En Internet somos todos de clase media
A esta altura ya todos conocemos bien las críticas más habituales a Facebook y las redes sociales: inflan nuestro narcisismo, nos obligan a poner una carita feliz cuando a veces no la tenemos, nos generan envidia cuando vemos a nuestros compañeros de primaria de vacaciones en Punta Cana. Nos alejan de los demás, dicen los críticos, nos encierran en nosotros mismos, reemplazan nuestras relaciones verdaderas por relaciones de mentirita. Transforman nuestros cerebros en espuma, nos impiden concentrarnos: en el futuro no leeremos textos de más de 140 caracteres.
Yo no estoy de acuerdo con estas críticas ni sus pronósticos sobre decadencia cultural. Creo que Facebook y Twitter complementan mucho más de lo que reemplazan: agregan otra capa de realidad, con sus propios códigos y objetivos, a la vida y las relaciones que ya teníamos. O, en los mejores casos, nos permiten descubrir relaciones con quienes tenemos afinidades y un sentido del humor parecido y que en la vida offline, la de los átomos, la inercia social y las distancias geográficas, serían imposibles o improbables.
Pero no es exactamente de eso de lo que quería hablar, sino de una cualidad de Facebook y Twitter que apenas se menciona, ni por sus promotores ni, mucho menos, por sus críticos. En una época de creciente preocupación por la desigualdad de ingresos (especialmente, pero no sólo, en los países ricos), Facebook y Twitter son notablemente igualitarios. No sólo son gratis y, por lo tanto, tienen bajísimas barreras de entrada (en la Argentina hay casi 25 millones de usuarios de Facebook). Son, además, clubes de una sola categoría. En las sociedades construidas en los últimos 250 años, muchos lugares de encuentro social replicaban la estratificación de afuera: palco, platea y gallinero en la ópera; palco, platea y popular en la cancha. Facebook, en cambio, es un solo lugar. No hay Facebook premium para ricos y Facebook basic para pobres: los billonarios no pueden comprar, ni por toda la plata del mundo, un Facebook mejor al que ya existe. (Facebook sí admite pagos de empresas u organizaciones para promocionar posts, pero eso es otra cosa.)
Lo mismo en Twitter. Salvo con los famosos offline, uno llega a la intemperie de Twitter con su nombre (o un seudónimo), un avatar y un sentido del humor. Repite, por supuesto, actitudes aprendidas en otros ámbitos, pero también sabiendo que Twitter es una zona de frontera, un salvaje oeste, con reglas nuevas y espíritu democrático: los pergaminos anteriores sirven de poco, cualquier se siente capaz de contestarle a cualquiera. La (casi) única forma de conseguir followers en Twitter es siendo interesante en Twitter.
Todo esto me da ganas de decir algo que no sé si puedo justificar del todo, pero acá va: en Internet somos todos de clase media. O, por lo menos, actuamos como si fuéramos de clase media, individuos autónomos con deseos de progreso y problemas particulares. Pueden despojarse de sus herencias. Y aunque las fotos de alguien de clase trabajadora son en lugares diferentes a las de una persona rica, el gesto en Facebook que se comparte es idéntico: hola, gente, miren dónde estoy.