Jair Candor dedicó toda su vida a recorrer las partes más remotas de ese sitio para dar con aquellos que viven aislados para cumplir con un único objetivo: protegerlos
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Jair Candor puede leer la selva mejor que casi cualquier persona. Se dedicó casi toda su vida a recorrer las partes más remotas de la espesa Amazonía brasileña en búsqueda de tribus que viven aisladas. Las busca para protegerlas.
Jair trabaja en una entidad del gobierno brasileño que se encarga de proteger los derechos de las comunidades indígenas. Su labor consiste en demostrar que estas comunidades no contactadas existen para proteger legalmente sus tierras. Muchas veces, se trata de una carrera entre él y otras personas, como agricultores o madereros, que tienen intereses sobre esas tierras.
Si es un lugar con barro o arena, Jair busca pistas en el suelo. Si es un lugar seco, las busca en los árboles. “A medida que se mueven, rompen una rama aquí, una rama allá. Y entonces empezamos a seguirlos. La selva siempre apunta a algún lugar”, explica Candor refiriéndose a los indígenas a los que le sigue la pista. Pero, hay una persona que supera el conocimiento de Jair sobre la selva: Tamandua.
Tamandua es el único piripkura que queda viviendo de forma nómada en la selva del Amazonas. Lleva toda la vida caminando con un machete y una antorcha. De una comunidad que alguna vez fue de cientos, solo quedan tres miembros vivos, y dos decidieron establecerse en un solo lugar.
Esta es la historia de cómo Jair se convirtió en rastreador de tribus no contactadas y su travesía de años para encontrar a los piripkura, bautizados con ese nombre que significa mariposa por la agilidad con la que recorren la selva.
Creciendo en el Amazonas
Que Jair sea un expedicionario consumado es en parte consecuencia de que él mismo creció en medio de la selva. Su familia se mudó a la región del Amazonas cuando era apenas un niño. “Había un programa del gobierno para explorar la Amazonía. Mis padres eran campesinos y las tierras que teníamos en Paraná —un estado mucho más desarrollado en el sureste del país— eran muy pequeñas”.
Los padres de Jair soñaban con tener una gran plantación de café. Era un sueño que iba alineado con los planes del gobierno militar de la época, que quería llevar su visión del desarrollo al Amazonas: infraestructura y agricultura.
Para entonces, Brasil tenía un control muy limitado sobre su vasta extensión de la selva amazónica. La selva se tragaba las carreteras mucho más rápido de lo que las autoridades podían mantenerlas, así que viajar era muy difícil.
La familia de Jair tardó nueve días en llegar desde el estado de Paraná al estado de Rondonia. En esa época, miles de familias además de la suya se mudaron al Amazonas, pero no por eso la hazaña de hacer una vida en medio de la selva era más fácil. “Todos los días había gente muriendo de malaria, fiebre amarilla...”, recuerda Jair. Siendo niño, a Jair le enseñaron que los indígenas “eran peligrosos, que mataban, eran caníbales y odiaban a la gente”.
Cuestión de supervivencia
El intento de su familia de tener una vida mejor en la Amazonía fracasó pronto. Su madre murió y su padre vendió la tierra a los tres años de haber llegado. La familia se desintegró y cada uno tuvo que buscar cómo sobrevivir por su lado. Con apenas 9 años, Jair empezó a buscar trabajo en plantaciones de café.
“Algunas veces trabajábamos por comida porque el dueño no tenía cómo pagarnos. Así que me daban un plato de comida, otro más para llevar, y así era”. Luego, conoció a un grupo de caucheros.
Para entonces, mediados de los 70, los caucheros llevaban al menos un siglo trabajando en las profundidades del Amazonas. Dice Jair que en ellos encontró una comunidad. “Como me trataban muy bien, me pude adaptar a vivir con ellos. Fue entonces cuando comencé a entender y aprender cómo sobrevivir en el Amazonas. Aprendí a cazar. Aprendí a pescar. Aprendí sobre unas pequeñas larvas que viven dentro de los cocos de cierta palmera y son muy nutritivas y sabrosas”.
Y aprendió a disfrutar esa vida. “El mundo no era demasiado pesado. Trabajaba bajo la sombra de los árboles y ganaba algo de dinero. Para mí, todo estaba bien”.
El encuentro
Siendo cauchero, Jair se topó con una comunidad indígena, de aquellas a las que había aprendido a temerles. Vivía cerca de un grupo de indígenas gavião. “Empezamos a comunicarnos con ellos. Fui a su aldea, jugué fútbol con ellos, comí con ellos”, cuenta Jair. “Empecé a darme cuenta de que nosotros éramos los que estábamos invadiendo su territorio y no ellos el nuestro”.
La llegada de familias como la de Jair de otras partes del país al Amazonas significó para los indígenas que vivían allí desde mucho antes, en el mejor de los casos, desplazamientos; en muchos otros, comunidades enteras masacradas.
Jair aprendió un poco de la lengua de los gavião, a cazar y pescar como ellos. “Aprendí que son gente que vive sin nada”, dice. “No son como el hombre blanco que quiere todo”. Así como la actitud de Jair frente a los indígenas cambió, también fue cambiando la forma como el gobierno abordaba a estas comunidades.
La Funai, la entidad del gobierno en la que trabaja Jair, se creó después de que un demoledor informe sacara a la luz los malos tratos de los que habían sido víctimas los indígenas en Brasil: desde asesinatos y tortura hasta explotación sexual y robo de tierras.
Para protegerlos, y especialmente resguardar sus tierras de los intereses de madereros y agricultores, la entidad necesitaba establecer quién vivía dónde. No era una tarea fácil porque algunas comunidades viven de forma nómada en extensiones muy grandes de tierra. Entonces, la Funai necesitaba gente que pudiera rastrear y monitorear a estos grupos. Fueron algunos amigos indígenas de Jair quienes lo recomendaron para esa labor.
Rastrear comunidades que no quieren ser encontradas implica un dilema. “Las contactamos solo si están en riesgo inminente, si hay un conflicto con una población indígena contactada o con agricultores o mineros, algo así. De lo contrario, nuestro trabajo es solo cuestión de monitoreo”, explica Jair.
“Los pueblos aislados no tienen a nadie que hable por ellos, necesitan a alguien que luche por ellos, que los proteja. De otra manera, mañana o pasado mañana, solo conoceremos la historia de otro grupo de indígenas no contactados que, como tantos otros, fue masacrado”, añade.
Un año caminando
Jair y algunos hombres más emprendieron en 1988 una expedición en el estado de Mato Grosso. Buscaban a los piripkura. Sabían que alguna vez habían sido cientos, pero solo quedaban unos pocos. En medio del viaje, el jefe de Jair se enfermó de gripe. “Si nos juntamos con un grupo de indígenas teniendo gripe y uno de ellos se contagia, es probable que muchos mueran porque no tienen inmunidad”, explica Jair.
Entonces, la expedición quedó en sus manos. “Éramos apenas cuatro. Yo, otro hombre blanco y un par de indígenas. Caminamos todo el año 1988. Vimos muchos de sus senderos, muchos campamentos, pero no encontrábamos nada”, cuenta. Hasta que un día, en medio de una intensa lluvia, los oyeron.
“Nos acercamos. Uno de ellos estaba trepando un árbol y el otro estaba en el suelo”. El que estaba en el suelo salió corriendo. El otro les suplicaba que no lo mataran. A Jair y el equipo les tomó un buen rato convencerlo de que eran amigos.“Después de dos horas, se calmó”. Los dos hombres eran Pakyi y Tamandua.
Hay algunas fotos de ese encuentro. En ellas, algo llama inmediatamente la atención: Jair se ve gigante junto a los dos hombres piripkura. “Miden máximo 1,40 metros. Son muy pequeños”, aclara Jair. También son muy ágiles, muy rápidos y muy inteligentes. Pakyi y Tamandua se volverían especiales para Jair.
Casado con la selva
Jair pasó años repitiendo esta misión con muchos otros grupos indígenas. Se ganó la reputación de ser uno de los mejores rastreadores del Amazonas. Empezó a sentirse más en casa estando en el profundo Amazonas que en su pueblo. O, al menos, el Amazonas se volvió su prioridad en la vida, algo que no fue lo mejor para sus relaciones.
“Acabé perdiéndome mi propia boda. Teníamos todo reservado. Dije ‘bueno, voy a trabajar, pero volveré a tiempo’. Pero la expedición tardó más y terminé llegando unos 15 días después de la fecha de la boda. De todas maneras fue bueno porque creo que no habría funcionado [el matrimonio]”. Aun así, Jair se casó y tuvo dos hijos. Hoy tiene una nieta.
Ve a su familia unas cinco veces al año cuando va a casa. Así es desde que sus hijos estaban pequeños. También se perdió el nacimiento de uno de ellos. Él mismo reconoce que su esposa tuvo que ser madre y padre para sus hijos. “Estoy casado más con la selva que con mi esposa”, dice.
Amenazas y enfermedades
El trabajo de Jair es peligroso. Muchas personas con trabajos similares al suyo han terminado asesinadas por agricultores o madereros. “Estoy amenazado, muy amenazado en la región donde trabajo”, expresa Jair. “Sé que el riesgo es grande, pero no tengo miedo”.
En 2019, Jair sobrevivió a un tiroteo cuando la base en la que se quedaba fue invadida. “Intercambiamos disparos y acabaron perdiendo”, dice Jair. Los invasores estaban presuntamente relacionados con una banda de madereros. Desde entonces, la seguridad nacional cuida la base las 24 horas del día. No es el único riesgo que enfrenta. “El año pasado completé 45 malarias”, cuenta. “Ya es hasta normal para mí”.
Los piripkura
De todas las comunidades no contactadas que Jair monitoreó durante más de 30 años, la relación que tiene con los piripkura es la más importante para él. Aunque solo se encontraron un puñado de veces, su relación duró décadas.
Hay un video de la última vez que se encontraron. Ocurrió tras una búsqueda larga. Jair llevaba años sin verlos y necesitaba probar que seguían vivos para proteger su tierra. Y de repente, ahí estaban, dos figuras desnudas, Pakyi y Tamandua.
Fue como un encuentro entre amigos. Pakyi y Tamandua estaban felices por ver a Jair, pero además lo necesitaban: su antorcha se había apagado. “Ya les había encendido su antorcha una vez, creo que en 1998. Y no se apagó hasta 2017. Cuidan muy muy especialmente el fuego”, explica Jair.
Los piripkura son el grupo indígena más pequeño de Brasil. Solo quedan tres vivos: Tamandua, Pakyi y una mujer llamada Rita. Pakyi recuerda que hace años una embarcación de los piripkura fue interceptada por caucheros. Fueron llevados a la orilla y los decapitaron. Es una de las razones por las que el pueblo quedó tan reducido. Evidentemente, ya no existe la posibilidad de reproducción física.
De vida o muerte
Jair trata de no interferir demasiado en las vidas de los grupos que monitorea. Pero, lo hizo una vez, cuando tanto Pakyi como Tamandua necesitaron atención médica urgente. “En una de las expediciones los encontramos y Tamandua no podía caminar”, cuenta. “Lo trajimos a la base en una hamaca y el médico descubrió que necesitaba ser operado del corazón. Tenía un coágulo en la cabeza. Tenía que ir a Sao Paulo.
“Ellos habían oído el sonido de un avión sobrevolándoles cuando estaban en la selva, pero no sabían que era para transportar a alguien. Fue un poco complicado [llevarlos a Sao Paulo], pero lo conseguimos”, agrega Jair. Pakyi y Tamandua pasaron más de un mes sometiéndose a tratamientos. “Fue traumático para ellos. Pasaron de vivir en la selva a vivir en una jungla de cemento sin árboles ni ríos para pescar ni nueces para cosechar”.
Al regresar al Amazonas, huyeron tan pronto como pudieron. Desde ese episodio, los encuentros entre los piripkura y Jair se han vuelto un poco más frecuentes. “Ciertamente tenemos una amistad. Ellos me cuentan historias de la selva. Que huyeron del jaguar, que el jaguar huyó de ellos. Intercambiamos ideas”.
Pakyi se estableció ahora cerca de la base de Jair. Ya no vive independientemente. Ahora Tamandua anda solo por el bosque. Es el último piripkura nómada. No lo vieron por más de un año, pero están bastante seguros de que sigue vivo. Jair hoy tiene 63 años y le cuesta pensar en su retiro. “Es otra pelea que tengo conmigo. A veces decido retirarme, pero sé que no será fácil para mí. Por ahora, haré lo que hice en mi boda. Me perderé mi retiro”.
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