No eran individuos invisibles dentro del grupo; contaban con momentos de socialización, de exploración y de juegos que son investigados hasta el día de hoy
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Aunque podemos identificar la infancia con un período de dependencia, inocencia o necesidad, también es una etapa de exploración, aprendizaje y juegos. Hoy en día… y en la prehistoria. Ello queda patente en las numerosas huellas de sus pequeñas manos y pies que, desde el Paleolítico, los niños dejaron en diferentes entornos.
En La Garma, en Cantabria, se identificaron hasta catorce huellas de niños de entre 6 y 7 años, de hace 16.500 años. Pertenecen a talones, codos, dedos metidos en el barro y tierra movida. ¿Quizás restos de un juego?
Del Mesolítico, encontramos 856 huellas en el estuario del Severn, en Gran Bretaña. El 29% de ellas se atribuyen a pequeños que se dirigían por un “camino” hacia una zona de pesca. Se cree que podían haber tenido cuatro años o menos, lo que sugiere que jugaban en ese sendero “yendo y viniendo”. Por otro lado, tenemos sus huellas a modo de improntas en positivo o negativo con pigmentos. Es el caso de las manos de la Cueva de Monte Castillo (Puente Viesgo, Cantabria), fechadas entre 17.000 y 10.000 a. e. c.
Y, por otra parte, en Rouffignac (Francia), hallamos surcos hechos por dedos de niños de entre 2 y 5 años que, para hacerlos, seguramente fueron “aupados” por adultos, como defiende la investigadora Leslie Van Gelder, de la Universidad Walden en Estados Unidos.
Retratos de los más pequeños
Otro de los recursos de los que disponemos para estudiar la infancia en la prehistoria son sus representaciones. Se consideran niños las figuras de pequeño tamaño y formato simplificado, que generalmente aparecen con la cabeza abultada (macrocefalia), en posición curvada y con la determinación sexual poco desarrollada.
Es el caso de la plaqueta de La Marche (Francia), del Paleolítico, que tiene grabadas cinco cabezas infantiles. Se interpretó como una posible escena de danza, prueba de que los pequeños formaban parte de las actividades sociales de la comunidad.
Más adelante, en el Neolítico, podemos identificar mujeres gestantes y bebés con cordón umbilical (Centelles, Castellón) o escenas de parto (Higuera de Estecuel, Teruel).
También encontramos pinturas de niños transportados o en marcha junto a adultos en los conjuntos de Centelles, La Saltadora y Val del Charco (Castellón) o en la Roca Benedí (Jaraba, Zaragoza). Aunque en las escenas de maternidad el infante parece tener un papel secundario, no es así en las de transporte o marcha, que nos hablan de su cuidado, siempre asociado a mujeres.
Cuando van en el fardo, se distinguen por su cabeza erguida y los brazos extendidos, expresión de su vitalidad. Pueden hablarnos también de presentaciones sociales o ritos de iniciación, cuando forman parte de conjuntos. En todos los casos, son un actor social más, al poder ser identificados como tal en las representaciones.
Jugar hace decenas de miles de años
Los niños de todos los tiempos, además de explorar y jugar con animales, suelen conseguir de algún modo juguetes, que no deben ser considerados solo motores de esparcimiento, sino como herramientas pedagógicas.
Por ejemplo, en la cueva de Isturitz (Francia), se hallaron dos figuras de pequeño tamaño, la cabeza de un oso o bisonte realizado sobre hueso y la talla de un león de las cavernas sobre asta de reno. Ambos, animales que no les eran ajenos a los cazadores que habitaban aquellas cuevas hace más de 12.000 años.
También se interpretaron como juguetes los rodetes, discos en hueso decorados con animales o signos y con una perforación central que pudieron formar parte de sistros o sonajas. Al introducir un cordón por la perforación y hacerlo girar, permitían al niño ver animales en movimiento, si era el mismo animal en ambos lados, o la rápida alternancia de figuras, si estas son diferentes. Algunos ejemplos de rodetes son los de las cuevas del Linar y Las Aguas (Alfoz de Lloredo, Cantabria).
Ya en el Neolítico, con la introducción de la cerámica y los poblados, encontramos otros juguetes. Para Juan José Negro, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en la Estación Biológica de Doñana, esta es la función que tienen los ídolos oculados del Calcolítico. Estas pequeñas pizarras podían ser interpretaciones de búhos realizadas por menores.
Pues, si podemos entenderlos con un posible valor ritual, también, podemos hacerlo como objetos de aprendizaje, ya que no son excluyentes ambas interpretaciones. Asimismo, es posible que hubiera muñecas hechas de madera, arcilla o trapo, como las usadas por niñas en las tribus del sur de África, pero que no se hayan conservado.
Objetos para acompañarles al más allá
Ante una muerte temprana, las criaturas recibían el mismo destino que los adultos. Eran lavadas y vestidas, y se colocaban sobre la tierra. De ello tenemos testimonios tan antiguos como el de la Sima de los Huesos (Atapuerca, Burgos, de hace 350.000 años, donde yacían un niño de cinco años y otros nueve de entre once y quince años. Se considera un enterramiento intencional por el tipo de depósito. Además, los acompañaba Excalibur, un bifaz de sílex rojizo que fue interpretado como ofrenda.
Otro ejemplo es el yacimiento de la Grotta de Arene Candide (Finale Ligure, Italia) con varios niños, uno de ellos de 15 años con un rico ajuar, un casquete recamado de conchas perforadas y cuatro colgantes de marfil de mamut. Yacía junto a cuatro bastones de mando, una asta de alce y una lámina de sílex de 25 centímetros.
Otro niño con un rico ajuar es del Majoonsuo, yacimiento situado en el municipio de Outokumpu, en el este de Finlandia. El niño tenía entre 3 y 10 años, vestía con una parka hecha de plumas de aves acuáticas decoradas en rojo y le acompañaban flechas de cuarzo y una pluma de halcón. Posiblemente, a sus pies descansara un perro o un lobo. Todo ello apareció cubierto de ocre, un colorante natural con valor simbólico, pero también con función antiséptica.
Cuando el infante destaca sobre el grupo por las pertenencias que lo acompañan en su tumba, nos informa además de que perteneció a un linaje importante. Por otro lado, cuando el número de niños es relevante, da lugar a muchas preguntas a las que, gracias a los estudios de genética, empezamos a dar respuesta. Podemos resolver si pertenecieron a la misma familia o cuál fue la causa de su muerte.
Con el tiempo, sus enterramientos fueron cambiando, como cambiaron las sociedades a las que pertenecían. En la Edad del Cobre, los infantes yacen con otros individuos adultos. Y, junto a objetos en piedra o de adorno personal en hueso y concha, aparecen vasos cerámicos. Estos restos nos hablan de una vida rica y diversa en la que los animales, los adornos, los juguetes y toda clase de útiles los acompañaban al más allá.
Los niños prehistóricos no eran individuos invisibles dentro del grupo. Contaban con momentos de socialización, de exploración y de juegos. Y cuando su adiós se precipitaba, el dolor del grupo quedaba inmortalizado en el cuidado y complejidad de sus enterramientos y ajuares. Algo que, hoy en día, es una fuente de inestimable valor científico.
*Por Cristina de Juana Ortín / docente e investigadora del grupo de investigación ART-QUEO, UNIR de la Universidad Internacional de La Rioja, España. Este artículo apareció en The Conversation
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