Emociones, esperanzas y temores en la betaespera
Quedarse en reposo sin mover un pelo, mientras tu mamá o una amiga te trae la comida y tu pareja –si la hay– te llama varias veces al día. Ordenar placares y tirar cosas. Prender diariamente un palosanto y pasearlo por toda la casa. Ponerse agua bendita en la panza aunque seas atea. Llevar en la bombacha la estampita de la Virgen de la Dulce Espera o de San Ramón Nonato… los quince días. La betaespera, desespera, dice un proverbio famoso entre la comunidad de las madres y padres deseantes que no lo logran de manera convencional y tienen que recurrir a tratamientos de fertilidad. Son esas dos semanas de la muerte entre que una se hace un tratamiento y nos dan el resultado de la subunidad beta, el estudio que mide en la sangre una hormona que indica, según su nivel, si hay o no un embrión creciendo en el vientre. Positivo, negativo, quizá ambiguo (en la minoría de los casos), y a seguir sufriendo.
La segunda semana es la peor. Las llamadas de los otros que quieren saber. La ansiedad, los nervios, las emociones que van de la euforia al catastrofismo, se disparan. Cada sensación del cuerpo (el dolor de ovarios, de cintura, de mamas) es tomada como un signo. Cada visita al toilette es un íntimo rezo por no encontrarnos con la mala noticia de la menstruación. Una pretende no estar pendiente pero es imposible dejar de pensar y todo se traduce en el mejor de los casos a un "como si" la vida siguiera. Las más intrépidas continúan la rutina: andar en bicicleta, caminar apuradas, salir a correr como siempre, ir al trabajo, teñirse el pelo…
Hace muchos años los médicos sugerían hacer reposo después de un tratamiento de fertilidad, no ir a trabajar por unos días, quedarse en posición horizontal para contrarrestar la fuerza de gravedad. Hoy indican seguir normalmente la vida, sin hacer sobreesfuerzos.
Pregunté en las redes sociales a mujeres en búsqueda o que lo habían logrado, cómo habían atravesado esta etapa. Para muchas fue lo peor del tratamiento; incluso –y esto me sorprendió–, peor que los análisis invasivos, peor que el poner el cuerpo previo. El desgaste emocional es una espada de Damocles.
Varias dijeron que quizá en la betaespera habían hecho las cosas mal y que por eso el resultado había sido negativo. Que la próxima cambiarían de estrategia. Otras resaltaron que cuando lo dejaron ser, sucedió. Algunas más que cuando lo dejaron ser, no sucedió. Que si estaban pesimistas, pues por eso. Que si pensaron en positivo, y cada semana le hablaron a la panza, pues a pesar de eso no.
Cuando quedé embarazada de mi primer hijo de manera convencional, sin saberlo, me fui a esquiar. Cargué equipos pesadísimos en la nieve, me pasé varios días –antes de subirme al micro de vuelta y sentir mi primer mareo– saltando montículos en la nieve.
Aunque racionalmente sepamos que la llegada de la vida es algo realmente misterioso, imposible de predecir o controlar, hay algo muy profundo que se nos cuela a las mujeres, que somos las que ponemos el cuerpo en todo esto, del orden del narcisismo quizá, pues seguimos sintiéndonos responsables del resultado. La culpa maldita si da negativo o una íntima satisfacción si lo logramos, que refuerza nuestro ego herido por no poder concebir, o le da la estocada fatal, muchas veces la que faltaba para derrumbarnos.
Una falsa ilusión de control que hace todo más complejo y enloquecedor, y que en general no acecha a las mujeres que se embarazan convencionalmente. Una sensación reforzada también por la ayuda de la ciencia en tiempos modernos; una sublime y fatal tentación de omnipotencia que hace este limbo de la betaespera, un tiempo aún más vil.
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