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Practicando la técnica del “aquí y ahora” por las calles de Buenos Aires es como solemos descubrir lugares que no conocíamos pero que siempre estuvieron ahí, esperándonos. La serendipia tiene efecto inmediato y entonces - pese al entorno de edificios venidos a menos y veredas con peligroso faltante de baldosas - la ciudad que elegimos vuelve a enamorarnos. El sentimiento se despierta, por ejemplo, doblando la esquina de Hipólito Irigoyen al 700, exactamente a la hora del almuerzo. Poca gente en la zona, fachadas negras por el hollín, locales cerrados, y a mitad de cuadra llama la atención una puerta vaivén. Desde las ventanas laterales se ve algo de luz. Nos animamos a entrar, y voilá...
Será imposible abarcarlo todo a primera vista, pero enseguida el visitante atento quedará atrapado en esta suerte de bar, restaurante y museo ubicado en la planta baja de un edificio circa 1890 que en el pasado albergó un bodegón conocido como La vieja Victoria, por la vieja plaza ubicada a pocos metros y que luego devino en la actual Plaza de Mayo.
Más de 10.000 piezas entre juguetes, afiches, latas, objetos de almacén, muebles, fotos, revistas, carteles y tantas otras rarezas difíciles de clasificar decoran el local que conserva intacto su aire de época. Al fondo, un mostrador de madera y una centenaria caja registradora que incluye el fiado completan el clima retro al que los parroquianos parecen entregarse sin apuro, y sin el celular.
Aquí la mirada se pierde invariablemente entre las vitrinas abarrotadas de juguetes, de todos los materiales y tamaños, fabricados en la Argentina a lo largo del siglo pasado. No falta ninguno de esos personajes populares que alimentaron la fantasía de varias generaciones de argentinos.
Desde Larguirucho, los Titanes, al Lagarto Juancho, Cachavacha, Raimundo, Oaki, Gold silver, Neurus, Pucho, el Telepibe del Trece, Leoncio, la familia Telerín; autitos, hasta la colección completa de los chocolatines Jack y las primeras ediciones de la Guerra de las Galaxias; Petete, Pluto y Clemente; latas de galletitas de todas las marcas, antiguos productos de tocador, un surtidor de nafta, cuponeras del Italpark, afiches, carteles, revistas Anteojito, álbumes y colecciones completas de figuritas con sus respectivos sobres eclipsan la carta de empanadas y otras delicias clásicas de la mesa nacional, especialidad de la casa.
Comer termina siendo el plan menor, aunque después la calidad sorprenda. “La gente cuando entra inmediatamente se conecta, porque acá hay parte de su infancia, es imposible no sentir algo de nostalgia” dice José Luis González, uno de los tres socios fundadores de La Morada, emprendimiento gastronómico dedicado a la gastronomía regional.
La Martona y los chocolates Jack
“Empecé a juntar hace muchos años, a partir de algunos recuerdos que quedaron en mi familia. Mis viejos eran inmigrantes gallegos que tuvieron una lechería de La Martona en French y Pueyrredón. Cuando demolieron el conventillo para levantar un edificio de departamentos se mudaron ya con un almacén a pocas cuadras en Peña y Pueyrredón. De hecho, yo nací al frente, en el Sanatorio Anchorena. Entonces no existían el autoservicio, ni el express, ni el supermercado. Cuando volvía de trabajar a veces mi padre me traía un chocolate Jack, y creo que toda esta locura tiene que ver con eso. Después se volvió un vicio y salió un gran popurrí, pero siempre a partir de piezas originales y de fabricación nacional que fuimos encontrando en remates y ferias del interior.
Mucha gente en estos años tuvo que desprenderse de sus cosas. Acá vas a encontrar originales, incluso los afiches que enmarcamos especialmente con marcos de madera no son fotocopias, son auténticos, como las publicidades de LA NACION. Hasta hace unos años teníamos una gran pantalla y organizábamos ciclos de cine, reuniones y homenajes, por ejemplo, a García Ferré y otras leyendas que son parte del patrimonio” se entusiasma José, mientras recorre el salón atendiendo a los últimos comensales del mediodía. Entre el principal y el postre algunos aprovechan para ir hasta una vitrina a mirar de cerca, hacer fotos y comentar con los amigos en la mesa.
Nadie se va sin la selfie. “Si observás bien vas a ver que hay cosas insólitas, como la vitrina que armé con figuritas de 1910 a 1980. La particularidad de ésta que es de 1911, por ejemplo, es que al comienzo no venían en sobre, sino en los paquetes de cigarrillos y con los chocolates. Después la gente compraba el paquete y tiraba el sobre, pero resulta que alguien los coleccionó también. Y aquí están”.
Tres amigos, la infancia y la amistad
Son la génesis de este proyecto que lleva casi 25 años de existencia. José Luis y Jaime Pujol se conocieron en primer grado del colegio San Miguel. Toda una vida. Pasó el tiempo y de joven Jaime empezó a trabajar con Carlos, un misionero experto en cocina catamarqueña que se hizo de abajo y terminó dirigiendo un conocido restaurante en Barrio Norte.
Tenían la ilusión de hacer algo los tres juntos y después de convencer a Carlos para que renunciara, se tiraron a la pileta: reciclaron un local que había pertenecido a los padres de José, compraron insumos y en septiembre de 1999 inauguraron La Morada en calle Larrea esquina Juncal, su propio negocio dedicado a los platos regionales.
“Con Jaime íbamos a un colegio de varones, así que los recreos eran para jugar a la tapadita, al espejito con las chapitas y figuritas del fútbol. Completábamos el álbum, toda una mística. De grandes pensamos en armar un proyecto y le contamos a Carlos, que estaba ya en una cocina. Teníamos la ventaja de contar con local, así que lo adaptamos a los requerimientos y montamos La Morada. Hace 23 años que somos socios. Nunca tuvimos un sí y un no. Aparte de la amistad, como me dijo una vez un gallego que tiene panadería en el barrio, lo más importante para sostener una sociedad comercial es que ninguno meta la mano en la lata. Eso jamás nos pasó” explica con orgullo.
Con la crisis de 2001 las ganancias bajaron y se dieron cuenta que en el futuro no alcanzarían para dividir entre tres, así que decidieron expandirse al centro porteño. Caminaron buscando salones hasta encontrar el de Hipólito Irigoyen, que durante siete décadas había alojado un comedor donde servían rico, casero y abundante. “Esta calle conducía a la Plaza de la Victoria, por eso el bodegón que funcionaba desde 1950 se llamaba así. Hubo que hacer una gran reforma, porque además había letrinas en vez de baños. Las paredes eran un bicherío, tenían capas y capas de empapelado, de pintura. Logramos mejorarlo con mucho esfuerzo. Luego el museo fue armándose espontáneamente. Arrancamos con unas pocas cosas colgadas, pero la temática gustó tanto que se trasformó en una colección. Creo que conserva lo más representativo de la industria juguetera nacional, incluso del rubro alimenticio.
Mucho se perdió en la mudanza del almacén de mis padres, pero casi toda nuestra cultura y la tradición alimentaria están ilustradas acá en latas de galletas, botellas, productos de limpieza como el puloil y el detergente Camello que venían en botella de vidrio; y el famoso aceite Patito de litro y medio. La gente pinchaba la tapa y lo usaba directamente” recuerda. Entre las joyitas preferidas de José está la caja registradora de 1920 que perteneció a una antigua mercería de Urdapilleta: “Tuve la suerte de que la prima de Jaime que vive ahí me presentara a los dueños para poder comprarla. Junto con los Jack, ese chocolate que era un manjar y que mi papá me traía a casa, es mi debilidad”.
La Morada ostenta otras proezas igualmente comprobables, por ejemplo, las empanadas. Además de un relleno excepcional y una masa que elaboran cada día y a mano, vienen con diez tipos de repulgues distintos. Y la oferta de postres incluye los imbatibles rogelitos, queso y dulce, flan, nueces confitadas. Abren solo de lunes a viernes hasta las 15.
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