Se trata de Josefina Guerrero; en esta nota conocé en detalle la increíble vida de esta mujer que sin dudas tiene un papel de relevancia en la historia norteamericana
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Cuando Joey Laeumax murió en 1996 ninguno de los amigos que había hecho en los 20 años que llevaba viviendo en la capital de EE.UU. sabía mucho de su pasado. Según su obituario en el Washington Post, era “una secretaria jubilada que había trabajado como acomodadora en el Centro Kennedy para las Artes Escénicas durante los últimos 17 años”. Todo eso era cierto, pero también lo era que esa mujer había sido una de las espías más importantes durante uno de los conflictos más brutales de la Segunda Guerra Mundial.
Mientras padecía los dolorosos estragos de una enfermedad grave, había salvado miles de vidas y contribuido a marcar el curso de ese capítulo de la historia. Joey Laeumax era Josefina Guerrero, condecorada en 1948 con la Medal of Freedom (Medalla de la Libertad) de EE.UU., y aplaudida por el mayor general George F. Moore por demostrar “más coraje que el de un soldado en el campo de batalla”.
Felicidad interrumpida
En la década de 1930, la ocupación estadounidense en Filipinas parecía estar llegando a su fin. EE.UU. había adquirido Filipinas de España en 1898. Para los estadounidenses, como para los españoles, Manila era el centro comercial del Pacífico, un punto de apoyo para oportunidades comerciales y militares.
Muchos filipinos lucharon contra la ocupación estadounidense. La guerra duró hasta 1902, y unos 20.000 filipinos perdieron la vida. Pero, para cuando Josefina Veluya nació en 1917, la resistencia a la ocupación era en gran medida democrática. A los 16 años, Josefina se casó con Renato Guerrero, un joven médico y heredero de una familia muy adinerada.
Dos años y medio después, la pareja tuvo una hija, Cynthia. Ambos padres estaban felices, enamorados uno del otro y ambos de la pequeña y sus grandes ojos marrones. Pero, unos síntomas ominosos comenzaron a acosar a Josefina. “Sufría dolores de cabeza muy fuertes, una fatiga que la dejaba sin aliento durante días y días”, le relata a la BBC Ben Montgomery, autor de The Leper Spy (La espía leprosa).
Cuando una mancha apareció en su rostro, su esposo la llevó adonde un colega experto en infecciones. El diagnóstico fue devastador: lepra, ahora llamada enfermedad de Hansen. “Era una situación desesperada porque en ese momento el tratamiento disponible no era tan efectivo y podía ayudar muy poco”, le explica a la BBC Patricia Duarte Deps, dermatóloga especialista en Hansenología, radicada en Brasil.
“La enfermedad de Hansen es una dolencia infecciosa, con fenómenos inflamatorios que afectan la piel y los nervios periféricos de las manos, los pies y los ojos”, señala Deps, quien estudió el caso de Guerrero. “Pero, creo que el estigma y la discriminación son incluso peores que la enfermedad en sí”, declara.
El antiguo nombre de la enfermedad de Hansen, lepra, conllevaba un enorme bagaje histórico. Mencionada con frecuencia en la Biblia, se la consideraba una maldición incurable. En un país católico como Filipinas, era interpretada como un castigo divino por el pecado.
Guerrero sabía que si la gente se enteraba de su condición, la rechazaría. En Manila, las personas que padecían la enfermedad eran obligadas a dejar sus trabajos y las enviaban a colonias de leprosos fuera de la ciudad. Tenían que tocar una campana o llevar un cartel que indicara que eran contagiosos, gritando “impuro”.
Así que, como miles de otros con la enfermedad de Hansen, Guerrero lo mantuvo en secreto. Pero, como puede transmitirse por contacto cercano, tuvo que tomar una decisión desgarradora: irse a vivir sola. Era 1941. A los 24 años, había perdido todo: su vida acomodada, su esposo y, lo más doloroso, su amada hija.
Cambio de mando
El 8 de diciembre de ese mismo año, 10 horas después de su devastador ataque a Pearl Harbor en Hawái, Japón llevó la guerra a Filipinas. Manila era un objetivo clave tanto por su posición estratégica como por su condición de bastión estadounidense. Como había hecho en Pearl Harbor, la marina imperial japonesa lanzó una ofensiva sorpresiva. La mitad de los cazas y bombarderos estadounidenses fueron destruidos en el primer asalto. Pronto, Manila y sus alrededores estaban en llamas, con aeródromos, muelles y diques quemándose, y comenzó la ofensiva terrestre japonesa.
Japón había estado planeando un ataque durante años. Una red de espías les había suministrado información sobre todas las posiciones defensivas. Sabían dónde aterrizar. Las tropas estadounidenses no estaban preparadas para repeler el avance de 43.000 soldados japoneses. Para enero de 1942, la ocupación de Manila era completa.
Los japoneses acorralaron a europeos y estadounidenses en primer lugar y los pusieron en campos de prisioneros. Para todos los demás, comenzó un nuevo y duro régimen. “La vida estaba controlada por el toque de queda”, cuenta Montgomery. “Soldados japoneses que patrullaban las calles solían abofetear a cualquiera que no les mostrara respeto haciéndoles la venia en la calle”.
Cualquier desobediencia podía ser castigada con la pena de muerte. Además de aislada, Guerrero se quedó sin medicamentos, pues con la ocupación los suministros no llegaban rápidamente a la ciudad. Su salud se deterioró.
La doncella de Manila
Adolorida y sola, Guerrero buscó consuelo en su fe. Tenía tres años en 1920, cuando la Iglesia Católica canonizó a Juana de Arco, la heroína francesa de la Edad Media. De niña, a Guerrero le habían fascinado las historias de esa joven campesina que tenía visiones y dirigió un ejército contra los invasores ingleses. La Doncella de Orleans se convirtió en su inspiración: quería servir a una causa noble, así que arriesgaría su vida por su país.
No le fue fácil convencer a la resistencia que la aceptara, pero en su primera misión consiguió tanta información valiosa de los labios de soldados japoneses en una fiesta que disipó cualquier duda. Impresionados, los dirigentes de la resistencia le preguntaron si aceptaría una tarea más peligrosa.
La resistencia en Manila no podía operar un servicio de radio ni una imprenta. La única manera de comunicarse era mediante notas escritas a mano. “A menudo las escribían en cáscaras de cebolla para poder tragárselas si los interceptaban”, cuenta Montgomery. “El país estaba ocupado por brutales soldados japoneses que, si sospechaban que eras un espía, llamaban al Kempeitai, el escuadrón de élite de la policía que a menudo torturaba para obtener su información”.
Pero, tendían a acechar a hombres, especialmente a aquellos que podrían haber estado en el servicio militar. Lo que veían cuando Guerrero pasaba era una mujer joven y menuda con el pelo largo recogido en una cola de caballo llevando sus compras. “Se ataba los mensajes en el pelo o ahuecaba frutas y los ponía adentro”, detalla el escritor.
En una ocasión la detuvieron y la obligaron a desnudarse en busca de mensajes, pero los tenía entre las medias y se las arregló para que no los vieran. Sin embargo, aunque su ingenio seguía tan agudo como siempre, los efectos físicos de la enfermedad de Hansen no daban tregua.
Trampa mortal
A pesar de las altas fiebres, intensos dolores de cabeza e insoportable fatiga, Guerrero había continuado con su misión, pero el mal comenzó a mostrarse en su cuerpo. “Probablemente tenía lesiones rojas en la piel muy, muy notables, como una ulceración. A veces se borran las cejas y también podría haber desarrollado algún tipo de lesión ocular”, indica Deps.
Guerrero ya no podía hacerse pasar por una joven común que iba de compras, pues “una ulceración es algo muy impactante de ver”. Pero, halló la manera de usar sus síntomas a su favor como espía: su mal se convirtió en su disfraz. Se vestía de negro, a veces hasta se ponía un velo, e iba por las calles anunciando que era “impura”, lo que le abría el paso, sin que la requisaran, pues las autoridades japonesas no querían ni acercársele. Pero, “no solo se arriesgaba yendo y viniendo entre el ejército japonés, sino que podría haber desarrollado un daño nervioso muy severo”, subraya Deps.
Guerrero sabía que tal vez no viviría lo suficiente para ver la victoria, y los comandantes estadounidenses sabían que le estaban pidiendo que arriesgara su vida. Pero, estaba dispuesta a emprender misiones cada vez más difíciles para ayudarlos a expulsar a los japoneses. Sus tareas aumentaron en importancia y peligro.
Aprovechando la libertad de movimiento que su enfermedad le daba, Guerrero conseguía la información actualizada y muy detallada que necesitaban. En enero de 1945, recibió una misión tan peligrosa que le aconsejaron “confesarse e hacer un buen acto de contrición” antes de emprenderla pues quizás no sobreviviría.
Siguió el consejo y al salir de la iglesia, pudo escuchar en la distancia el ruido de la campaña del general Douglas MacArthur para retomar Filipinas. Los bombarderos habían atacado por primera vez hacía cuatro meses, eliminando las defensas portuarias de Manila valiéndose de mapas que Guerrero había trazado. La batalla terrestre ya estaba en marcha, pero las tropas iban camino a una trampa mortal.
“EE.UU. se había enterado de que el comandante de un campo de prisioneros de guerra tenía la intención de masacrar a unos 4.500, incluidos muchos estadounidenses. Para evitarlo, se apresuraban a llegar a Manila”, relata Montgomery. Lo que no sabían era que los japoneses habían sembrado enormes campos minados dondequiera que las tropas estadounidenses pudieran acercarse.
Pegado con cinta adhesiva entre sus omóplatos, Guerrero llevaba un mapa de esos campos minados meticulosamente dibujado por la resistencia, que podría salvar la vida de las tropas y de miles de prisioneros. “Había tantos peligros en el camino”, señaló Montgomery. “Había una guerra tribal en las afueras de Manila, piratas en el río Pampanga, sin mencionar que el riesgo de ser interceptada por los soldados japoneses”.
Desafiando los malestares que su mal le provocaba, Guerrero burló guardias y francotiradores a lo largo de kilómetros y kilómetros de campo traicionero. Cuando llegó al río Pampanga, alquiló un bote. Había combatís activos en tierra, por lo que el agua parecía más segura. No fue así. Fue perseguida por 6 barcos llenos de piratas fluviales. Rehuyéndolos, volvió a tierra.
Siguió a pie hasta que llegó al lugar indicado solo para enterarse de que sus contactos se habían marchado hacía tres horas, en dirección al lugar donde ella había alquilado el bote. Salió corriendo y finalmente pudo encontrarlos, tras haber recorrido sin descanso 56 kilómetros. Los estadounidenses quedaron asombrados por la valentía de Guerrero. Sus acciones habían salvado la vida de innumerables soldados.
Paz y paria
Con la posibilidad de atravesar los campos minados que rodeaban la ciudad, las tropas estadounidenses entraron a caballo en Manila, tras liberar el campo de prisioneros de guerra. Durante los meses de intensa y caótica guerra urbana que destruyó alrededor del 80% de la ciudad de Manila y mató a unos 100.000 civiles, Guerrero encontró una nueva forma de luchar en la guerra.
En medio de la violencia, atendía a los soldados y civiles heridos y llevaba a los niños a un lugar seguro. Los soldados la describieron como una figura casi santa, serena, a pesar del caos y las balas que volaban a su alrededor. Pero, sin medicinas para controlar su enfermedad, ella seguía sufriendo. “Uno de sus pulmones comenzó a sangrar y pensó que por fin había llegado su oportunidad para ver a Dios”, cuenta Montgomery. No fue así.
Las tropas del general MacArthur sacaron a todos los soldados japoneses de Manila a principios de marzo. Los combates continuaron en algunas islas hasta los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, que llevaron a Japón a rendirse finalmente. Poco menos de un año después, el 4 de julio de 1946, Filipinas finalmente logró la independencia de EE.UU. y se convirtió en una república. Tras el fin de la guerra, a Josefina Guerrero su enfermedad la convirtió en una paria una vez más.
Fue exiliada a un leprosario al noreste de Manila en el que las condiciones eran deplorables. No obstante, Guerrero continuó trabajando incansablemente, como maestra de los niños, atendiendo a los enfermos y haciendo campaña para mejorar la vida de todos los que sufrían la misma enfermedad que ella. Hasta que, después de recibir en mayo de 1948 la Medalla de la Libertad de EE.UU., se convirtió en la primera extranjera en ser aceptada como paciente en el Leprosario Nacional de Carville, en Louisiana.
A fines de la década de 1950, el tratamiento para la enfermedad de Hansen había avanzado: podían curarla. No era un asunto sencillo. La trataron durante nueve años antes de que su enfermedad fuera declarada inactiva y fuera, por fin, dada de alta del leprosario. Sin embargo, el estigma era aún más difícil de vencer que la enfermedad misma.
Cuando quienes la empleaban se enteraron de que había sido paciente de Carville, la despedían. Sus amigos, se alejaban. Guerrero se reunió brevemente con su hija, Cynthia, una vez en San Francisco. Antes de establecerse en Washington, estudió en Madrid desde donde, en 1970, le escribió una carta a un médico amigo:
“La mayoría de la gente piensa que he muerto porque he intentado con todas mis fuerzas borrar el pasado. ¡Simplemente quiero olvidarlo! Fue demasiado traumático y me ha causado un sufrimiento inconmensurable”. Le contó que había pasado hambre cuando la echaban de los trabajos, pero le aseguró que seguía “llena de entusiasmo por la vida”. Y le anunció: “Joey Leaumax es ahora mi nombre legal”. Fue con ese nombre y con pocos datos de su pasado que la conocieron los amigos que la enterraron tras su muerte a los 78 años.
“Trabajó con absoluta humildad contra viento y marea, sufriendo una enfermedad que estaba devastando su cuerpo, salvando un número incalculable de vidas y arriesgando la suya en el proceso”, resume Montgomery. “Para mí, eso es una heroína”.
*Gran parte de este artículo es una adaptación del episodio The Maid of Manila de la serie de la BBC History’s Secret Héroes
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