Yamila y Silvestre buscaban una vida más tranquila y conectada con la naturaleza. Cuando surgió la oportunidad de hacer el cambio, no lo dudaron, aunque en el camino surgieron obstáculos.
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Como muchos matrimonios argentinos, ellos también trabajaban sin interrupciones para poder darles a sus hijos el futuro que alguna vez habían soñado. Se habían conocido en circunstancias poco favorables mientras ella atravesaba una de las grandes pérdidas de su vida. “El papá de mi hijo mayor falleció de un infarto masivo, luego de seis meses de haber tenido un evento previo de sangrado nasal agudo por alta tensión. Fue un momento de total incertidumbre. Nuestro hijo tenía en ese momento 4 años. Pero, más allá de la tragedia que vivimos, me enfoqué en la realidad, en poder estar bien y llevarle un mensaje alentador a mi hijo. De entender que la muerte es parte de la vida y que lo más importante para mí era que yo había dado todo en esta relación y habíamos sido felices. Esa era mi recompensa”, recuerda Yamila Spies (38).
Fue en ese contexto, mientras se mantenía ocupada con su profesión, que conoció a Silvestre (30), su actual pareja y padre de su segundo hijo. “Como un milagro él apareció en nuestras vidas y de a poco nos devolvió la alegría. ¡Así que nunca más nos separamos!”. Formaron familia en Baradero, en la provincia de Buenos Aires. “Los dos trabajamos muchísimo. Pero cada vez estábamos más de acuerdo en que queríamos otras alternativas más libres para nuestros hijos, Aslan (3) y Salvador (11). Nos interesaba que pudieran jugar en la calle y disfrutar del aire libre”.
“¿Qué van a hacer en el campo?”
De modo que las conversaciones acerca de un cambio en el estilo de vida se hicieron cada vez más frecuentes. Estaban seguros sobre la necesidad de apostar por algo diferente. Pero todavía no sabían dónde podrían concretar aquel deseo que cada vez se hacía más fuerte. Hasta que un día, en 2018, se presentó la oportunidad de comprar una casa literalmente en ruinas en Ireneo Portela, una localidad argentina del partido de Baradero, provincia de Buenos Aires. La propiedad había pertenecido a los abuelos de Silvestre y, sin pensarlo mucho, el matrimonio supo que ese era el tren al que debían subirse.
“Nos metimos con todo en ese proyecto. Estábamos entusiasmados. Cuando les contamos a nuestros familiares y amigos notamos que nos miraban raro. ¿Qué van a hacer en el medio del campo? ¿De qué van a vivir?, nos preguntaban incrédulos. Las oportunidades de trabajo eran casi nulas, nos recordaban, ya que yo soy Psicóloga y mi esposo tenía un local de comidas. Y la realidad era que ni nosotros lo sabíamos. Pero una corazonada nos indicaba que estábamos dando los primeros pasos en el camino acertado”.
El comienzo no fue fácil. Concretada la transacción, se mudaron al campo en pleno invierno y con un bebé de seis meses y un niño pequeño. La casa estaba en ruinas y el jardín parecía una jungla. “En esos primeros meses la verdad es que la situación laboral fue complicada para los dos. Pero, al tiempo, mi marido ingresó como encargado de la nueva planta de gas que se había instalado en Portela y yo pude acomodar todos mis pacientes de manera virtual”.
El frío era terrible. Y faltaban todas las comodidades a las que estaban acostumbrados. Estaban en el medio del campo pero no iban a renunciar a su proyecto. “Habíamos comprado una casa hermosa aunque destruida. Pero la vimos con ojos llenos de amor y de futuro y con mucho trabajo y dedicación logramos levantar cada uno de sus espacios. Mi marido y yo hicimos la construcción completa y estamos orgullosos de lo que logramos”.
Portela, un pueblo que se parece a un hogar
Yamila asegura que Portela es su lugar en el mundo. Un ámbito bien de campo, con su gente rural, el jardín y la escuela doble turno donde los chicos aprenden teatro, orquesta, danzas folclóricas, teatro y muchas otras materias más. “Tiene todo para ser feliz. Sus calles son de tierra y el sol sale casi todo el año, a cielo abierto y sin nubes. Las estrellas son hermosas e iluminan el horizonte por las noches. Además nos conocemos todos. Disfrutamos del aroma de las salamandras prendidas durante el invierno y del silencio rotundo de las siestas. ¡No hay mejor lugar para vivir!”.
Aslan, el mayor de los hijos del matrimonio, conoció un mundo nuevo: el de los amigos en las calles y la posibilidad de poder andar en bicicleta solo, de los picaditos cada tarde y su amada escuela. Salvador, el más pequeño, es un portelero más. Su mamá asegura que lo conoce el pueblo entero y a él le encanta. Charla con todos. “Vemos que crecen libres y sanos. Tenemos todas las comodidades pero sin duda alguna lo más lindo es disfrutar de la parrilla, de los juegos y las tardes al sol. Nosotros trabajamos a mucho. A mi la pandemia me ayudó ya que me enfoqué en la atención online de mis pacientes y mi esposo hace de todo además de su trabajo principal”.
Hace ya tres años que la familia se instaló en Portela y confiesan que viven más relajados: tienen una casa que armaron desde cero lista para disfrutarla y vivirla. “Nuestros hijos la comparten con sus amigos y nosotros también. Nos encanta que nos visiten. Cada vez que nos vamos, queremos volver enseguida. Fue una decisión arriesgada pero no nos arrepentimos en absoluto. Ganamos tranquilidad, empatía, tiempo para dedicarnos a nosotros que, al fin y al cabo, es lo más importante”.
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