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Su vida dio un giro en el lugar que menos esperaba y al que, sin embargo, había concurrido desde que había pisado los primeros años de juventud. Fue en un boliche, de madrugada, mientras tomaba champagne y sabiendo exactamente lo que quería -y sobre todo lo que no buscaba para su vida- que el destino decidió abrirle los ojos a nuevas posibilidades.
Criada como la segunda de cuatro hermanas en una familia de clase media, tuvo una infancia atípica quizás para lo que se acostumbraba en la época. “Mi papá era representante de artistas y mamá ama de casa. Ambos eran muy particulares: por el trabajo de mi papá salían mucho de noche, iban a fiestas, comidas, Mau Mau y Recoleta. Nosotras nos quedábamos con mi abuelo y una chica que ayudaba en las tareas generales y vivía en casa. Al mediodía cuando volvíamos del colegio, mis padres recién se levantaban”.
“Mi mamá tenía una autoestima tan alta, que me aplastó”
El vínculo de Verónica con la vida de noche, los boliches y las fiestas tenía historia familiar. Como su padre había sido abandonado por el suyo, (un famoso artista de Jazz), con tan solo 16 años se había visto en la obligación de salir a trabajar. Tocaba la batería en diferentes cabarets de la ciudad.
“Fue muy responsable desde chico, pero conoció la noche y sus mujeres. Conocer a mi mamá le permitió formar la familia que nunca había tenido. Mamá era una diosa, con un padre muy autoritario. Con esos antecedentes ella no supo demostrar cariño. Era tan autoritaria y con una autoestima tan alta que nos aplastó. A pesar de estas particularidades, tuvimos mucha presencia de ellos. Pero fuimos muy reprimidas. En casa mandaba mi mamá. Aunque para el afuera éramos ultra-educadas, la realidad era que estábamos sobreadaptadas, mostrando siempre perfección. Fue muy difícil crecer y ser independientes”.
“La risa y mi carácter alegre me salvaban de todo”
En su familia, Verónica se sentía diferente. “Era mala alumna porque volaba. Dibujaba hadas y princesas todo el tiempo, no paraba de hablar, me sentaban al lado de la maestra para que no molestara al resto. Pero era tán simpática y graciosa que era imposible enojarse o retarme. La risa y mi carácter extremadamente alegre me salvaban de todo. En esa época no había bullying como ahora en los colegios. Las burlas eran entre hermanos, en las casas. Puertas adentro mis hermanas se reían de mis bigotes. Eso me hizo llorar más de una vez frente al espejo y fue algo que, a futuro, hizo que me costara acercarme a los varones”.
De hecho, no había tenido demasiado contacto con el universo masculino; ni de chica, ni en la primera adolescencia. “Iba a un colegio de mujeres en el barrio de Almagro, donde la colectividad judía era mayoría. Envidiaba su libertad y cómo se manejaban socialmente, mucho más adelantadas en miles de cosas. Yo mentía y decía que salía y que tenía novio, pero en realidad, me pasaba todo el fin de semana dibujando y muchas veces llorando”.
“Me transformé en algo que no pude manejar”
Finalizada la etapa escolar, Verónica fue a la escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. “Ahí empezó a abrirse mi cabeza de golpe. Fue cuando comenzó la democracia. Como en mi casa no se hablaba mucho de política, estar ahí, conocer tantas personas que pensaban diferente me hizo cambiar. Salían a la puerta a manifestarse, sonaba el Unicornio Azul todo el día. Pero yo no encajaba, era como una nena de mamá en medio de una revolución”.
Cuatro años después decidió probar suerte en la carrera de Diseño Gráfico de la Universidad de Buenos Aires. Allí encontró su lugar en el mundo. En cuanto obtuvo su título empezó a trabajar de manera independiente. Siempre conseguía clientes, tenía trabajo, ganas y se sentía feliz. Finalmente, luego de unos meses de ahorrar, pudo ir a vivir sola.
El crecimiento intelectual y profesional también se vio acompañado por un cambio de imagen (aunque no era algo conscientemente buscado). “Me transformé en algo que no pude manejar. Un cuerpo perfecto, llamativo, sumado a mi carácter alegre explosivo con predisposición a la diversión me dieron muchos años de salidas, noche, mucha City y Punta del Este. Siempre estaba en las mejores fiestas y los mejores lugares. Era época de RRPP con invitaciones a fiestas privadas. Recuerdo que Clotta Lanzeta mandaba unas tarjetas con invitaciones al Cielo, Pachá, Le Club. Entre tanto champagne y diversión, yo buscaba un amor. Pero ¿quién podía tomar en serio a una nochera, divertida, independiente que hacía lo que quería?”.
“El problema era yo”
Fueron años complicados. Sentía que nada en ella valía; pensaba que cuando un cliente la contrataba, era porque quería otra cosa o porque cobraba barato; trabajó con primeras marcas -pasaba horas trabajando, hacía packaging, vidrieras, bolsas, imágenes corporativas-. Dormía a la mañana y vivía de noche.
Su tristeza cada vez era más grande. “Sentía que conmigo se divertían pero nadie me amaba, nadie se quedaba conmigo. Aparecían y desaparecían. Me iba un fin de semana a Punta del Este con un hombre, sentía que empezaba una relación pero, de regreso, nunca llegaba el llamado que yo tanto esperaba. Podía quedarme días en casa esperando un llamado que no llegaba, mintiendo a mis amigas”.
Tomaba ansiolíticos para tapar la angustia. Y se “mataba” en el gimnasio: “lo único que podía controlar era mi cuerpo, mi peso. Empecé a darme cuenta de que no importaba con qué hombre me vinculara. El resultado era el mismo, de la locura a desaparecer. El problema no eran ellos, ¡era yo!”.
“Eran exitosas por fuera pero no podían con sus vidas”
Hasta que una mañana de 1983, en un programa de televisión, escuchó hablar de un grupo de ayuda para mujeres coordinado por la Licenciada Patricia Faur. Con un título en Psicología por la Universidad de Buenos Aires, especialista en dependencias afectivas y autora de más de diez libros sobre la temática, había empezado su trayectoria profesional abordando problemáticas típicas de pareja. Con el tiempo se interesó por cuestiones que en los Estados Unidos de fines de los ‘80 estaban en boga, pero que en la Argentina de ese momento ni siquiera se hablaban: la codependencia y los vínculos adictivos. En ese entonces, según palabras de la propia especialista, era raro considerar que una relación podía ser tomada como una droga. El grupo que Faur armó, de nombre Mujeres que Aman Demasiado funcionaba (y lo sigue haciendo hasta hoy, aunque bajo otro nombre) con el mismo sistema que alcohólicos anónimos.
“Todo lo que contaban, me pasaba. Eran mujeres que no se valoraban, que ponían al otro en un pedestal de poder y que, a pesar de sufrir, no podían dejar esa manera de relacionarse. No lo dudé y fui. Cuando llegué, vi mujeres bellas, juezas, médicas, amas de casa, contadoras, exitosas por fuera pero que, por dentro, no podían con sus vidas”.
En esa primera aproximación supo que el problema con el que había estado luchando durante tantos años tenía un nombre: dependencia afectiva. Según le explicaron en ese momento, en los dependientes emocionales el deseo de ser amados se convierte en una necesidad. Necesitan del otro para estar vivos, para saber que existen.
“A mí me decían ¿qué es lo malo de amar demasiado? ¡Demasiado es darle todo a un otro, es sentir que sin ese otro no vales. Son relaciones en las que no hay ida y vuelta. Uno tiene por dosis estar con un otro que muchas veces es difícil de conseguir, porque no llama, desaparece, aparece cuando quiere. No se pueden hacer planes, no cumplen con su palabra y hasta que no llama te morís. No te respeta, pero no lo podés dejar. Es como una droga: sabés que te hace mal, pero estás ahí como una esclava esperando una dosis, que crees que es un minuto de amor, pero no es amor. Mis relaciones eran así. No es que sos adicta a una persona, o a muchas, es el patrón de relación, donde hay chispas y planetas que chocan, estrellas en el aire y al otro día te caes en un precipicio. Igual que la cocaína, cuanto más consumís, peor te hace, pero necesitas ese momento de flash. Es una adicción sin sustancia: la dosis es cada encuentro, cada llamado, cada promesa”.
Así, sumida en su propio abismo, Verónica vivía los vínculos que entablaba como estresantes y posesivos, y alternaba momentos mágicos con caídas abruptas. Desde esa primera reunión y durante más de diez años, nunca faltó a los encuentros. “En el grupo aprendí que si duele no es amor; que en el amor no se sufre. Que si no llama, el silencio es una respuesta. Aprendí que mi palabra tiene valor, aprendí a decir lo que siento y quiero, sin pensar lo que quiere el otro, y valorarme con mis errores y aciertos. En el grupo se habla en primera persona y las mujeres dan ayuda desde su experiencia, sin opinar, ni juzgar, uno toma lo que le sirve. Verme reflejada en mujeres iguales a mi, que meten la pata igual y que humildemente piden ayuda para cambiar fue maravilloso”.
Hasta ese momento había tenido relaciones literalmente tortuosas. Incluso muchos le daban consejos, recetas e ideas para que no se quedara sola o pudiera “atrapar al hombre quedando embarazada”. Desde luego no era el camino que buscaba transitar. “Gracias al grupo entendí algo tan simple como que el que quiere estar con vos, te busca, te llama y hace lo que dice, sin interpretaciones, sin esconder nada. Quería que alguien me ame como soy, viviendo sola y saliendo de noche”.
“Alguien que me ame como soy”
Fue en ese contexto de profundo autodescubrimiento que su vida cambió. Tenía 38 años cuando lo vio con otros ojos y por primera vez. Ya lo había cruzado en el pasado. Ella tenía 23 años y Claudio también frecuentaba los mismos boliches a los que ella solía ir. “Él era lindo como pocos. Pero no era mi prototipo del extrovertido y canchero. Todo lo contrario: era callado y reservado. Habíamos salido un par de veces. Con los años lo encontré una que otra vez en la City, en Punta. Él nunca me registró. No le interesé y él tampoco a mí. Él era un galán de la noche y yo estaba en otra sintonía”.
Muchos años después, la noche que se reencontraron, él festejaba sus 42 años en Asia de Cuba. “Mi cambio de vida fue por ir a un grupo de adicción a personas. Cuando él apareció, yo ya había logrado reconstruir mi autoestima, había sanado mis heridas y estaba en paz conmigo misma. Fui tan honesta que le dije -entre burbujas-, que yo solo esperaba hechos, no palabras”. A los dos meses se fueron a vivir juntos, ninguno de los dos había convivido anteriormente.
La relación se construyó día a día, con honestidad. Ninguno buscaba cambiar al otro. La base se dio a través del respeto, con proyectos y con mucho amor. Se convirtieron en padres después de los 45 años y, como broche de oro al maravilloso reencuentro que la vida les había ofrecido, decidieron casarse. Hoy, hace 22 años que están juntos. Verónica fue durante trece años al grupo. “Seguí un año más cuando empecé a salir con Claudio. El día anterior al civil, fui por última vez a una de las reuniones para despedirme, contarles a todas que se puede estar bien y a alentar al resto”.
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