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“Esta casona fue construida en 1897. Primero como vivienda familiar y luego en 1934 se transformó en lechería. Mi padre hacía el reparto con un carro tirado a caballo y abastecía al barrio con sus productos lácteos. Fue a principios de la década del 60 cuando transformó el negocio en almacén y desde entonces continuamos con la tradición”, cuenta Jorge Ricardo Laco (71), segunda generación detrás del mostrador de este histórico almacén ubicado en Julián Álvarez 1120 en el barrio de Palermo. “¿Qué más te preparo maestro?”, consulta Jorgito, mientras con una fiambrera corta 300 gramos de jamón cocido “finito”, que le solicitó Germán, un habitué “Dame 400 de queso fresco y 200 de salame”, agrega, mientras charlan sobre el extraño clima “primaveral” que está teniendo mayo y se recomiendan nuevos estrenos de películas para ver por la noche “comiendo una picadita”. Minutos más tarde llegó Teresa, quien fue en busca de panceta y legumbres para cocinarle un guiso de lentejas a sus hijos.
Lo “De Chiche”, como se conoce el almacén, es una verdadera reliquia oculta en medio de los bares y cervecerías que rodean la zona. Al ingresar, el tiempo se detiene: no hay ninguna prisa y los clientes se olvidan del traqueteo de la vorágine porteña y de sus problemas cotidianos. “Como los sándwiches de acá no hay”, reconocen, sin dudarlo, los habitués. Es que además del surtido de provisiones, los fiambres entre dos panes de Jorgito son codiciados en el barrio. El de mortadela y queso es la estrella imbatible y le siguen el de jamón cocido y el de crudo con el “toque mágico” de la manteca. “Siempre se preparan en el momento y al peso. El pan es de una panadería vecina y el fiambre es de primera calidad”, afirma orgulloso Laco y comienza, poco a poco, a relatar su historia familiar.
De los Pirineos a Argentina
Su abuelo Don Arnaud Laco fue quien emigró, con tan solo dieciséis años, en compañía de su hermano tres años mayor, hacia Argentina a principios del siglo XX. Escapaban del hambre y la miseria. Los jovencitos repararon su esbelto equipaje cargado de recuerdos, ilusiones y unos pocos harapos; y dejaron atrás Juxue, un pueblo del País Vasco francés en los Pirineos. Tras varios y largos días de navegación llegaron al anhelado Puerto de Buenos Aires y a los pocos días se instalaron en la ciudad de Toay, en Santa Rosa, La Pampa. Allí trabajaron en distintas chacras y ganaron experiencia.
Años más tarde se mudaron a Rawson, provincia de Buenos Aires, donde comenzaron a cosechar la tierra y aprendieron a ordeñar vacas en un pequeño tambo. En aquella época Arnaud conoce a una bella señorita llamada Joaquina Pérez y el flechazo fue inmediato. Al tiempo se casaron y fruto de su amor nacieron tres hijos: Ricardo Domingo Laco, Arnoldo y Chicha. Los niños se criaron rodeados de naturaleza y aprendieron el valor del trabajo. Desde pequeños comenzaron a ayudar con ciertas tareas en el tambo y años más tarde montaron uno propio en Castilla. “Para ordeñar había que madrugar. Recuerdo que mi madre luego de la jornada de trabajo, a las seis de la mañana, los esperaba con el café calentito en las ollas grandes de hierro “La Morocha”. Otro de sus clásicos para desayunar era la leche con cascarilla de cacao. El aroma era delicioso”, recuerda Jorge, quien junto a sus hermanos Alberto y Raúl, pasaron parte de su infancia en el campo.
Un oficio sacrificado
Jorge cuenta que el oficio era sacrificado: a las cinco de la mañana los tarros repletos de la bebida láctea eran depositados en el tren para luego ser entregados en la “Terminal Lechera”, que antiguamente estaba situada en Godoy Cruz y Paraguay en Palermo. En aquel entonces Chiche era proveedor de una importante lechería en la calle Julián Álvarez 1120. “El antiguo dueño se llamaba Don Gasteliu. Fue una casualidad, pero también era vasco. Él recibía la leche fresca de mi padre en tarros de 50 y 20 litros y la depositaban en un piletón enorme con agua refrigerada. Luego, armaban los tarros y botellas de vidrio más pequeñas para el reparto en el barrio. Los vecinos la podían venir a buscar acá o se les hacían las entregas a domicilio en un carro”, rememora.
A mediados de la década del 50 Gasteliu le ofrece el fondo de comercio de la lechería a Don Chiche. Sin dudarlo acepta el desafío y en septiembre de 1957 se muda con toda su familia a la gran ciudad. Jorge, quien por aquel entonces tenía seis años, recuerda ese día como si fuera ayer. “En ese momento yo era un niño muy tímido. Me senté en el umbral y la señora que nos recibió en la casona nos regaló una gaseosa de vidrio en botella pequeña. Fue una cosa asombrosa. Mágica. La ciudad me podía, era una cosa imponente. Maravillosa”, recuerda risueño. Jorge y sus hermanos, de vez en cuando ayudaban a su padre con algunas tareas sencillas. Desde niño él siempre fue curioso y le gustaba observar cómo se embotellaba cada pedido. Aunque admite que lo que más le divertía era el momento del reparto a domicilio. “Era una vez al día y arrancábamos por el barrio entre las ocho y las nueve de la mañana. Papá tenía un caballo alazán hermoso que se llamaba “Muñeca” que tiraba el carro. La yegua era súper inteligente: lo esperaba y avanzaba según él iba dejando cada entrega. Era una belleza”, relata emocionado.
La ley que prohibía la “leche cruda” y un nuevo proyecto
Todo parecía ir sobre rieles en lo de los Laco hasta que en 1962 llegó una nueva disposición que prohibió la venta de “leche cruda” y suelta en la ciudad. Jorge cuenta que era pequeñito y que tenía “poca noción” de lo que significó esa norma para el pequeño comercio. Chiche no se dio por vencido y junto a su mujer Irma Yolanda Ardura, sacaron a flote la economía familiar. Los primeros meses él se las rebuscó como pudo y salió a vender mercadería (panes, latas, mermeladas, conservas, bebidas, etc) en una camioneta por zona Oeste y Sur del Gran Buenos Aires. Su recorrido incluía desde Lomas de Zamora, Burzaco hasta Temperley, entre otros. Hasta que un buen día al matrimonio se les ocurrió transformar el local de la lechería en almacén. Con mucho esfuerzo diseñaron los altos estantes, compraron las heladeras exhibidoras, la balanza y la fiambrera. Poco a poco, comenzó a tomar forma.
“Empezaron bien abajo con un par de artículos y fueron agregando según la demanda de los clientes. En los inicios se vendía todo a granel y por peso”, cuenta. Los vecinos hallaron en sus estanterías azúcar, legumbres, aceites, bebidas alcohólicas (vino en damajuana y variedad de cervezas), gaseosas y conservas. También continuó vendiendo lácteos, pero envasados: manteca, crema, yogurt, ricota y variedad de quesos e incorporó el sector de fiambres y embutidos con productos de gran calidad. Por su esmerada atención, buena materia prima y precios convenientes, el almacén ganó cada vez más clientela en la zona. Al día de hoy, mantiene algunos desde los inicios.
Jorge y sus hermanos transcurrieron su infancia en el barrio. Jugaban a la pelota en la otra cuadra y en más de una oportunidad “hacían alguna que otra inocente travesura”. “Nos conocíamos todos los chicos por su nombre. Era todo muy sano y divertido. Había mucha camaradería”, afirma, quien a los quince años arrancó a darle una mano a sus padres con el emprendimiento. En los inicios acomodaba los cajones de gaseosas y también acercaba pedidos dentro de un par de cuadras a la redonda. Chiche le inculcó el valor del trabajo y a defenderse con las compras. “Hay que elegir siempre calidad y buen precio”, repetía el joven como un mantra. En 1999, tras probar suerte en otros empleos y vivir su propia experiencia en el exterior, Jorge apostó al almacén. “¿Che y si vengo a trabajar acá con vos?”, le dijo a su padre, quien ya tenía unos setenta y cinco años. El oficio lo estaba esperando. El almacén era su casa. “La vida siempre me empujó mágicamente a estar detrás del mostrador. En ese momento sentí que yo tenía que estar ahí. No me podía negar. Me gusta, es lindo y te da mucha gratificación el ida y vuelta con la gente”, confiesa, mientras le prepara una figazza de manteca rellena de mortadela y queso a Bruno, un motociclista que paró a descansar de su jornada laboral. “Me llevo esta gaseosa fresquita también”, agrega y enseguida le da un mordisco al sándwich. “Está tremendo. Como siempre. Nos vemos Jorgito”, se despide con una sonrisa.
No tienen competencia: “De 10 sándwiches que salen 7 son de mortadela”
Los parroquianos aseguran que “los sándwiches de Lo de Chiche no tienen competencia”. ¿Su secreto? Pan fresco y artesanal de una de las panaderías del barrio y el generoso relleno de fiambres. En una canasta de mimbre están los panes para elegir: pebete, “negritos” (integrales), figazza de manteca, pequeños y grandes (los que más salen).
Y en la heladera exhibidora la variedad de fiambres: quesos, jamón crudo y cocido, bondiola, salame, mortadela, entre otros. Jorge reconoce que su diferencial es que los prepara en el momento y “al peso según el gusto de los clientes”. Generalmente suelen ir 50 gramos de queso y la misma cantidad de gramos de fiambre que elijan. “Por supuesto el que quiera más o agregar tres ingredientes es posible. Se arma todo a medida. Es mi impronta personal”, afirma, mientras pesa en la antigua balanza el pedido de Luca, un joven estudiante italiano de Parma que todos los días antes de entrar a la escuela viene a retirar su sándwich preferido de jamón crudo. Los más demandados son el de mortadela, el clásico de jamón y queso o salame y el de matambre. También el de crudo y queso con manteca. “Dame uno de Mooortadelaaaa”, cantan los fanáticos ni bien pasan la persianas de antaño de hierro de la entrada del boliche. “Es un ícono. De 10 sándwiches que salen 7 son de mortadela”, dice Laco.
Es como un Club Social
Viviana, es otra clienta que viene hace años a comprar fiambres. Sus hijos son fanáticos del pastrón. “Paso una vez por semana. Me encanta la materia prima y la atención de Jorgito”, expresa, mientras él le corta queso fresco y una porción generosa de dulce de batata para el postre de la noche. Además, se tienta con encurtidos y conservas para las picada: pepinos, aceitunas verdes y negras, pickles y cebollitas. Minutos más tarde ingresó una niña, luciendo su delantal del Jardín, con su mamá. “Hola Jorge, te traje las monedas”, dice, con su bolsita con cambio.
Él le sonríe y enseguida se da cuenta que se le cayó un diente. “Va a venir el ratón Pérez”, le anticipa y se acerca a la caramelera repleta de golosinas y le regala un chupetín. “Es una síntesis de todos los dientes que se te cayeron”, expresa. Ella le agradeció con una sonrisa gigantesca. A Jorge le encanta jugar con todos los niños que lo visitan. Otro nene, que apenas llega al mostrador, vestido con la camiseta de Messi, se sorprende con sus trucos y cómo hace “desaparecer” las monedas como por arte de magia.
A Laco también le dicen cariñosamente en el barrio “el encantador de perros”. Las mascotas adoran el almacén ya que él siempre los espera con un pedacito de fiambre para que saboreen. Todos al ingresar mueven la cola de felicidad. Como Canuto el perro de Carmen, una habitúe que viene hace más de cuatro décadas. “Conozco el lugar desde que estaba Chiche. Me gusta porque el ambiente es muy familiar. Me encanta conversar con Jorge y su señora Mónica. Siempre compro fiambres y quesos. Mi marido siempre decía que acá tienen los mejores”, asegura la señora.
“Lo de Chiche” es como un club social. Todos se conocen y en la diaria charlan de diversos temas: economía, filosofía, política, cine y recetas. “A veces uno es como un psicólogo. Nos aconsejamos mutuamente con los clientes de la vida misma. Incluso hay varios que me conocen desde que era jovencito. Como pasan los años”, confiesa, entre risas. Para Laco los almacenes forman parte de la identidad de los barrios es por ello que jamás pensó en modernizarlo con el autoservicio. “Creo que los grandes comercios y supermercados son impersonales. Todo es rápido y casi no hay interacción. Acá con la gente se arma un vínculo, se los llama por su nombre”, opina, quien también optó por mantener la estética de siempre con los pisos originales, persianas de hierro y altos estantes. “Hace poquito le dimos una mano de pintura, pero sin perder su esencia. De hecho, cuando estábamos en obra encontramos en las paredes una verdadera reliquia: mayólicas españolas originales verdes y rosas de principios del siglo XIX. Las rescatamos y las pusimos a la vista” , cuenta el emprendedor.
“¿Qué haces campeón?”, le dice a un joven. “Jorgito, ¿No me fías un sándwich y una gaseosa? Te traigo mañana”, le contesta. Enseguida Laco le prepara su especialidad. Aquí, tienen una regla de oro: se manejan con la confianza de sus clientes.
“Para mi padre el almacén era parte de su ser. Siguió dando vueltas en el negocio hasta sus 95 años. Es un orgullo poder continuar sus pasos”, confiesa Jorge emocionado. Antes de despedirse nos cuenta la historia del árbol que está justo en la entrada del comercio. Lo trajo Chiche en una de sus visitas a la aldea familiar en Juxue. “Era un retoño de un roble de más de 200 años. Lo puso en una maceta y se transformó en arbusto. Es increíble como enraizó en Buenos Aires. Se ve que le gustó el lugar”, remata. Cada vez que lo observa detenidamente recuerda la tierra de sus antepasados y también su propia historia.
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