Conoció a Theo, hermano del famoso pintor, cuando tenía 22 años; se casaron el 17 de abril 1889; cuando enviudó abrió una pensión para poder ganarse la vida
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“¡Todo no es más que un sueño! Lo que hay detrás de mí, mi corta y dichosa felicidad conyugal, ¡eso también ha sido un sueño!”, escribió, acongojada, Johanna Bonger el 15 de noviembre de 1891 en su diario. Le dolía la muerte de su esposo, Theo van Gogh, el marchante de arte neerlandés y hermano menor y más cercano del artista Vincent.
“Durante un año y medio fui la mujer más feliz de la Tierra. Fue un sueño largo, hermoso, maravilloso, el más hermoso que uno puede soñar. Y después vino todo ese sufrimiento indecible”. Menos de tres meses después de la muerte de Vincent, el 29 de julio de 1890, Theo sufrió un colapso físico total por causa de sífilis. Su agonía fue tremenda y macabra. Murió en enero de 1891. “Lo perdí a él, mi querido y fiel esposo, que hizo que mi vida fuera tan rica, tan plena, que despertó todo lo bueno en mí...”.
Jo, como se llamaba a sí misma, también era neerlandesa y había conocido a Theo cuando tenía 22 años, pero se veían poco pues él vivía en París. No obstante, como escribió en su diario el 25 de julio de 1887, el hermano Van Gogh que le servía de ancla a la cordura a Vincent, la sorprendió con su impetuosidad dos años después.
“El viernes fue un día lleno de emociones. A las dos de la tarde sonó el timbre de la puerta: era Van Gogh de París. Me alegré de que hubiera venido, hablamos de arte y literatura (...) y de repente comenzó a hacerme una declaración. Sonaría improbable en una novela, pero realmente sucedió: después de estar en mi compañía durante tres días como máximo, quiere pasar toda su vida conmigo, quiere poner toda su felicidad en mis manos. ¿Cómo puede ser?”.
Lamentó “desesperadamente” haberlo herido pero su respuesta fue “no”, a pesar de que “lo que me conjuró fue el ideal con el que siempre he soñado; una vida rica llena de variedad y alimento para la mente”.
“¡Oh, si tan sólo pudiera, porqué mi corazón no siente nada por él!”. Pero, casi dos años después, pudo: el 17 de abril 1889 Jo se casó con Theo.
La tarea de Theo
Jo se fue a vivir al París de la belle époque, con su esposo, quien representaba artistas de vanguardia que la mayoría de los otros marchantes de arte rechazaban, como Gauguin, Pissarro y Toulouse-Lautrec. Y de alguna manera también compartía parte de su vida con su genial y torturado cuñado, a quien Theo apoyaba económica y emocionalmente para que pudiera dedicarse exclusivamente a la pintura.
Vincent no sólo ocupaba espacio permanentemente en la mente y corazón de Theo, sino también en su hogar, que estaba siempre repleto de sus cuadros que no dejaban de llegar. Sin embargo, solo lo conoció en persona en la primavera de 1890.
Dado que lo que sabía de él, además de historias más amables de su esposo, era que, por ejemplo, justo antes de la Navidad de 1888, mientras ella y Theo anunciaban su compromiso, Vincent estaba en Arles cortándose una oreja. Lo que esperaba era recibir a un hombre débil con problemas mentales. Quien llegó, para su sorpresa, fue un ser con el mismo espíritu que los lienzos que la rodeaban.
“Ante mí estaba un hombre robusto, de hombros anchos, de color saludable, una mirada alegre en sus ojos y algo muy decidido en su apariencia”, escribió en su diario.
Theo lo invitó para que conociera al hijo que habían tenido, al que le habían puesto el nombre del tío -Vincent-, y, observó Jo, “ambos tenían lágrimas en los ojos”. Pocos meses después, ambos estarían muertos.
A pesar del dolor, Jo asumió la que había sido la misión de su marido. “Además del niño, (Theo) me dejó otra tarea: el trabajo de Vincent, hacer que se vea y se aprecie tanto como sea posible. No me quedé sin propósito”.
A eso se dedicó por años: a salvar la brecha entre el desprecio y el amor por la obra del que, sin su esfuerzo, no habría sido reconocido como uno de los más grandes artistas de la historia.
Manos a la obra
Jo se mudó a Bussum, en ese entonces una pequeña ciudad neerlandesa con una vibrante vida cultural. Para ganarse la vida, abrió una pensión. “Ahora tengo que asegurarme de que todas las preocupaciones domésticas no me reduzcan a una máquina doméstica, pues tengo que mantener mi mente alerta”.
Consciente de que iba a incursionar en un mundo dominado por hombres sin ser reconocida como una conocedora de arte, se dedicó a leer, tanto textos para aprender más sobre arte como otros para fortalecerse como mujer.
Entre varias anotaciones, escribió sobre “esa mujer grande, valiente e inteligente” que era su heroína, la autora Mary Ann Evans conocida por su seudónimo de George Eliot: “Recordarla es siempre un incentivo para ser mejor”. Además, se sumergió en la otra parte de la herencia que había recibido: leyó todas las cartas de Van Gogh, descubrió su alma y se dio cuenta de que eran la clave. Para que pudieran apreciarlo como artista, tenían que conocerlo como ser humano. Y comprendió algo más al internarse en la vida del artista.
Van Gogh había llevado una vida desapegada de lo material y enamorada de lo natural, así que habría querido que su arte deleitara a la gente común. “Ningún resultado de mi trabajo sería más agradable para mí”, le escribió Vincent a Theo, citando a otro artista, “que el hecho de que los trabajadores comunes y corrientes colgaran los grabados en su habitación o lugar de trabajo”.
Tenía que lograr que los expertos permitieran que el público pudiera ver la obra de Van Gogh. Se había armado con herramientas y, aunque no fuera aparente, trazado una estrategia.
Camino al fenómeno
Su “centro de la cultura”, como lo describió, era la casa de su amiga Anna, cuyo esposo Jan Veth era uno de los retratistas y crítico de arte más respetados de la época y estaba al frente de una revista cultural La nueva guía.
Veth, sin embargo, se convertiría en un dolor de cabeza en sus esfuerzos por abrirle los ojos al mundo a la obra de Van Gogh. “Cuando llegué aquí con las pinturas, esperaba que a él también le gustaran y me ayudara, pero me dijo francamente que no les veía nada, por lo que ya casi no hablábamos de ellas”.
El crítico, más tarde, reveló que al principio le “repugnaba la cruda violencia de algunos Van Gogh”, cuyas obras le parecían “casi vulgares”. No se daría por vencida, y él, se comería sus palabras. La reacción de otros invitados por Jo a su casa a conocer la obra de su cuñado, fue mucho más favorable.
“Bussum. 24 de febrero de 1892. Una visita esta tarde: dos pintores, Verkade y Serusier, este último parisino. Piensan que el trabajo de Vincent es maravilloso. Escuchar esa exclamación de admiración fue algo muy inusual: aquí en Holanda la gente no es tan generosa en lo que respecta a la obra de Vincent”.
Y, cuando la gente no venía a ella, ella iba con el bebé en un brazo y una pintura bajo el otro, a visitarla. “Esta mañana fui a (la firma de marchantes) Wisselingh en Amsterdam (...) Tenía conmigo una pequeña cosa de Vincent, pero muy, muy buena, que mostré y ahora quieren un par de sus obras por encargo. ¡Qué triunfo!”.
Al tiempo, fue logrando que se incluyeran pinturas de su cuñado en exhibiciones, sobre las que los críticos comentaban. “20 de marzo de 1892. Algunas de las pinturas de Vincent han sido expuestas en el Oldenzeel de Rotterdam: dos artículos firmados por De Meester se publicaron en el Rotterdamsche Courant, y otro entusiasta en otro periódico. El hecho de que se esté volviendo cada vez más conocido me da una satisfacción indescriptible”.
Con la aparición de más y más entusiastas, la actitud de Veth empezó a cambiar. “Ahora sus ojos también comienzan a abrirse y se toma la molestia de mirar. Pero en lugar de admitir abiertamente que ha aprendido a verlos, me echa la culpa a mí: dice que le he impedido ver, al poner siempre mi opinión en primer lugar”.
Veth no fue el único que menospreció a Jo, ni que no logró amedrentarla, ni al que, al final, ella convenció. Tras darle las cartas de Van Gogh a Veth, quien ofreció publicarlas, el crítico escribió una de las primeras apreciaciones, diciendo que Vincent era un artista que “busca la raíz cruda de las cosas”. La estrategia de desnudar la intensidad de la persona que estaba tras la expresividad de las pinturas, fue convirtiendo a Van Gogh en un fenómeno.
La más grande
Entre tanto, Jo fue vendiendo pinturas, poco a poco para ir introduciendo a Van Gogh gradualmente, y particularmente a colecciones abiertas al público en diferentes partes del mundo, para que el mayor número posible de personas las vieran. Además, las prestó a más de 100 exposiciones en Europa, para avivar el interés.
En 1905 sintió que era el momento de organizar algo inimaginable hacía una década: una exposición en el Museo Stedelijk, el principal escaparate de arte moderno de Ámsterdam.
Se encargó de todo ella misma -aunque su hijo Vincent hizo las invitaciones- y montó la que sigue siendo la exhibición más grande de obras de Van Gogh de la historia, con 484 piezas expuestas. Gracias a su trabajo, para entonces los miles de amantes del arte que la visitaron sentían que lo conocían artística y personalmente.
Pero, aunque con esa exposición la reputación de Van Gogh se cimentó y el valor de su obra -en dinero- se triplicó, todavía había pinturas que para muchos eran demasiado atrevidas, como La noche estrellada.
Ese cielo nocturno en cuya “profundidad azul las estrellas brillaban, verdosas, amarillas, blancas, rosas, más brillantes, más esmeraldas, lapislázuli, rubíes, zafiros” que había fascinado a Van Gogh, como le escribió a Theo, escandalizó a varios críticos. No obstante, el interés por su arte no hizo más que crecer, y esas voces fueron sepultadas bajo las de sus admiradores eventualmente y para siempre. Todo gracias a Jo.
La importancia de su labor no fue conocida en toda su extensión hasta que Hans Luijten, investigador principal en el Museo Van Gogh de Ámsterdam, publicó su libro titulado, en neerlandés, Alles voor Vincent (Todo por Vincent, 2022).
Luijten dedicó una década a investigarlo, tras conseguir el permiso de la familia para ver el diario de Jo, que habían mantenido bajo llave desde su muerte, en 1925.
Jo lo había empezado a escribir cuando tenía 17 años, cinco años antes de conocer a Theo. La primera línea decía: “Me parecería terrible tener que decir al final de mi vida: ‘en realidad, he vivido para nada, no he logrado nada grande o noble’”.
Haber asegurado que la obra de Vincent van Gogh no se quedara para siempre en la oscuridad fue, ciertamente, grande y noble... y algo que millones le agradecemos infinitamente.
*Por Dalia Ventura
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