Para cualquier observador, la vida de esta protagonista marchaba sobre ruedas: tenía sus ingresos, muchos amigos, jugaba al hockey y se educaba para su futuro; algo, sin embargo, la inquietaba
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En un comienzo, Natalia Grunberg siguió las reglas. Le gustaba el diseño gráfico y, sin pensarlo demasiado, cuando terminó el secundario hizo todo lo que se suponía que debía hacer: eligió una universidad, consiguió un empleo y dedicó largas horas de estudio para recibirse en la FADU (Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo). En aquellos tiempos de estudiante, para cualquier observador, su vida marchaba sobre ruedas y sin sobresaltos: tenía sus ingresos, muchos amigos, jugaba al hockey y se educaba para su futuro.
Pero no todo relucía en su interior. Aquella realidad, amena para otros, incomodaba a la joven, quien solía recibir al mes de marzo -cuando el cuatrimestre volvía a arrancar- casi como una sentencia. Era cierto que no tenía nada de qué quejarse y que allí, en Buenos Aires, llevaba una buena vida que incluía un trabajo en un estudio de Arte, que le permitía ahorrar e irse de viaje apenas llegaban las vacaciones de verano. Sin embargo, todo aquel “enlatado” de rutinas -estudio, trabajo, amigos, deporte, vacaciones- no la identificaba, ni conmovía. ¿Hay algo más que esto en la vida?, se preguntaba cada noche. Natalia no quería esperar la llegada del fin de año para explorar el mundo, ni veía a los viajes como un sinónimo de hacer turismo, sino que lo consideraba la mejor escuela posible.
Y así, el día en que recibió su título, ya no hubo un nuevo cuatrimestre rutinario que se interpusiera en su camino. La joven agradeció y abrazó aquella sensación, y decidió que era tiempo de emprender una vida sin sensaciones de ahogo de marzo ni de liberaciones en diciembre.
Vivir en el sur, un gran trabajo para ahorrar y el regreso de una vieja sensación: “Ese llamado interno”
Primero se fue al sur. Había estado antes con amigas, en sus vacaciones tradicionales. Esta vez, sin embargo, Natalia decidió irse a vivir a su lugar en el mundo, magnífico, rodeada de lagos, aire puro y montañas. Allí estuvo durante un año y medio donde al comienzo cuidó una casa, con sus plantas y animales. A la par, ganaba dinero con diversas changas, hasta cierto día en el que consiguió un empleo más estable en un lodge de pesca, un trabajo típico de la Patagonia argentina.
“Es un trabajo genial, porque estás rodeado de paisajes increíbles e incluye alojamiento y comida, aparte del sueldo. No hay nada en qué gastar, en definitiva, por lo que significa casi un puro ahorro”, explica Natalia.
Por entonces, corría el año 2017 y la joven se dedicó a trabajar y ahorrar con una única finalidad: traspasar las fronteras y empezar su viaje de exploración por el resto del mundo. “Decidí irme de Argentina básicamente por lo mismo que me había ido de Buenos Aires al sur, ese llamado interno que se plantea en un interrogante: ¿qué pasa más allá de? Siempre fui muy curiosa, no lo pensé mucho, solo me decía: ¿qué es lo peor que me puede pasar?”.
Cruzar las fronteras para emprender una vida nómade sola y de a dos, sin caer en la rutina: “Vuelvo a lo esencial, que es el movimiento”
Al cruzar la frontera, Natalia ingresó casi sin darse cuenta en una nueva forma de vida que ya lleva ocho años. Primero llegó a Italia, luego le siguieron Australia, el sudeste asiático, Inglaterra y Francia, más tarde regresó al Pacífico y - tras otros países de por medio- hoy se encuentra en Ibiza.
En cada una de estas regiones vivió por tiempos cortos y prolongados, y fue en su recorrido asiático que su camino solitario se transformó en un caminar de a dos, enamorada de un español, con quien comparte el espíritu nómade: “Con él viví diez meses en Gran Bretaña e hice la temporada de nieve en Francia. Volvimos juntos a Australia y ahora estamos en la temporada balear”, revela.
“Salvo excepciones más largas, a los tres/ cuatro meses me gusta seguir de viaje. La sensación siempre es la misma, después de ese tiempo siento que caigo una vez más en la rutina y a mí me gusta explorar, entonces vuelvo a lo esencial, que es el movimiento”, continúa.
“Mi entorno argentino, por suerte, siempre me apoyó en esta locura mía. No es fácil con las amistades, pero ahí están siempre cada vez que vuelvo. Uno tiene que poner en balanza lo que a uno le gusta hacer, y en mi caso es viajar, conocer y moverme”.
Cuando la calidad de vida se lleva a cuestas: “Las formas de vivir viajan con uno”
Durante los últimos ocho años, Natalia ha visto mucho. Se dejó envolver por aromas y conquistar por sabores. Sus ojos han visto el paraíso terrenal y el infierno que la humanidad lleva a cuestas. A cada paso, ella ve diferencias, pero más similitudes. Y tal vez por el hecho de no estar tras la caza del “lugar perfecto” o en la búsqueda por hallar la ciudad con la mejor calidad de vida para echar raíces, es que Natalia acepta que hay lugares donde se vive mejor que en otros, pero que, en el fondo, la calidad de vida la lleva uno a cuestas.
“En todos los lugares hay cosas buenas y cosas malas, pero después va en uno, en los gastos que vas teniendo, el estilo de vida que llevás, las formas de vivir. Todas esas cosas viajan con uno”.
“Esto también lo vivo en mis regresos a la Argentina”, continúa pensativa. “Cada vez que vuelvo trato de quedarme unos dos meses y las emociones que me atraviesan son mixtas. Primero sos una estrella, todo el mundo te quiere ver, uno quiere ver a todo el mundo, después se tranquiliza un poco y al final vuelve el extremo”.
“Siempre vuelvo, porque es necesaria la sobredosis de amor para seguir viajando. Salvo una vez, siempre regresé de sorpresa, que es hermoso”, continúa Nati, quien desde sus redes cuenta su vida como nómade, con sus pros y sus contras (@natigru): “Porque no todo es color de rosas”.
El tiempo, ese temita que siempre está de fondo: “No somos árboles con raíces al piso”
Cuando se trata de narrar historias, se dice que los temas más importantes para el ser humano son el amor y la muerte. Existe, sin embargo, un sinónimo encubierto de la muerte y se llama tiempo, ese tic tac que nos indica con su pulso que estamos indefectiblemente un segundo más cerca de morir. Para Natalia, el tic tac de su vieja vida en Argentina resonaba estridente, tan ensordecedor que sentía que no solo no le permitía escuchar sus verdaderos deseos, sino que, fiel al comportamiento de las rutinas del tiempo ordinario, se escurría a una velocidad avasallante, dejando tras sí una sensación de vacío y sinsentido.
¿Qué hice de mis días realmente? Cuando el sol está por despedirse, ¿cuánto valor profundo siento que le saqué a las horas? Estas y otras preguntas similares acosaban a Natalia, quien, finalmente, decidió mirar al asunto a los ojos y tomar la frase de Einstein con seriedad: “El tiempo es una ilusión”, dijo él, es decir, una construcción subjetiva de nuestra mente para entender y organizar la realidad.
“Hace varios años que descubrí que el tiempo es lo más importante que tenemos”, reflexiona Natalia. “Y así, para mí, vivir de esta forma, encontrarme con toda esta gente en el mundo, que me aporta sus enseñanzas, es lo que me habla. Debemos intentar estar felices donde estamos, haciendo lo que estamos haciendo. No somos árboles con raíces al piso, si hay algo que no te gusta, te podés mover, dentro de las posibilidades que cada uno tenga. Siempre hay un camino para estar mejor. El tiempo es lo único que no vuelve”, concluye
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