El relato del periodista colombiano Luis Felipe Molina sobre el diagnóstico que recibió a los 23 años y cómo vive desde entonces
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Nunca sabré a ciencia cierta cuándo y por qué comenzó todo. Solo sé que algo no iba bien. Hace seis años una psiquiatra me diagnosticó con Trastorno Afectivo Bipolar, poniendo fin a casi una década de análisis equivocados, que me llevaron a un carrusel de medicamentos y efectos secundarios que todavía padezco.
De alguna manera, ponerle nombre fue un tranquilizante que me ayudó a dejar de enfocarme en el problema y sus causas, y comenzar a pensar en soluciones viables. Tenía 23 años y estaba agotado de los exámenes de sangre y las largas consultas. De ir de cuestionario en cuestionario.
Algunos especialistas me habían dicho que se trataba de depresión severa. Otros creían que era un caso de ciclotimia, un trastorno que se caracteriza por altibajos emocionales notorios y que muchas veces son confundidos con la bipolaridad ‘plena’. Para mi familia, aceptar este cuadro psiquiátrico significó tener que cambiar el paradigma de salud y buscar, por primera vez, ayuda especializada para la mente.
En este artículo escrito en primera persona comparto mi experiencia, con la esperanza de crear mayor conciencia sobre la salud mental hablando clara y directamente sobre lo que se siente y padece.
El primer capítulo
Soy un periodista oriundo Manizales, una ciudad en el centro de Colombia donde -como en tantos lugares de América Latina- uno de los más grandes retos de políticas públicas es la salud mental.
Aunque fui un niño amado por sus padres, que sonreía en todas las fotos, y diría que tuve una niñez tranquila e integral junto a ellos y mi hermano, pasaba preocupado la mayor parte del tiempo. La inseguridad y la incertidumbre me parecían difíciles de enfrentar. Recuerdo haber tenido excesiva ansiedad por mi rendimiento académico. Sentía miedo de muchas cosas, especialmente de fallar.
Pese a esto, fui un estudiante empeñado, casi un ‘ñoño’ sin remedio. Intenté jugar fútbol, pero no fue viable -por suerte-, pues los deportes nunca han sido lo mío por mi obsesión de ganar siempre. Me divertía aprender, leer la Enciclopedia Encarta y jugar los Sims en computador.
Luego, a los 15 años salí de Colombia para estudiar en el exterior por una beca que obtuve. Lo hice solo y, lejos de mi familia, siento que no tuve otra opción que madurar. Fue algo que me marcó.
De regreso a Manizales pasé dos o tres meses con el ánimo muy bajo, apetito alterado y poco sueño. Fue el primer campanazo de alerta. No obstante, los signos más claros de mi trastorno comenzaron a sentirse un par de años después, en mi época universitaria. El primer día de clases vomité en un baño. Estaba petrificado y no sabía por qué.
Para evitar pensar en todo lo que nutría mi ansiedad, decidí refugiarme en el estudio e ignoraba cualquier otro signo sobre mi conducta o estado de ánimo. Paradójicamente, estudiar era mi vía de escape y, al mismo tiempo, otra fuente de ansiedad. Por dentro me sentía lleno de emociones sin expresar y me iba enfermando de a poco.
Casi nadie lo notaba, pero pasaba las noches en vela. Muchas veces, intentaba reponer el sueño perdido con largas siestas durante el día. Sentía que mi mente funcionaba al revés. Tras hablarlo con algunos amigos cercanos, decidí pedir una cita para tener mi primera sesión de psicoterapia, asumiendo que así se resolvía todo, pero la especialista no tuvo otra opción que remitirme al psiquiatra.
El TAB y las pastillas
Me habían dicho que el psicólogo “aconseja” y que el psiquiatra “medica”. La primera cita fue con un psiquiatra poco amable, lo que me hizo sentir mal -o peor-.
Tras un interrogatorio de unos cinco minutos, resolvió rápidamente que yo estaba en depresión y que debía tomar medicamentos. La consulta, como era norma, no podía pasar 20 o 25 minutos. Nunca me habló de efectos secundarios ni me explicó que el éxito de muchos tratamientos psiquiátricos recae también en una terapia psicológica.
Los coletazos por la medicación fueron notorios de inmediato. Sentía un desespero grande, dolor de estómago, mareo, incluso sudor. Tenía apetito, pero no había ganas de comer. Mi piel también mostraba reacciones que aún me causan desespero.
Los altibajos emocionales cada vez eran más fuertes. Podía pasar meses con el ánimo bajo y algunas explosiones de hiperproductividad. Fue todo un carrusel de medicinas. Las recuerdo de todos los colores y formas. Algunas eran cápsulas líquidas y otras unas enormes tabletas difíciles de tragar.
En 2017, me trató la psiquiatra que me diagnosticó con Trastorno Afectivo Bipolar (TAB), que se caracteriza por dos polos: la manía y la depresión. Según el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM V) publicado por la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), existen dos tipos principales: el 1 y 2, además de la ciclotimia.
El TAB 1 se vive en la curva ascendente, con episodios de manía. Se trata de un estado emocional extremo en el que una persona experimenta una elevación significativa del ánimo, la energía y la impulsividad y a menudo puede involucrar comportamientos de alto riesgo. Incluso, puede incluir síntomas psicóticos, como delirios o alucinaciones. También está la hipomanía, donde el estado de ánimo elevado y energético es menos intenso que en los episodios de manía.
El TAB 1 puede estar precedido o seguido por episodios hipomaníacos o depresivos mayores. Allí estaba yo, generalmente, con verborrea e intenciones de trabajar sin descanso para luego caer en desesperanza existencial.
En el TAB 2 sucede lo contrario. La curva descendente implica fases depresivas prominentes y recurrentes, que igualmente se pueden mezclar con episodios de hipomanía. Los síntomas de un episodio depresivo del TAB 2 son similares a los de la depresión mayor, y pueden incluir tristeza intensa, pérdida de interés en actividades (anhedonia), fatiga, dificultad para dormir o dormir en exceso, cambios en el apetito, sentimientos de inutilidad o culpa, y pensamientos suicidas.
Entre los factores de riesgo que llevan a desarrollar el trastorno bipolar hay antecedentes genéticos o un desequilibrio químico en el cerebro.
Otras situaciones que pueden sustentar su aparición son experimentar un trauma severo o ser víctima de abuso o abandono. Saber la causa de mi trastorno aún es causa de investigación y mi psiquiatra aún no se atreve a establecer qué lo pudo provocar.
Efectos secundarios
El alivio del diagnóstico contrastó, sin embargo, con los efectos secundarios de las pastillas de litio que me recetaron. El aumento de peso fue evidente, como lo fueron el cansancio, la fatiga, la sed, la piel irritada y, lo peor de todo en mi caso, un notorio temblor en las manos. Mi motricidad fina se vio alterada. En las comidas procuraba nunca pedir sopa, porque me daba vergüenza.
Pese a esto, encontré una rápida estabilización del estado del ánimo. “Unas van por otras”, me decían algunos amigos. También hubo una reducción en las obsesiones y compulsiones. Las cosas estaban estables, pero algo quedaba suelto. Me sentía más sensible que nunca. Cualquier cosa, por pequeña que fuera, lograba desestabilizarme hasta el llanto o la ira.
Quizás el estar reconociéndome como homosexual pudo incidir y a veces especulo que era un momento que sacaba todo lo que había reprimido antes. Tiempo después, otro médico -al que llegué por recomendación de la psiquiatra- sugirió que era un problema de la glándula tiroides y me recomendó tomar otra pastilla para el insomnio. Yo trataba de entender que dependía de medicamentos para poder “vivir” estable, pero me castigaba preguntándome: ¿pero qué es todo lo que le estoy metiendo a mi cuerpo?
Muchos amigos y conocidos me decían que eso no era necesario, que el ejercicio con su producción de endorfinas me ayudarían a estar bien. Otros aconsejaban que debía cambiar de trabajo.
Mi trastorno bipolar me hacía funcionar de manera hiperproductiva. Podía manejar múltiples asuntos al mismo tiempo, pero no era más que un episodio de hipomanía seguido por días de desaliento. Poco a poco fui aprendiendo a ver los medicamentos como un aliado para lograr una estabilidad justo en el medio: en la eutimia.
Ser privilegiado
Ahora cargo medicamentos siempre adonde voy. Debo tomar tres pastillas cada noche: un antidepresivo, un estabilizador del estado del ánimo, y otro que está pensado en pacientes con TAB 1, que no es litio. Asisto a psicoterapia de manera recurrente. Ha sido fundamental para hacer una reconciliación con mi ‘yo’ ansioso y siempre preocupado.
Llegar a esta síntesis me ha tomado tiempo y mucha energía. No ha sido fácil. Tal vez el problema, como me lo dijo mi psiquiatra una vez, es que las personas se rinden en su tratamiento. Es cierto: los efectos secundarios son muy fuertes.
También, soy consciente de que soy privilegiado de tener medicación y psicoterapia. En muchos casos, las personas solo pueden acceder a una de las dos y no de forma regular, o simplemente no tienen acceso a tratamiento. Hay quienes no llegan siquiera a ser diagnosticados correctamente.
La salud mental necesita ser conversada. Es tiempo de desmitificar las visitas a psicólogos o psiquiatras. De hecho, hay que alentarlas. Cuando se necesitan deberían verse igual que las citas referidas a urgencias o molestias fisiológicas.
Hoy vivo una vida normal y, a veces, me siento más estable que cualquiera. Si bien constantemente me pregunto si tendré que estar medicado para siempre, reconozco que las pastillas no evitan que sienta o me emocione, que ría o que llore.
A veces soy callado y, otras, espontáneo, pero creo que la mayor ganancia es reconocerme y aceptarme como soy, y las herramientas que tengo para actuar cuando hay momentos de crisis o estrés.
He aprendido a tener fe en el tratamiento y a sentir sin miedo. A conocerme mejor, a detenerme para respirar y evaluar, en lugar de tomar decisiones precipitadas. A no juzgarme por mis emociones y a no criticar a nadie por lo que sienten y cómo lo expresan.
Aunque suene cliché, gran parte de nuestros problemas recaen en desconocimiento de lo que nos pasa o la falta de conciencia sobre cómo reaccionamos. Siento que a este trastorno le debo muchas cosas “bonitas”, como dicen mis amigos más cercanos, quienes han sido fieles y pacientes escuderos.
Asimismo, profundizó las raíces que me conectan con mi familia y nos hizo más honestos al hablar de nuestras emociones. Este TAB ha sido guía y mentor. No hay que tenerle miedo a la bipolaridad -ni a ningún otro trastorno- aunque falta bastante pedagogía sobre qué es y cómo ayudar a las personas que lo tenemos. Como todo en la vida, hay que escuchar más y hablar menos. Comprender y apoyar, en lugar de pretender aplanar la curva emocional con consejos bienintencionados, pero inútiles.
A mis 30 años, tengo claro que mi trastorno bipolar no me define, pese a que ha sido un gran maestro que me permite conocerme a profundidad. En su lugar, aprendí yo a definirlo a él.
*Por Luis Felipe Molina R.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Antes de la pandemia de covid-19, había en el mundo cerca de 40 millones de personas diagnosticadas con trastorno bipolar.
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