En febrero veranean los más débiles
En febrero el calor va y viene, las piletas se usan menos y el trabajo de uno, que está ahí, firme y dispuesto a limpiarlas, empieza a ser más relajado. Mis clientes se asoman menos a sus piletas, y no entran en detalles.
En la zona no del todo rica donde trabajo, además, febrero es el mes en el que la mayoría de mis clientes se toman sus vacaciones. Y por lo tanto también es, quizás, el momento para que el piletero decida probar esas piletas que limpia. Es que en febrero veranean los más débiles. Y si bien usar una pileta ajena no es exactamente veranear, tampoco son cosas que estén demasiado alejadas. Así que esta va a ser la historia del piletero que se zambulló en pileta ajena (aunque un poco propia, porque cuidar algo es también un poco ser su dueño) y salió ileso (o casi).
Nadie en la casa. Y en la pileta, ningún rastro de uso. Solo los pelos lacios y rubios del perro labrador de la familia, que se ve que durante el año no hizo lo suficiente como para ganarse las mismas vacaciones que sus amos y quedó como guardián, solitario y al cuidado de vaya uno a saber qué vecino o pariente amante de las mascotas que una vez al día se acerca a darle de comer. No es una de esas piletas, quiero decir, como las tantas piletas del verano que suelen dejarse en manos de alguien que en ausencia de los dueños cuida la casa. No es ese el caso, o no lo parece, y entonces uno, que está ahí, tan lastimado por el sol acumulado durante meses, durante años, y tan al borde de esa auténtica pileta liberada, decide tirarse. No es grande la valentía, porque no hay riesgo de ser descubierto. Una pileta liberada es la versión blanda, amable, refrescante, de eso otro que se conoce como zona liberada. El perro no habla, básicamente, nunca va a delatarte; y uno entonces ya está ahí, flotando en la parte honda, agarrado a un flota-flota amarillo. Hasta se siente feliz, el perro, de tener alguien que venga a compartir un chapuzón con él. Es estimulante pensar en los pelos lacios y rubios del animal enredándose en los rulos cortos y negros del piletero en cada pequeña ondulación del agua. Porque el perro pierde pelo. Y uno también, ya no es el joven viril que fue alguna vez, antes de ser piletero, miles de años antes de toda esta vida inclemente. Uno ahora se contenta con ver cómo sus pelos negros y los pelos rubios del perro se aman, se presienten, se desean. Y todo muy romántico, sí, hasta que... Siempre hay algo que viene y rompe todo. Algo que aparece de golpe como un trueno. Una mujer con cara de granizo que viene a apedrearte. La mujer en cuestión es la encargada de darle de comer al perro, y te encuentra in fraganti en la pileta y uno piensa... Uno piensa rápido: se sumerge, busca las llaves del auto en el bolsillo de su pantalón, emerge con las llaves en la mano y dice acá están, se me cayeron las llaves al fondo y me tiré a buscarlas, disculpe. La mujer mira, desconfiada. Pero en el fondo tiene que confiar. Sin confianza el mundo no funciona. Sin mentiras tampoco. Los dos saben que es así. Hasta el perro lo sabe, y ahora nada hasta la escalera, se para en el segundo escalón, medio perro adentro del agua, medio perro afuera, y nos mira desde ahí.
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