El escritor británico obtuvo su primer trabajo en una biblioteca de Oxford; la primera película de la saga, basada en sus novelas, se estrenó en 2001 y consagró todo un éxito entre los espectadores
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John Ronald Reuel Tolkien tenía un “vicio secreto”. El autor de las populares novelas de fantasía épica El Hobbit y El Señor de los Anillos lo reveló en una charla a una asociación literaria en 1931. Y no era una adicción reciente: cayó en ella desde su infancia y nunca escapó de sus garras.
Ese placer privado era malgastar el tiempo construyendo lenguajes imaginarios por pura diversión, incluido un vocabulario sin sentido llamado “Nevbosh”, que comenzó a inventar cuando era niño, predecesor de las lenguas élficas de El Señor de los Anillos.
Aunque no se ufanó de dejarse seducir por su afición, al final de su vida llegó incluso a atribuirle la existencia del mundo que creó al deseo de darle a sus lenguas un hogar y pueblos que las hablaran. Quizás, se habría librado del vicio al dejar atrás la niñez, de no ser porque su primer empleo profesional fue en las catacumbas de una biblioteca de Oxford, al trabajar con los quisquillosos editores de lo que sería el Oxford English Dictionary (OED). Entre 1919 y 1920, lo hicieron responsable de al menos 60 palabras que comenzaban con “W”.
Y, si se tiene en cuenta que el OED no fue un diccionario típico, sino más bien una historia del inglés, que rastrea desde sus orígenes la evolución de cada palabra, por lo que es considerada como una obra de filología (literalmente “amor por el aprendizaje y la literatura”); eso no hizo más que alimentar la adicción de Tolkien.
La contemplación de la relación entre el sonido y noción era, al fin y al cabo, una fuente principal de su oculto placer. Esa pasión por las palabras la vertió en El Hobbit, El Señor de los Anillos y demás escritos extensos relacionados con la Tierra Media, al desenterrar términos oscuros y forjar significados distintos para algunas palabras familiares y acuñando otras nuevas.
Empecemos con la más conocida en todos los idiomas, incluso por quienes no leyeron sus libros ni visto las películas...
El Hobbit
Dado el formidable éxito de de sus novelas, ya que tanto El Hobbit (1937) como El Señor de los Anillos (1954-55) fueron de los libros más vendidos de la historia, parece superfluo dar una definición. No por eso dejó de ser interesante la del OED, pues provino del mismo Tolkien.
Para la publicación en 1969, de un suplemento del diccionario, su antiguo alumno Robert Burchfield le pidió su opinión sobre la entrada de Hobbit que prepararon. Tolkien ofreció su propia definición y Burchfield respetó los deseos de su maestro.
El significado de la palabra “hobbit” que publicó el OED fue casi exacto a la definición que el autor del mundo en el que los hobbits habitaban le envió: “En los cuentos de J. R. R. Tolkien (1892-1973): uno de un pueblo imaginario, una pequeña variedad de la raza humana, que se dio este nombre (que significa ‘habitante del agujero’), pero que otros los llamaban medianos, ya que eran mitad la altura de los hombres normales”.
Notarán que no lo señala como un término acuñado por Tolkien. Durante décadas, él se negó a reclamar el mérito de la invención de la palabra “hobbit”. Muchos pensaron que fue característicamente modesto, pero en 1977 salió a la luz una obscura publicación de 1895 llamada Denham Tracts.
Esta publicación contenía una serie de panfletos coleccionados por un folclorista aficionado, entre 1846 y 1859, en el que aparecen más de centenar y medio de “espíritus malvados, hadas y otras criaturas” que invadían la tierra. En esa variada, curiosa y poco conocida lista, de la que nunca hubo más que unas pocas decenas de copias, estaban los hobbits.
No sabemos si Tolkien alguna vez vio esa lista ni si, de ser así, se acordaría de verla. Lo que sí sabemos es que, fuera lo que fueran los hobbits en el pasado, nunca llegaron a ser lo que fueron desde 1937.
Sigamos con una palabra muchísimo menos conocida...
Eucatástrofe
A principios de la década de 1940, Tolkien escribió un ensayo sobre los cuentos de hadas, en el que argumentó que no estaban destinados solo a los niños. Así, sumergirse en mundos fantásticos con magos, árboles parlantes y dragones era una “actividad humana natural”.
Los cuentos tuvieron un propósito que nutre el corazón y la mente; pueden ayudarnos a recordar y recuperar lo perdido o se diera por sentado; ofrecen un escape de un mundo a otro y, en última instancia, brindan consuelo y la seguridad de que puede haber finales felices.
Y, para explicar qué hace que un final feliz sea tan poderoso, acuñó un término intrigante. Los cuentos de hadas, señaló, a menudo eran una “eucatástrofe”, es decir, una “buena” catástrofe, y detalló que este concepto suele ocurrir en el momento más oscuro. Cuando todo parece perdido, ocurre un repentino “giro feliz”, que provoca una profunda reacción emocional en los lectores: “Un suspiro, un latido y una elevación del corazón”.
“El cuento eucatastrófico es la verdadera forma de cuento de hadas y su función más elevada”, escribió Tolkien. Desde entonces, varios eruditos literarios utilizaron el marco de Tolkien para describir tales giros dentro de las narrativas.
Más recientemente, la palabra también llammó la atención en otros campos académicos, específicamente entre aquellos que piensan en el futuro de la humanidad.
En 2015, por ejemplo, los filósofos Owen Cotton-Barratt y Toby Ord, de la Universidad de Oxford, escribieron un artículo sobre “la mejor manera de definir las catástrofes existenciales”, aquellas que tenían el potencial de amenazar a nuestra especie a largo plazo (supervolcanes, invierno nuclear, pandemias, un régimen totalitario global).
Lo que no encontraron fue una palabra para describir lo opuesto: momentos en los que las perspectivas de la humanidad mejoran repentinamente. Así que recurrieron a Tolkien, ya que en la historia de la Tierra, efectivamente, hubo eucatástrofes.
Sin ir más lejos, un ejemplo fue el origen de la vida: contra todo pronóstico, después de miles de millones de años de esterilidad, fuego y furia; finalmente surgieron criaturas vivientes. Pero ¿por qué molestarse en etiquetar tales acontecimientos?
Es importante hablar de posibles eucatástrofes, subrayaron los filósofos, pues podríamos preparar el terreno para que sucedan. No hay duda de que necesitamos urgentemente reducir el riesgo existencial, según apuntaron Cotton-Barratt, Ord y otros filósofos; pero también debemos buscar formas de aumentar lo que llaman la “esperanza existencial”.
“Construir una sociedad en la que estemos bien preparados para afrontar cualquier obstáculo que se presente no solo es prudente, sino necesario si queremos que nuestros bisnietos vivan en un mundo mucho mejor que el que podemos imaginar”, destacó a BBC Cotton-Barratt en 2019.
Así que habrá que escribir nuestro propio cuento de hadas, pero de los que le gustaban a Tolkien: una buena eucatástrofe. Y, antes de irnos, tres palabras más de las que Tolkien introdujo...
Mathom, orco y mitril
Las legiones de fans no necesitarán definiciones, pero las palabras son tan deliciosas que es irresistible darlas. Y, en el espíritu de la eucatástrofe, hablemos primero de lo aterrador, para terminar con lo encantador.
A los atroces villanos orcos, Tolkien los llamó así, según escribió en una carta de 1954, por la idoneidad fonética de la palabra, que, en uno de sus significados es “un monstruo devorador; un ogro”. El término solo se utilizó ocasionalmente desde el siglo XVI, así que lo reinventó para una raza de secuaces malvados al servicio de fuerzas oscuras.
“Dicen los sabios de Eressëa que todos los Quendi que cayeron en manos del Melkor, antes de la caída de Utumno, fueron puestos en prisión y, por las lentas artes de la crueldad, corrompidos y esclavizados; así creó Melkor la raza de los orcos, por envidia y en burla de los elfos, de los que fueron después, los más fieros enemigos”, contó de sus orígenes en El silmarillion.
Como otras creaciones de Tolkien, los orcos se salieron de las páginas de sus novelas y habitaron en otros universos ficticios en videojuegos, libros y juegos de rol.
Otro de sus invento,s que se convirtió en un elemento recurrente en otras obras literarias y series fantásticas, fue el mithril, un raro metal precioso de color plateado, de gran dureza y belleza. La palabra, ausente en la primera y en la segunda edición de El Hobbit, fue acuñada por Tolkien alrededor de 1940, cuando componía El Señor de los Anillos.
“¡Mithril! Toda la gente lo deseaba. Podía ser batido como el cobre y pulido como el cristal; y los enanos podían hacer de él un metal ligero pero más duro que el acero templado. Su belleza era como la de la plata común, pero la belleza del Mithril no se empañaba ni se oscurecía”, explicó el mago Gandalf, en La Comunidad del Anillo. El vocablo “mithril” consta de dos palabras sindarin, la lengua élfica más hablada en la Tierra Media hasta la Tercera Edad: mith, que significa gris, gris claro, y ril, brillantez.
La última palabra en nuestra lista tuvo raíces más antiguas, aunque de una lengua mejor conocida. “Mathom” derivó de maðm, algo precioso, un tesoro, un regalo valioso; un término del inglés antiguo que no se usaba desde el siglo IV.
Para definir el significado moderno, qué mejor que citar al mismo Tolkien: “Todo lo que para los hobbits no tenía un uso inmediato, pero que no estaban dispuestos a tirar, lo llamaban mathom. Sus viviendas solían llenarse de mathom y muchos de los regalos que pasaban de mano en mano eran de ese tipo”.
Lo lindo de esta palabra fue que le dio nombre a algo que no parece tener una alternativa sencilla, pero que muchos tenemos: esas cosas entrañables de las que nos duele desprendernos a pesar de que no hacen mucho más que ocupar espacio.
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