Aunque parezca la más opaca de las estaciones, el invierno tiene sus maravillas. Las despliega en los jardines, en el bosque urbano que forman los árboles de las veredas, hasta en una flor que brilla en una maceta.
Muchos árboles dejan ver su esencia durante la reclusión de invierno, la estructura de su ramaje desnudo. La vida está en ellos, pero en suspenso, a la espera del tiempo apropiado para manifestarse. Cambia la situación; las ramas que hasta hace poco tiempo eran brazos casi invisibles que sostenían el follaje, ahora se distinguen plenamente, con una fuerza escultural inusitada. Algunas veces también es posible disfrutar la languidez seductora de los ramajes péndulos, como los de algunos sauces. Estas formas suelen crear imágenes mágicas al replicarse en los estanques, en los cursos de aguas tranquilas o simplemente en los charcos que deja una lluvia. Los otros follajes, los que se mantienen, ya no tienen la vibrante coloración de otras estaciones, pero quedan como marco de los leños desnudos, en un contrapunto donde todos se valorizan.
Ahora expuesta la estructura de muchos árboles, se ven plantas que reptan sobre los troncos –como los helechos epífitos del género Microgramma y trepadoras–, y en las oquedades de la madera donde las hojas se convirtieron en mantillo pueden apreciarse otras plantas que, de tan frugales, brotaron allí donde cayó la semilla llevada por el viento o por los pájaros.
En este tiempo invernal, de detalles, es fácil ver las cortezas, y entonces mirar los intrincados entramados, las raras geometrías, los colores yuxtapuestos. Las cortezas son pequeños ecosistemas donde pueden hacer pie musgos y líquenes fascinantes.
Al aire frío se les atreven algunas especies que lanzan un intenso llamado floral para congregar a los escasos polinizadores que se aventuran a salir. Los llaman y seducen con un raro ofrecimiento para la época: néctar y polen. Así, algunas plantas parece que reverberan entre el paisaje invernal, como las flores rosa intenso del membrillero del Japón (Chaenomeles speciosa), de hasta dos metros de altura y diámetro. Esta planta que durante el año es hasta molesta por sus espinas, tiene virtudes inigualables, florece cuando florece, tolera casi todo: frío, calor, falta de agua. Sus brotaciones rojas, su delicada y a la vez profusa floración son sus galas. Casi iguales, con la misma estética oriental pero más pequeños y más ubicables, encontramos los Chaenomeles japonica, de flores de un anaranjado que toca el rojo.
La camelia, siempre distinguida con su follaje lustroso y su mesurada forma, brilla especialmente cuando aparecen las flores que son un lujo invernal. Las camelias tardan mucho en crecer, en lograr los 3 o 5 metros que suelen ser su altura límite. Ejemplares así solo se ven en jardines muy antiguos, pero hay una razón para plantarlas sin excusas: florecen desde muy jóvenes. Hay un placer posible y pronto al plantarlas y luego queda su madurez como regalo para el futuro.
Los laurentinos (Viburnum tinus) nunca decaen, puede parecer que su follaje es demasiado adusto, oscuro cuando la vida florece plenamente durante la primavera y el verano, pero a su favor hay que decir que siempre mantienen la forma y que son un buen respaldo para otros follajes. Y en el invierno da su sorpresa. Se llena del blanco de sus inflorescencias y atraen a las abejas que se animan a salir durante los días en que el sol templa el aire.
Hay magnolias que también florecen en esta época, como la resistente Magnolia stellata, que llama con el perfume que emanan sus flores blancas que parecen estrellas, de allí el nombre de su especie. Están abiertas en el corazón del invierno. Un poco más tarde aparece en escena, y mirarla es insoslayable, otra magnolia, la M. liliflora. Tiene flores como tulipanes y son tan carnosas que suelen buscarlas los pájaros como alimento en esta época de escasez, y no es raro verlas desgarradas. Florecen antes que las hojas y, durante la foliación, menos profusamente. Las hay de flores rosadas y otras de un púrpura marcado, que resaltan contra las ramas grises.
Siempre alegran los junquillos (Narcissus tazetta) que aparecen entre la hojarasca que dejó el otoño, con su verde nuevo y sus flores tan perfumadas en el extremo de un escapo que se mueve con el viento. También se notan las bergenias (Bergenia crassifolia), pequeñas herbáceas, con sus flores rosadas, sus hojas redondeadas, que pueden formar un notable cubresuelo. Tienen aptitud para crecer y florecer aun en los sombreados jardines urbanos.
Hasta una maceta en un balcón puede cambiarnos el humor, por ejemplo si en ella vemos crecer de a poco el escapo del amarilis de invierno (Hippeastrum aulicum) hasta que las flores se desatan en un rojo intenso. O la santateresita (Schlumbergera truncata), tan común y tan sofisticada. No tiene hojas, es un cactus sin espinas, de tallos péndulos que terminan en leves flores fucsias (en su versión más rústica y tal vez la mejor). La Crassula ovata es una suculenta africana que también da muchas satisfacciones casi sin ninguna exigencia. Florece en pleno invierno, con estrellitas blancas perfumadas. También puede cultivarse en tierra, y es allí donde mejor florece.
Algunas enredaderas de flores de colores fuertes tienen su mejor época en invierno, como la Hardenbergia violacea, una australiana que crece bastante rápido hasta 2 o 3 metros de altura. Es una planta para lugares de inviernos amables y genera profusamente flores violetas.
La Pyrostegia venusta o enredadera de san Juan es una liana nativa del noreste de la Argentina, fogosa para crecer y florecer. Los botánicos le dieron ese nombre derivado del griego, que quiere decir "fuego en los techos", por su tendencia a volcarse sobre los tejados cuando los encuentra. Da alimento a los picaflores y ellos le traen la posibilidad de dar semillas que las perpetúan. También el invierno es anaranjado con las naranjas de invierno y los kunquats o quinotos.
El jazmín amarillo (Jasminum mesnyi) es una planta que ocupa mucho espacio y, en medio del invierno, parece un gran surtidor de ramas llenas de flores. A diferencia de otros jazmines, las flores no tienen perfume notable, pero sí un irresistible amarillo.
También en invierno florecen las acacias, como la australiana Acacia dealbata o aromo francés en Buenos Aires, cuando se va yendo julio y parece un anuncio de la primavera. Es un árbol bastante grande, que puede llegar a 15 m de altura. El otro aromo, la Acacia baileyana, es más bajo, las hojas son grisáceas y tiene una copa con forma redondeada, que llega casi hasta la base. El entrañable espinillo (Acacia caven) despliega también sus perfumados pompones amarillos. Es un árbol nativo que, por su gran capacidad de adaptación a distintos sitios, se distribuye ampliamente en el país. Tiene una floración de sofisticada fragancia.
Una maravilla para ver solo en invierno son las heladas blancas. Si no son extremadamente fuertes dejan su marca labrando sobre las plantas un encaje de cristalitos, y enfatizan las formas más sutiles. Si son fuertes, las transforman completamente, como lo hace la nieve con el paisaje.
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