad laboral, por ejemplo, mostraron que somos realmente productivos solo durante las primeras 4 o 5 horas de cada día laboral. Después, hay una disminución considerable del rendimiento, hasta el punto de que la diferencia entre trabajar 12 y 16 horas es prácticamente inexistente; lo que se produce no es más que cansancio mental y físico.
Pero no hay que confundirse: la ley no es sinónimo de resignación ni invita a la pasividad, apatía o mediocridad. Más bien, fomenta la reflexión y motiva a detenerse, valorar las circunstancias y asumir la mejor actitud posible. Ayuda a reducir el estrés en cualquiera de esos días o períodos de la vida personal o laboral en los que no parece haber más que presión.
Obsesionarse con todo lo que hay que hacer o con lo malo que pueda pasar no ayuda, pero tomar distancia psicológica y darse tiempo para respirar, sí. Es una herramienta útil cuando te sentás frente a una página en blanco que tenés que llenar con pensamientos que no sabes cómo expresar, seas escritor profesional o no.
Y, hasta en las relaciones interpersonales, tiene su lugar: a veces, cuanto más tratas de acercarte a alguien, más se aleja. Pero quizás logres más siguiendo aquel refrán que dice: “Si amas a una persona, debes dejarla ir; si vuelve, siempre fue tuya; si no, nunca lo fue”.
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