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En el comienzo de la historia del hotel Jousten hay una princesa y un terreno baldío; en el último capítulo, la puesta en valor de un espléndido edificio en la esquina de 25 de Mayo y Corrientes, pleno bajo porteño. Anclado sobre la barranca, justo ahí donde cae suave la pendiente en dirección al río, el Jousten emerge renovado entre las arquitecturas de gran porte que hacen al paisaje de la zona, felizmente viva tras el largo silencio que impuso la pandemia. Nada es para siempre, aunque la vigencia del hotel desmienta ese mantra. Hace casi un siglo que está intacto, y ahí.
“Aprovechamos la época de crisis de salud pública, donde nos vimos obligados a cerrar, para remodelar el hotel: en las áreas públicas como el bar, el restaurante, el lobby, y, además, se realizó una nueva decoración en las habitaciones. De esta manera, ya se encuentra operativo, ofreciendo el servicio de calidad de siempre en espacios totalmente renovados”, asegura Diego Chourrout, director general y a cargo de la gestión del NH Collection Jousten, cadena a la que pertenece desde 1998. La propuesta elaborada por el estudio TBC, Interior Design + Architecture, con sede en Madrid, buscó rescatar los aspectos originales de la propiedad combinándolos con materiales y piezas contemporáneas adecuadas a las exigencias del viajero poscovid, que ya no es exclusivamente corporativo. Los pasillos que enhebran las antiguas habitaciones -distribuidas en nueve pisos, más una torre central en el remate - ahora son íntimos y coloridos gracias a detalles como las alfombras con estampas vegetales de Christian Lacroix y unas confortables poltronas en las áreas de descanso. En las habitaciones predominan muebles de perfecta factura y en los sectores comunes se privilegiaron los tonos dorados, espejos y asientos de diseño que invitan a disfrutar un café o un trago after office sin necesidad de estar hospedado, una decisión que seguramente hubieran aplaudido sus primeros proyectistas.
Una historia con acento francés
Hacia 1925 María Lidia Lloveras Doufur, princesa de Faucigny Lucinge, soñaba con reproducir en Buenos Aires su château francés. La “Colorada Lloveras” (como se la conocía en su juventud, por su cabellera rojiza) había heredado de sus padres unas cuantas propiedades y terrenos desparramados sobre la avenida Corrientes (entonces más angosta) entre el Obelisco y Leandro Alem; pero no queda claro si en esa esquina estaba originalmente su residencia y si ésta fue demolida luego para levantar el emprendimiento. Lo cierto es que encargó los planos al cuñado de su hermana, el arquitecto e ingeniero Raúl Pérez Irigoyen y a su socio Luciano Chersanaz. La obra comenzó al año siguiente y finalizó en 1928 con la inauguración del entonces presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear.
Las crónicas de la época recuerdan la elegancia de su interior: mayólicas de España, columnas talladas en yeso; pisos y escaleras de mármol traído de una cantera de las afueras de Carrara, Italia, pasamanos de hierro forjado hecho por dos herreros de renombre internacional. El mobiliario y la decoración eran de la antigua casa Nordiska, nada menos.
La fachada es notoria desde cualquier ángulo, y en especial vista dentro del conjunto vecino: su aire neoplateresco, una versión del barroco español, destaca entre la silueta lacia del Comega y el lenguaje clásico de la Bolsa de Comercio, obra de Alejandro Christophersen. Un gran arco de acceso, custodiado por dos soldados de armadura realizados en bajorrelieve, invitaban a subir las escaleras hacia la planta baja del Jousten. Al principio de los tiempos, a la derecha se ubicaba el salón para señoras y, del lado izquierdo, el de lectura, mientras un pasillo hacia el fondo conducía al subsuelo donde funcionaba el famoso restaurante El Faisán que, por estar sobre una marcada pendiente, asomaba hacia el este. En el primer piso se disponían la sala de desayuno junto a la cocina y el salón de fiestas hacia 25 de Mayo. Dicen que en la esquina hubo un local comercial con ingreso propio, y que en la azotea del piso 9 hubo un bar y restaurante con terraza al aire libre, espacio que más tarde sería destinado a las suites.
Una princesa venida a menos
Amiga del escritor Jorge Luis Borges, y musa de varios de sus relatos, María Lidia no tuvo precisamente un final de cuentos. Había sido inmensamente rica pero su marido el príncipe había dilapidado su fortuna, dejándola sin un peso. En Borges a contraluz, la escritora Estela Canto revisa algunos pasajes más tristes de la vida de esta princesa porteña, que para entonces ya había perdido el hotel. “Como ya dije, Borges tomó la costumbre de quedarse a comer afuera, después de sus conferencias, con algunas de sus amigas más asiduas. Las favoritas éramos la princesa de Faucigny-Lucinge, Ema Risso Platero, Delfina Mitre, a quien él llamaba ‘la mística práctica’, y yo. Borges tenía una especial debilidad por la princesa y creo que, al nombrarla, sacó del olvido a una persona que, a su manera, fue importante para él. María Lidia Lloveras, princesa de Faucigny-Lucinge, era una mujer más bien baja, algo entrada en carnes, de más de cincuenta años, con el pelo teñido de un tono rojizo. En su juventud la llamaban ‘la Colorada Lloveras’. Buena parte de las manzanas de la calle Corrientes, en el tramo comprendido entre Leandro Alem y el Obelisco, le había pertenecido. Con esto, su pelo rojo y su trato amable, no tuvo dificultades en conquistar uno de los primeros títulos nobiliarios de Francia. Su marido, Bertrand de Faucigny-Lucinge, recuperó al casarse su estatus principesco y se dedicó a dilapidar las rentas de la princesa.
Pero en la Argentina sucedió algo peor. Como apoderado y administrador de su fortuna, había nombrado a un político conservador de renombre. Este caballero no demoró en hacer que pasaran a su cuenta personal las cuantiosas propiedades de la princesa ausente. El príncipe, viendo que las rentas disminuían, abandonó a su mujer, o tal vez ella, alarmada, lo abandonó. De todos modos, tuvo que volver sola a la Argentina y, tras perder algunos pleitos, vivía ahora de una modesta pensión y de la ayuda que le prestaban sus amigas” recuerda el texto. “Era una mujer espontánea, cordial, que soportaba con estoicismo la pérdida de su fortuna, algo penoso en todas partes, catastrófico en la Argentina. La princesa era despreciada por haber perdido esa fortuna. La sociedad prefería olvidarla. Borges compensaba esto de alguna manera. Él siempre la llamó ‘princesa’ y nunca se tomó la libertad de tutearla, como era costumbre entonces en ciertos medios”.
Segundas oportunidades
Ni un cazafortunas, ni una dictadura, ni una pandemia pudieron con el edificio. Las topadoras podrían haberlo volteado en 1980, cuando cerró sus puertas porque el gobierno de facto no atraía a los turistas. La propiedad entró en una larga y triste decadencia, hasta que en 1998 la cadena española se hizo cargo del negocio. Su renacer fue una suerte de lección en medio de la voracidad de los desarrollistas por cada metro cuadrado de la ciudad.
Hacia el 2000, una respetuosa restauración le devolvió el brillo, al punto de alcanzar la distinción de la Sociedad Central de Arquitectos y ser declarado Testimonio Vivo de la Memoria Ciudadana por haber mantenido su carácter y aspecto originales, mérito de los estudios de arquitectura Urgell-Fazio-Penedo-Urgell, Fernández-Otero y Caparra-Entelman y Asociados; y de la constructora RT Construcciones. La fachada sigue intacta, solo perdió las rejas artísticas del acceso y el local en la ochava, reemplazando la puerta por una ventana que hoy permite agradables visuales desde el nuevo bar. Una segunda oportunidad que Buenos Aires y los vecinos agradecen...
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