En busca de la épica perdida
Desde siempre, un truco muy efectivo de la ficción ha sido el de colocar a los personajes en situaciones desesperadas, que los exceden y les impiden tener las vidas que quieren tener. Escritores o poetas de todas las épocas mandaron a sus jóvenes personajes a la guerra para poner a prueba su temple o darles una oportunidad de redención; los hicieron emigrar a otras ciudades o países, por razones parecidas, o los sometieron a las dictaduras de sus familias, que les reprimían sus vocaciones artísticas o políticas y los obligaban a atender el negocio familiar o a casarse con el hijo del señor feudal (o magnate naviero).
Una cárcel más contemporánea de la ficción, hasta hace no mucho, ha sido el matrimonio, que desde Madame Bovary y Anna Karenina a los maridos de posguerra de John Cheever y Philip Roth ha dado mucho jugo dramático: ante el ennui de la vida de clase media y el alto precio que debía pagarse por huir de un matrimonio miserable, los personajes infelizmente casados venían con el kit incorporado indispensable (conflicto y deseo) para poner en marcha una buena historia.
Cerca de la liberación
Ahora que los Estados han perdido el poder de mandar conscriptos a la guerra, los patriarcas han perdido el poder de decidir las vidas de sus hijas y divorciarse ha dejado de ser el abismo social que era, los narradores occidentales se encontraron con un problema: como nuestras vidas ya no tienen la épica que solían tener -son en general menos impredecibles, violentas y reprimidas que las de nuestros bisabuelos-, también son menos ordeñables dramáticamente.
¿Quiere decir eso que son, además, vidas menos interesantes? Para el ojo del artista, quizás: un héroe con obstáculos externos es un héroe que ya sabe hacia dónde quiere ir.
Para el ojo del pensador de políticas públicas, en cambio, estas vidas relativamente pacíficas, educadas y autónomas que tienen ahora las clases medias de medio mundo deberían ser consideradas (a pesar de sus asteriscos y notas al pie) como un éxito. Liberados de las tiranías del Estado, la religión y la pobreza, estos nuevos individuos pueden dedicarse (o, más honestamente, podemos dedicarnos) a ser lo que quieran ser y a hacer lo que quieran hacer. El drama y la narratividad de nuestras vidas ya no vienen de afuera, sino desde adentro: ¿qué es realmente lo que queremos ser y hacer?
Como personas de verdad y como personajes de ficción, por lo tanto, necesitamos marcarnos una dirección e inventarnos nuevos obstáculos. Si nos queda alguna cárcel, es la cárcel de nuestras cabezas. La cárcel, por decirlo en términos porteños, del yo.
Ahí pasamos ahora casi todas nuestras horas de vigilia, forcejeando con el lenguaje, nuestro único acompañante en este lío, tratando de explicarnos a nosotros mismos, fracasando casi siempre. Por eso también se pasan los escritores buena parte de sus vidas en las cabezas de sus personajes, alimentándolos o desorientándolos con el lenguaje, buscando el drama (o ignorándolo) en sus decisiones, sus emociones, sus descripciones del mundo. Más allá, parecen decirnos, sólo hay fantasmas.