Lo que comenzó como un viaje para cumplir el sueño de una de ellas se convirtió en una verdadera pesadilla; cómo lograron sobrevivir varios días en un desierto y volver a casa
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“Era simplemente maravilloso. Estaba muy emocionada. El paisaje era tan hermoso”. Así recuerda la sueca Helene Åberg el principio de su excursión por el vasto desierto de Kalahari, la realización de un sueño de infancia. “Cuando tenía 10 años, nos mostraron en la escuela una espectacular película sobre el desierto de Kalahari, y dije ‘un día voy a ir’. Y se rieron de mí”. A pesar de las burlas, siguió soñando.
Helene era el tipo de niña que llegaba a casa con las rodillas raspadas, manchas de hierba en la ropa y una sonrisa en la cara, lista para volver a empezar. Su amiga Jenny Söderqvist era diferente, más bien lógica y reflexiva. La aventurera y la estratega se hicieron muy amigas en el trabajo como editoras de video para el programa de noticias matutino de la televisión sueca.
En 2004, Helene tuvo un accidente. “Me atropelló un conductor ebrio mientras yo iba en mi bicicleta. Cuando me desperté en el hospital, dos policías me dijeron ‘si no hubieses tenido el casco puesto, ahora estaríamos en la morgue’”. Eso le dio a Helene una perspectiva renovada, así que cuando, en 2006, vio un anuncio para trabajar en una estación de televisión incipiente en Gaborone, Botsuana, aprovechó la oportunidad.
Como Botswana es uno de los tres países del sur de África que abarca la sabana de Kalahari de 900.000 kms², vio la oportunidad de cumplir su sueño y convenció a Jenny de que la acompañara.
“Sonaba muy emocionante. Un encantador paseo de tres días”, recuerda Jenny. Hicieron todos los preparativos: botiquín de primeros auxilios, agua para más días de los que iban, mapas...Y salieron en un viaje que sabían sería inolvidable, aunque nunca imaginaron las razones por las que terminaría siéndolo.
Regla #1
El principio fue “encantador”. “Salimos muy temprano en la mañana y en el horizonte se veían las montañas. “El camino hacia la Reserva de caza del Kalahari Central es muy, muy hermoso, vasto y vacío, pues no hay muchos pueblos, y hay algo muy bello en eso”, describió Jenny. Viajaban en una camioneta, de la cual, “cuando entrás en la reserva de caza, no debés salir, pues hay animales que pueden comerte”.
Helene enfatizó la lección que se habían aprendido de memoria: “La regla número 1 es no salir del auto. Nunca salgas del auto. ¿Te quedaste atascado? No salgas del auto. ¿Se te averió la camioneta o te perdiste? No salgas del auto. ¿Necesitás ir al baño? Justo afuera de la puerta y luego adentro de nuevo”.
Cumpliendo con las reglas, pasaron una primera noche “espectacular”, contó Jenny. “Aunque no dormimos bien, pues era incómodo, el cielo estaba repleto de estrellas y podías escuchar los grillos y a las hienas a lo lejos y al desierto despertando”.
Al otro día, en la reserva, vieron leones, “fue maravilloso”. “Y vimos a un antílope amenazado por un guepardo justo frente a nosotras”, recuerda Helene entusiasmada. “El antílope se estaba congelando, como si ni siquiera respirara. Y el guepardo caminaba alrededor, esperando ese pequeño movimiento para poder atacar. “¡No podíamos ni hablar por la tensión! Finalmente, el guepardo se dio por vencido”. Sin embargo, no todo el día fue tan idílico.
“Por la tarde, Helene estaba conduciendo y olí a quemado. En el horizonte no se veía humo. Revisé la camioneta pero no vi nada quemándose, hasta que en el espejo retrovisor vi algo naranja. Cuando abrí la puerta, sentí que llegaba fuego a mis piernas y vi que salían llamas de como un metro de tamaño de la llanta trasera; cerré la puerta y le dije a Helene ‘el auto se está incendiando, tenemos que salir’”.
“Y yo dije ‘no’ -cuenta Helene-, porque el desierto de Kalahari no es de arena, es un océano de hierba seca que si se prendía nos moríamos. Pero, cuando vi que la batería también estaba en llamas, le dije que teníamos que saltar. Pisé con fuerza el freno y salté mientras aún estaba en marcha”.
A Jenny se le enredó el pie en el cinturón de seguridad, y no pudo saltar. “Tuve que arrastrarme y caí de cabeza muy cerca del auto, sólo para ver la llanta trasera viniendo en mi dirección. Pensé que era mi fin, pero me las arreglé para quitarme del camino y, aunque muy golpeada, huir lejos de la camioneta, que seguía ardiendo y en dirección a la hierba. Vi que Helene corría hacia el auto. Me pareció estúpido y empecé a gritarle: ‘¡No te acerqués al auto! ¡No te acerques al auto!”.
“Yo oía a Jenny gritarme que no me acercara al auto, pero había visto un bolso que tenía un mapa del área, por eso corrí en esa dirección. De repente, el coche explotó y se levantó del suelo medio metro, haciendo un ruido fuertísimo”.
“Empecé a hiperventilar, pensando ‘¿qué vamos a hacer? Vamos a morir’. Me volví hacia Jenny y ella seguía repitiendo ‘¡no te acerques al auto! Le miré la cara y estaba completamente pálida. No se le veían ni los labios. Y mi único pensamiento en ese momento fue que no podía entrar en pánico, pues Jenny ya estaba en ese estado”.
De las llamas a la oscuridad
Helene y Jenny se habían salvado de morir incineradas, pero habían perdido el que debía ser su hogar por tres días. El lugar donde estaban durmiendo, en el que cumplían con esa regla #1, así como toda su comida, medicinas, agua, mapas, ropa... todo lo que necesitaban se había quemado.
“Estábamos en shock, y sin saber si era mejor quedarse cerca del auto en llamas, que quizás mantendría a los animales peligrosos alejados, pero arriesgándonos a morir quemadas”. El tiempo corría, pronto oscurecería... tenían que hacer algo.
“Sabíamos que el pueblo más cercano estaba a unos 20 kilómetros. Si teníamos suerte, de pronto había alguien”, relata Helene. “Cuando el fuego comenzó a extenderse, la elección fue fácil: empezamos a caminar. Tenía puestas sandalias, que no eran ideales para caminar en medio de los arbustos, con serpientes y escorpiones. Estaba muerta de miedo, así que iba muy rápido y de repente me di cuenta de que Jenny ya no estaba detrás de mí”.
El golpe que se había dado Jenny hacía que cada paso fuera una agonía. Su ritmo era mucho más lento. “Cortamos una rama y cada una sostenía una punta, para que no me alejara de ella otra vez porque teníamos terror de separarnos”.
Pronto llegó la noche, y “estaba nublado, así que estaba tan oscuro que cuando extendía mi mano, no podía ver mis dedos. Llegó un momento en el que Jenny me dijo que estaba exhausta y no podía continuar, que se iba a quedar ahí. Le contesté que de ninguna manera, que pusiera un pie frente al otro y continuara pues no la iba a dejar sola”.
Jenny, por su parte, estaba pensando que “si fuera león, me comería a la que tuviera más carne y estuviera cojeando. Estaba segura de que me iban a comer, así que le dije a Helene que si nos atacaban, no intentara defenderme, que se salvara y siguiera adelante. No quería que se sintiera mal por dejar que algo me pasara”.
Acordaron que ninguna trataría de salvar a la otra, pues era mejor que al menos una sobreviviera a que murieran las dos.
Un par de ojos rojos
La esperanza de encontrar ayuda los mantenía en marcha, pero estaban aterradas pues sabían que en el desierto de Kalahari no eran más que otra parte de la cadena alimenticia. Llegó el momento en que la amenaza se materializó.
“Yo iba adelante y, de repente, en la oscuridad, vi dos puntos rojos moviéndose en nuestra dirección. Cerré y abrí mis ojos con fuerza. Seguían ahí... y eran cuatro: dos pares de ojos caminando hacia nosotras. Me asusté tanto que ni siquiera pude decirle a Jenny. Y exactamente en ese momento, dijo ‘tengo que detenerme, tengo un palo metido en el zapato’.
“Casi le digo que no podíamos parar pero me acordé de ese antílope que ganó la batalla con el guepardo siendo sigiloso. Así que nos quedamos completamente quietas. Jenny aprovechó para descansar, así que estaba quieta a pesar de que no le dije nada. Podíamos oír algo en la hierba, pero pasaron y continuaron su camino. Más tarde descubrimos que el único animal en esa zona al que se le ven los ojos como puntos rojos de ese tamaño son los leones”.
Supieron que para sobrevivir, no podían dejarse volver a sorprender por depredadores. Para mantenerlos lejos, empezaron a hacer ruido. “Primero intentamos cantar, pero era difícil caminar y cantar al mismo tiempo. Entonces empezamos a gritar alfabetos, números, gramática del alemán, barras de fútbol...”.
De pronto, se chocaron con algo tangible. “Un muro de piedra, caliente por el sol”, cuenta Jenny. “Resultó ser más que un muro y entré con un palo, golpeando todo, y me di cuenta de que había un inodoro”. Era un pequeño baño que se convirtió en un santuario.
La temperatura en el Kalahari baja por la noche, y la ropa abrigada era cenizas. Se acurrucaron juntas, tratando de bloquear el ruido de los animales y el terror a ser devoradas y descansaron cuanto pudieron.
Un tractor, sin llaves
“Cuando amaneció, vimos tres casas no muy lejos, a 150 metros. Nos alegramos mucho, supimos que estaríamos a salvo, pero cuando llegamos, tocamos en las puertas y ventanas, y nada. No había señales de vida. Estaban abandonadas”.
Con la fuerza que les quedaba, lograron abrir una puerta. No habían podido comer ni beber nada, así que buscaron sustento. “Había un poco de pasta y de sopa, y 2 latas de Spam, que es como una especie de jamón.Y también un gran tanque de agua de lluvia. ¡Oh, fue la mejor agua del mundo!”, exclama Jenny.
Pero, seguían perdidas para el mundo. Nadie sabía que estaban en apuros. El hombro de Jenny necesitaba atención médica. Mirando su mapa, los sitios habitados más cercanos estaban a 100 kilómetros. No podían llegar caminando, así que pasaron el día siguiente escribiendo “HELP” con ladrillos en el suelo, por si pasaba algún avión. Ninguno pasó.
Sin embargo, había un tractor, pero para ponerlo en marcha, necesitaban encontrar la llave. “Buscamos por todos lados. Probamos pinzas para el cabello, y todas las llaves que hallamos. Una llave de candado prendió el motor. “Nos emocionamos mucho. No tenía mucha gasolina, pero íbamos a salvarnos”.
“Cuando tratamos de arrancar, Jenny me dijo ‘la llave se va a romper’. La sacó y vimos que un hilo de hierro era todo lo que la mantenía entera. No podíamos usarla”. Sus esperanzas de escapar se hicieron añicos.
Era el cuarto día de su viaje de tres, y tenían un tractor, pero no había forma de ponerlo en marcha. Jenny se bajó, decidida a encontrar otra llave. “Y oí un ruido. Había visto muchos documentales y supe que era el ruido que hacen los leones. Estaba tan asustada que me quedé paralizada. No pude ni avisarle a Helene, pero ella se volteó y, por su expresión, supe que sabía”.
Se metieron en la cabina del tractor y cerraron la endeble puerta. Acurrucadas, esperaron que apareciera el león que merodeaba.
El abrelatas
No podían quedarse en el tractor para siempre. Esta vez fue Helene quien decidió ir a buscar algo que sirviera como llave. “Yo estaba exhausta, aterrorizada, furiosa, convencida de que moriríamos y no paraba de llorar, mientras buscaba por todos lados algo con qué prender el tractor.
“En algún momento, Jenny entró, me hizo un café -había un poco de café instantáneo-. Esta vez fue ella quien mantuvo la calma y la fuerza, y me consoló. Luego me dijo ‘tenemos que comer algo’, y cuando íbamos a abrir las latas de Spam, me di cuenta de que la herramienta para abrirlas era como una llave. Le dije a Jenny ‘vamos a comer primero, pero luego vamos a probar estas llaves en el tractor’”.
“Arrancar con un abrelatas era una idea ridícula, pero a Helene se le metió en la cabeza. Después de comer, fue al tractor y... ¡arrancó! Estábamos tan felices que se olvidamos los leones y nos pusimos a bailar y saltar”.
Empacaron los suministros que pudieron y partieron con destino al Hotel Grasslands Safari. “Cuando llegamos en tractor, salió un hombre con pasamontañas pues hacía mucho frío. Le empezamos a contar del auto en llamas, los leones, hablando en sueco y en inglés, mientras él, sorprendido, retrocedía... ¡supongo que no olíamos a fresas!”.
Tras días de vagar por el desierto y ser acechadas por leones, Helene y Jenny estaban a salvo. Las atendieron y finalmente pudieron llamar a la Policía, la embajada, y a casa.
Todos estos años después, siguen atribuyéndose mutuamente su supervivencia. “Si hubieran sido dos Jennys, las dos estaríamos muertas. O dos Helenes, estaríamos muertas. Pero, sobrevivimos porque somos muy diferentes y fue la combinación perfecta”, concluye Jenny. “Sencillamente, nos necesitábamos la una a la otra todo el tiempo. No estaría aquí hoy sin Jenny. Y no creo que Jenny estaría aquí hoy sin mí”.
*Serie Lives less ordinary. Si querés scuchar a Jenny y Helene contar su historia en inglés, hacé clic aquí.
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