En Belfast, una extraña noche de lealtad
La tradición de los bonfires en dos barrios extremistas de la capital norirlandesa ni siquiera cede ante los (llamativos) resultados del brexit
BELFAST
"Asegurate de apuntar tu puta cámara al fuego.” La frase es difícil de entender –y de soportar sin reaccionar– si se la toma fuera de contexto. Pero quizá su autor, un muchachón pasado de copas, sepa que en realidad lo imposible de entender es el contexto en sí. Y por eso no quiere que lo fotografíe. Lo del fuego no es una metáfora: en este momento, las llamas están devorando una torre de pallets de madera de más de 20 metros de altura en una capital de llovizna eterna. Y consumen al mismo tiempo banderas irlandesas ubicadas allí para la ocasión y pósteres con los rostros de políticos republicanos. Es decir, aquellos que reivindican la reunificación y rechazan que Irlanda del Norte siga siendo parte del Reino Unido.
La advertencia del hooligan llega tarde. Él –que oculta a medias su rostro gracias a una conveniente campera con capucha que le permite también guarecerse de la garúa– tal vez no sepa que estoy hace un par de horas tomando notas y fotos en la plaza Hopewell de Shankill Road. No sólo registré lo que ocurre en esta plaza, sino también los preparativos de otras quemas que tienen lugar en las inmediaciones de la calle Shankill y en Sandy Row, otro bastión leal a la corona británica de la capital norirlandesa.
Tal vez tampoco se haya dado cuenta de que estuve filmando cuando una banda tocaba canciones marciales en un espacio adyacente a la torre de pallets, debajo de un mural de los Ulster Young Militants, la rama joven de un temido grupo paramilitar antirrepublicano. O de que minutos después estuve anotando lo que decían los grafitis de la plaza mientras un disc jockey hacía las delicias de los presentes pinchando discos dance pasados de moda, en una especie de rave noventosa con un raro subtexto político. Eso molestó a un chico de unos 20 años, que tomó de repente mi libreta para anotar un insulto muy fuerte dedicado a los lectores de esta nota: tell your readers to fuck off. No lo tomen en forma personal: lo tachó inmediatamente después de ver mis credenciales de periodista y comprobar que no le mentía.
Entonces, entre arrepentido y perplejo, y tras consultar brevemente con tres de sus amigos, Glen McAuley escribió en mi libreta una explicación básica de lo que aquí ocurre: “Hay dos comunidades en Irlanda del Norte. Nosotros quemamos su bandera en la noche del 11 al 12 de julio y ellos queman la nuestra el 8 de agosto”. Okey: también hay bonfires nacionalistas. Quiero decirle que no entiendo el por qué del conflicto, que esas dos comunidades son tal para cual, pero prefiero abstenerme de ironías ahora que Glen y sus amigos se muestran amables conmigo.
Volviendo al hooligan, quizás él sí sepa todo esto y considere que ya vi lo suficiente. O tal vez no entienda cómo pude llegar a ese lugar justo en una noche en la que los turistas y los periodistas (sobre todo extranjeros) brillan por su ausencia. Fue por casualidad: a unas cuadras, un padre de familia había iniciado un par de horas antes de las 12 de la noche reglamentarias un bonfire pequeño para que se diviertieran los niños. “Esto no es nada –me dijo–. Tenés que cruzar la calle Shankill y ver el que están preparando por allá”. Y aquí estoy, sin todavía poder descifrar qué habrá pensado el hooligan que me apuró. El contexto es muy intenso, demasiado. Por eso, lo mejor es hacerle caso. Apunto entonces “la puta cámara” al fuego, tal como me ordenó. Al fin y al cabo, la escena ya muestra más de la cuenta y no habla en términos para nada positivos de las ideas políticas de esta comunidad.
La fogata es tan voraz en la plaza Hopewell que se diría que también la Union Jack corre el riesgo de ser pasto de las llamas. Sí, la misma bandera británica que veneran quienes aquí se dan cita y que preside a unos metros una escena que seguramente desmoralizaría al más entusiasta de los humanistas.
Este es un acto masivo al que no sólo concurren jóvenes con ganas de diversión salvaje. También, familias con hijos, aunque en un número mucho menor.
Con muecas de euforia en la cara y la luz de las llamas reflejada en las pupilas, todos ellos disfrutan la quema de los símbolos más preciados del vecino. Sí, del vecino. Aunque parezca mentira, Shankill Road queda a unos 600 metros de otra calle famosa de Belfast: Falls Road, que es su opuesto perfecto. Shankill es el epicentro protestante; Falls, el católico. Son los núcleos duros que suelen acusarse entre sí de todos los males de este país.
También hay en esta noche detalles que ponen un toque de humor y permiten atemperar un plato difícil de digerir: un hombre con un niño en brazos sonríe indulgente y me dice que no tiene miedo de que el bonfire pueda terminar mal mientras se mueve constantemente en su esfuerzo por proteger a la criatura de las chispas que surcan el aire. Otros dos jóvenes amistosos –que se presentan como Mickey Buckfast y Gazza Gregg–, filman unos segundos con su celular al “periodista argentino” mientras transmiten el ritual a todo el mundo vía Periscope y cantan la poco sutil consigna Fuck the IRA sobre la letra de Simply the best, el clásico de Tina Turner, en referencia al Ejército Republicano Irlandés, la pesadilla de los leales a la corona británica que desarrolló sangrientos atentados durante los casi 30 años del conflicto conocido aquí como Los Problemas (The Troubles, que dejó más de 3500 muertos de ambas comunidades, la mayoría civiles). No cabe duda de que la flema británica ha dicho ausente esta noche y fue reemplazada por la flama; precisamente esta noche, en la que se celebra el aniversario de una fecha vital para la historia de Gran Bretaña e Irlanda.
Un día como éste –12 de julio, mal que le pese al viejo calendario juliano– pero de 1690 tenía lugar en territorio irlandés la batalla del Boyne, en la que el rey Guillermo III (que también era príncipe de Orange) se impuso al rey Jacobo II. En resumidas cuentas, fue el triunfo de un rey protestante de Inglaterra sobre un (ex) rey católico... que intentaba recuperar el trono inglés haciéndose fuerte en Irlanda.
Los orangistas presentan al triunfo de Guillermo como un paso fundamental para la consolidación de la monarquía constitucional –al parecer Jacobo era bastante despótico y no tenía el menor de los respetos por el Parlamento– y también para que hubiera libertad religiosa en el imperio. Lo raro es que en Shankill Road y Sandy Row –entre otros lugares– conmemoran ese triunfo quemando la bandera irlandesa que tiene los colores verde, blanco y naranja precisamente para simbolizar la paz (color blanco) entre los católicos irlandeses (verde) y los protestantes británicos (naranja). Incluso escriben sobre el pabellón la sigla KAT, por Kill all Taigs, que significa literalmente maten a todos los católicos en la jerga local. “Es sólo una tradición. No lo decimos en serio“, me dirá después alguno de ellos, para matizar.
Aunque corrió mucha agua bajo el puente –y otros norirlandeses lo interpretan de una manera mucho más moderada y elegante–, para los habitantes de Shankill la batalla del Boyne significa el triunfo de la corona sobre la república; la victoria del protestantismo sobre el catolicismo.
A pesar de que la mayor parte de la Isla Verde es una república independiente de la corona desde 1922 y un republicano irlandés (Martin McGuinness) es viceprimer ministro del Irlanda del Norte desde 2007, ellos dicen que ganaron de una vez y para siempre en 1690 y eso no se discute. Bueno, como quieran.Momento de transcribir otra nota esclarecedora que el buen Glen dejó en mi libreta: “Aquí se juntan miembros de la comunidad protestante para celebrar su cultura. Festejamos el aniversario de la batalla del Boyne, en un festejo que sigue también mañana con una marcha unionista. Los bonfires se encienden para conmemorar aquellas fogatas que ayudaron al rey Guillermo de Orange a llegar a la costa“.
La parábola de Belfast
Un mural con la leyenda “Bienvenidos al Shankill” fue lo primero que había salido a mi encuentro. Era una bienvenida anticipada: la calle Shankill queda en realidad a tres cuadras de ese cartel, que da la impresión de marcar una frontera. No es una impresión; es la verdad. A sólo unos 200 metros se encuentra el nacionalista Falls Road. Estos dos caminos que están conectados aunque corran paralelos son la parábola de Belfast, una ciudad en donde los extremos se tocan más de lo que sería deseable.
Si ésa fuera una parábola bíblica y no sólo geométrica, tal vez sería la parábola del trigo y la cizaña. Aunque ambas comunidades lean este mismo texto en sus respectivas ceremonias religiosas, no hay acuerdo sobre quién fue el primero que sembró la cizaña en Irlanda del Norte. De hecho, los términos católico o protestante –que adquieren una importancia inusitada en este país– no aluden tanto a modos diferenciados de vivir e interpretar el Evangelio. En Shankill, muchos dan por sentado que un católico es republicano y antimonárquico, algo que sonaría extravagante, por ejemplo, en un país como España.
Y también se da por sentado que ser católico equivale a estar en contra de Reino Unido y a estar dispuesto a todo –incluso al terrorismo– por la reunificación irlandesa. Eso es lo que creen los más extremos habitantes de Shankill de sus vecinos, mientras son acusados como mínimo de elitistas, segregacionistas y colonialistas por la contraparte.
Pese a todo, el grafiti me da la bienvenida. Se encuentra a metros del llamado muro de la paz, apenas uno de los 48 instalados en Irlanda del Norte a partir de 1969. En realidad, el cruce está abierto los días de semana, pero el muro sigue ahí, lo que prueba que el conflicto es más que latente pese a que pasaron casi 20 años desde los acuerdos de paz.
Rigurosamente vigilada por un sofisticado sistema de cámaras, la pared que separa a Shankill de Falls goza de buena salud y ha superado en longevidad nada menos que al odiado Muro de Berlín, hoy convertido en una pieza de museo al aire libre. Por eso, no hay que entender la bienvenida de modo literal. De hecho, en esa misma pintada los habitantes del Shankill se autodefinen, al borde de la contradicción (otra más), como “hospitalarios, orgullosos y desafiantes”.
Enseguida, un cartel sobre otro mural acusa a los católicos de violencia sectaria. Se trata de una pintada en honor a John Henry Patterson, un oficial británico nacido en Irlanda que condujo una legión judía en la Primera Guerra y así sentó las bases del actual ejército israelí. Este mural fue atacado a principios de junio pasado horas después de que un atentado terrorista en Tel Aviv dejara cuatro muertos. Es apenas una muestra de que el conflicto norirlandés es un termómetro muy sensible de otros muchos conflictos en el mundo. No por nada hay del lado republicano murales de solidaridad con Arnaldo Otegi, un político vasco independentista que estuvo en prisión hasta principios de este año por sus nexos con ETA, y también con Abdullah Ocalan, el dirigente fundador del Partido de los Trabajadores de Kurdistán, ilegalizado por Turquía.
Pero seguramente el mural más significativo de Falls es el que homenajea a Bobby Sands, militante del IRA considerado un mártir por los republicanos. No dejó la protesta ni siquiera tras las rejas: murió a los 27 años después de 66 días de huelga de hambre en la cárcel.
Más allá de esta historia de fuegos, protestas, violencia, muros y murales, existe otro nivel –más auspicioso– en la realidad del Irlanda del Norte. Por ejemplo, el gobierno norirlandés y el Parlamento incluyen actualmente representación de las diferentes confesiones y expresiones políticas. Gracias a que son signatarios del acuerdo de Schengen, se puede cruzar la frontera entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte sin darse cuenta. Aunque esto debería cambiar tras el voto a favor del brexit en Gran Bretaña y teóricamente restablecerse los controles fronterizos, ni católicos ni protestantes creen que esto vaya a pasar de verdad.
De hecho, aquí triunfó el sí a permanecer en el bloque europeo, en contra de lo que podría creerse y en abierto contraste con lo ocurrido en Inglaterra. Esto dio un nuevo impulso a los líderes republicanos, que ahora dan un tenor europeísta a su tradicional discurso a favor de una sola Irlanda. Por ejemplo, el histórico Gerry Adams, que ha sido un tradicional interlocutor de Londres durante lo más álgido del conflicto y ahora convertido en una verdadera estrella de Twitter, llama a un referéndum sobre la reunificación e insiste en que una eventual minoría protestante, que ascendería al 20 % de la población de la Irlanda reunificada, tendría más derechos y poder alineada con Dublín que en la “aislada Gran Bretaña”.
El elegante Billy McFadgen –un pensionado de 74 años que desfila orgulloso por Belfast con su bombín y collar naranja como miembro de la Orden de Orange– lo ve de otra manera. “Los que votaron por quedarse son protestantes jóvenes. Cuando yo era joven aquí había fábricas y un astillero que empleaba a 30.000 personas. Ahora las fábricas locales se fueron. Y tampoco tenemos pedidos de Europa, sino de los Estados Unidos, que es nuestro principal cliente”.
Pese a las penurias económicas, este pequeño y bello país aparece hoy en muchas pantallas del mundo, y no como escenario de películas o series sobre el conflicto que lo desangró durante años: aquí se filma Game of Thrones, algo que de seguro pondría orgullosos por igual al rey Guillermo y al rey Jacobo. Como si esto fuera poco, hay que consignar que muy probablemente Irlanda del Norte sea el país con más canciones per cápita del mundo. Gracias a los trovadores de folk y brit pop que pululan por doquier y a los intérpretes del inagotable folklore irlandés, tal vez hasta haya un tema por cada uno de sus casi dos millones de habitantes. Probablemente tengan también los mejores pubs del mundo. Y su gente –unionistas y republicanos– suele buscar inmediatamente y en forma espontánea un diálogo franco con los extranjeros. De ahí que me permita transcribir dos frases de un transeúnte que me ayudó a no perderme en la exclusiva zona protestante de Lisburn Road.
“¿Sos periodista? Lo malo es que en la prensa aparece siempre este conflicto contado como si fuera el enfrentamiento entre una élite y una clase trabajadora. En realidad, son dos clases trabajadoras que se pelean entre sí.”
“¿Vas a ir a Shankill Road? Por favor no condenes a todo un país si te llegás a cruzar con un grupo de imbéciles.”
De acuerdo, lo intento. Pero ahora estoy encandilado por el fuego, al que le sigo sacando fotos hasta que me doy cuenta que los techos a dos aguas de varias de las casas de clase media adyacentes al bonfire empiezan a incendiarse por efecto de las chispas. Entonces el DJ deja de pasar música, llega un autobomba y varios de los atemorizantes autos blindados de la policía de Belfast. Y no puedo girar mi cámara sin temer reacciones de hooligans.
Quienes querían quemar banderas irlandesas terminan incendiando sin querer su propio barrio. Al día siguiente, leo declaraciones a la prensa de una de las damnificadas: “Era como un volcán en erupción. El cielo estaba rojo, completamente. Preferí salir inmediatamente de mi casa porque es más importante mi vida que mis pertenencias”. A pesar de los años de conflicto, y del encono histórico entre católicos y protestantes, ella debe haber pensado al menos por una vez que no existe peor fuego que el fuego amigo. O peor astilla que la del mismo palo.
Fotos: AP, AFP y Leandro Uría