Durante ese tiempo solo se alimentaron de carne deshidratada de tortuga y racionaron la poca agua potable que tenían a bordo; ocurrió tras un naufragio que sufrieron en 1972
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Douglas Robertson estaba aterrorizado: más allá del miedo que le producía sentir que el agua ascendía rápidamente hasta sus caderas -anticipando el inevitable hundimiento del velero que había sido el hogar de su familia por más de dos meses- su mente solo podía pensar en las ballenas asesinas que nadaban bajo sus pies. Las mismas que hace unos instantes habían embestido la embarcación, poniéndolos en la pesadilla en la que se encontraban.
“Todavía me acuerdo del terror, vimos como las ballenas asesinas subían a la superficie; una se había abierto la cabeza y la sangre se regaba en el mar”, dice Douglas recordando el incidente más de 50 años después.
Así comenzó el naufragio que, en 1972, dejó a Douglas y a su familia flotando a la deriva en el Océano Pacífico durante 38 días, solo alimentándose de carne deshidratada de tortuga y racionando la poca agua potable que pudieron salvar del desastre.
Lo que eventualmente se convertiría en una pesadilla había empezado como un sueño de su papá, Dougal Robertson, un viejo capitán que quería imitar la gesta del británico Robin Knox-Johnston, quien en 1969 se convirtió en el primero en dar la vuelta al mundo en un velero sin acompañantes.
Después de planearlo por casi 3 años, el padre de Douglas tomó la decisión de vender la granja de su familia en el centro de Inglaterra y usó los ingresos para comprar a Lucette, la goleta de 13 metros de largo que eventualmente terminaría en el fondo del océano. Douglas la recuerda con nostalgia: “Era vieja, pero estaba en perfectas condiciones”.
‘El último viaje de la Lucette’
En 1970, el capitán retirado de la marina mercante Dougal Robertson vivía en una granja de lácteos en Leek con su esposa Lyn, su hijo de 16 años Douglas, su hija Anne, de 17 y sus gemelos Neil y Sandy, de 9.
Douglas recuerda que la vida en la granja nunca fue fácil, cosa que jugó a favor de la idea de emprender un viaje alrededor del mundo con su familia. “Vivíamos en la mitad de la nada, una existencia más bien aislada y mi padre, que tenía una carrera profesional -al igual que mi madre, que era enfermera-, creía que este viaje era una manera de educar a sus hijos en la universidad de la vida”.
Como es de esperarse, planear la travesía requería de tiempo. Dougal tuvo que vender la granja y conseguir un bote que estuviera apto para hacer la travesía, todo en medio de las críticas de sus familiares. “Pero mi padre insistió, dijo que teníamos que navegar alrededor del mundo porque era algo muy distinto a la vida que estábamos viviendo”, recuerda Douglas.
El primer tramo del trayecto los llevó a Lisboa, en Portugal, y luego a Tenerife, en las Islas Canarias. Para el adolescente, quien en el momento del viaje acababa de cumplir 18, el sol de las Canarias fue el que lo hizo entender que realmente estaban viajando “alrededor del mundo”.
Un primer encuentro
Al llegar a las Bahamas, Anna, de 20 años en ese momento, conoció a un hombre y decidió quedarse con él. Su familia continuó el viaje pasando Jamaica y atravesando el Canal de Panamá.
En este punto del viaje, Douglas dice que tuvieron un encuentro que pareció predecir lo que iba a venir más adelante: “Una ballena grande, de 15 metros, trató de hacerle el amor al bote”.
“La razón por la que no me río cuando digo ‘hacerle el amor’ es porque me acuerdo del horrible olor que salía de su respiradero, olía como a coles de bruselas podridas y había infestado todo el barco con su olor. Luego, simplemente se fue”.
El aterrador incidente duró unos 15 minutos, pero los dejó con temor del daño que podía causar una criatura del tamaño de la que los había visitado. La siguiente parada serían las Galápagos, y de ahí, un trayecto de 45 días a las Islas Marquesas, en la Polinesia francesa.
El ataque
“Eran las 10 de la mañana del 15 de junio de 1972 cuando escuchamos ‘bang, bang, bang’. No sabíamos qué nos había golpeado”, recuerda Douglas.
Él y su hermano estaban en cubierta, cuando vieron un grupo de orcas salir del agua, una de ellas brotando sangre de una herida que llevaba abierta en la cabeza, después de haber golpeado la embarcación. “Levantó la embarcación completamente del agua, la sacudió totalmente”.
Douglas corrió a buscar a su padre, quien estaba bajo la cubierta, con el agua en los tobillos. Recuerda que antes de que su padre le pudiera explicar que el barco se estaba hundiendo, el agua ya había ascendido hasta su cintura. “Fue ahí cuando dijo ‘abandonen la embarcación’, pero mi pregunta fue ‘¿abandonarla a dónde?’”, dice Douglas.
Poco a poco, el terror empezó a apoderarse del joven: “Empecé a pensar que todo tenía que ser un sueño, que me despertaría y todo estaría bien. Pero no todo estaba bien”.
Douglas cuenta que salió de su estupor y corrió a inflar un par de balsas que habían comprado en las Islas Canarias, y empezó a cargarlas con lo que pudo.
En los pocos minutos que le tomó a la embarcación desaparecer bajo los pies de los Robertson, Lyn logró tomar algunas cosas esenciales: la minuta del bote, un cuchillo, 10 naranjas, 6 limones y algunas bengalas.
“Fui el último en subirme a la balsa, y vi que los gemelos estaban llorando, pero no estaban llorando de miedo: estaban llorando porque acabábamos de perder a Lucette”. Mientras las orcas se desaparecían en la distancia, la familia se quedaba a la deriva en dos pequeñas balsas, en la inmensidad del Pacífico.
La dura realidad
Si hay un aspecto que Douglas recuerda de la personalidad de su padre, es lo duro que podía ser. Al perderlo todo al mar, Lyn, una cristiana devota, reunió a sus hijos y empezó a orar. Al ver que su padre no se unía, Douglas le pidió que los acompañara, pero su respuesta lo desarmó: “Soy ateo y no creo en Dios”.
Luego de la oración, la familia intentó recuperar algunas cosas del naufragio que habían quedado flotando en la superficie, que terminaron siendo claves para la supervivencia posterior: “La cesta de coser de mi madre, la caja en la que guardábamos los cilindros de gas, todos terminaron siendo indispensables”. Habiendo superado el impacto emocional, Douglas cuenta que una pregunta empezó a cernirse sobre la familia: “Papá, ¿vamos a sobrevivir?”.
“Dougal nos miró y nos dijo que su familia no merecía que se les mintiera en un momento así, y que tenía que decirnos la verdad, pero que estaba buscando una manera para decirnos que teníamos suerte de estar vivos, pero que no duraríamos mucho”.
Douglas recuerda que su padre les explicó, de la mejor manera que pudo, dónde se encontraban, y que según sus cálculos, el agua que tenían les duraría 10 días. Además, esbozó un plan: “Me dijo que me llevara algunos contenedores de agua y remara hacia las islas Galápagos en una de las balsas, y que avisara de nuestra situación”.
Pero Douglas sabía que esa era una opción que él no iba a considerar: “Le dije ‘no lo voy a hacer papá, prefiero morir aquí con ustedes que allá afuera solo’, y cuando pensé que me iba a pegar, me miró y me dijo ‘lo siento Douglas, nunca debí pedirte algo así’”. Por primera vez en su vida, ese hombre se disculpó con su hijo, recuerda Douglas.
Sobrevivir
Para sobrevivir, la familia iba a necesitar agua: la que tenían solo les iba a alcanzar para 10 días y el sitio más cercano, las islas Galápagos, estaban a unos 20 días de distancia. La salvación vino entonces en forma de lluvia.
La comida llegaría a ellos poco después en la forma de una tortuga curiosa que se acercó a la balsa. Pero no sería tan fácil. “La tenía muy cerca, y le di con el remo en la cabeza. Los ojos se le llenaron de sangre y simplemente se fue nadando. La segunda, la atrapé pero no tuve en cuenta las aletas afiladas que tienen, y se me escapó de las manos. Solo fue hasta la tercera tortuga que pudimos capturar a la presa, y darnos cuenta que podíamos tomarnos la sangre porque no era salada. Pensamos que podía reemplazar el agua”.
Durante esos 38 días aprendieron a deshidratar la carne en el sol para que durara más y a utilizar el agua de lluvia. Douglas cuenta que cuando el agua empezó a escasear nuevamente, su madre tuvo una idea para poder usar el agua de lluvia sucia mezclada con sangre y grasa que se había acumulado en el piso de la balsa: administrarla a través de enemas.
“Así fue que pudimos consumir esa agua, a través del enema, porque tu intestino absorbe el agua, pero, como está ingresando por el otro lado del estómago, no está absorbiendo ninguna de las toxinas. Es casi como un filtro”.
Ya bromeaban que a su regreso abrirían un restaurante donde aplicarían todo lo aprendido y habían decidido intentar regresar a Centroamérica a fuerza de remar cuando se encontraron con un barco. “Estábamos en camino a Costa Rica, ya se nos había olvidado la idea de un rescate y Dougal estaba hablando del restaurante que íbamos a abrir y dice ‘allá hay un barco’, y volvió a hablar del restaurante”.
“Fue casi como si se nos hubiera olvidado la oportunidad que nos traía ese barco de que nos rescataran, tan enfocados estábamos en sobrevivir y llegar a Costa Rica”.
Dougal se levantó y fue por las bengalas. Pero luego de prender la primera, el barco siguió su trayecto. “Encendió la segunda, y vimos como el barco alteró su curso, unos 20 grados, en nuestra dirección, pero no hacia nosotros. Luego, cuando viró otros 20 grados pensé ‘los barcos en altamar no alteran trayectoria así sin propósito’ y fue cuando sonó la bocina. Nos iban a rescatar, el momento que estuvimos esperando 38 días”.
A salvo
En el barco pesquero japonés que rescató a la familia Robertson, Dougal se sobresaltó cuando vio que los marineros iban a botar la carne deshidratada de tortuga y tiburón que habían recolectado en las balsas. Seguía en modo supervivencia. “Estábamos seguros que no íbamos a dejar ir esa comida, no sabíamos si nos estaban mintiendo, podían no tener comida a bordo, eran las cosas que pasaban por nuestra cabeza”.
Llegaron a Ciudad de Panamá, donde la historia se empezó a regar y a llamar la atención de la prensa internacional. Los llevaron al restaurante del hotel, y comieron hasta la saciedad. Estaban anémicos y deshidratados pero la familia estaba en un sorprendente buen estado de salud. Lo que es más sorprendente, después de unos días, regresaron a Inglaterra, en barco.
Douglas cree que sus padres nunca superaron el trauma de haber puesto a sus hijos en tal situación de peligro y terminaron divorciándose. Lyn volvió a la granja y Dougal escribió un libro sobre la travesía y pasó el resto de su vida en un bote en el Mediterráneo. Douglas, por su lado, ingresó a la Marina y luego vendió yates. Escribió también un libro sobre la travesía llamado El último viaje de la Lucette y dice que lo que aprendió en alta mar, lo guió el resto de su vida.
“He vivido muchas vidas distintas, el problema es que siempre palidecen ante este gran evento que ocurrió. Pero mi hijo tuvo un accidente terrible, tuvo daño cerebral en un accidente de auto, y lo que pasó en la balsa fue lo que me ayudó a cuidarlo”.
“Me aseguro que se hagan las cosas, así como lo hacía Dougal. Dougal se enfocaba en el detalle y no paraba hasta solucionarlo. Fue lo que aprendí y se lo he querido enseñar a mis hijos. Pero te podrás imaginar que mis hijos ya dicen ‘ay no, los 38 días a la deriva otra vez no’”.
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