Emily in Paris, un elogio de la liviandad
Desde que Humphrey Bogart se despidiera de Ingrid Bergman en la neblinosa noche de Casablanca asegurándole que siempre tendrían París en la memoria, como un pasado común que ni la distancia ni el tiempo podrían disolver, la ciudad junto al Sena evoca en la mente colectiva el romanticismo y la aventura, la ilusión de vivir y la esperanza, la frívola fantasía de una existencia eternamente luminosa.
Así lo entendió hace unos días una tuitera, @Laurix73, al comentar una de las series de moda, Emily in Paris, como una dosis recomendable de escapismo ("la estupidez liviana que todos necesitamos", escribió), con el argumento irrefutable de que, más allá de su trama, "siempre tendremos París como fondo". Para mí fue más que suficiente. La serie de Netflix fue creada por Darren Starr, el mismo productor de Sex & The City, y creo que eso ya dice bastante. Protagonizada por Lily Collins (hija del músico inglés Phil Collins), cuenta la historia de Emily Cooper, una joven especialista en redes sociales que deja Chicago para comenzar en París una carrera vinculada al marketing para marcas de lujo. Por su puesto, la trama incluye romances y también choques culturales con sus nuevos colegas locales. Precisamente, este punto es uno de los que deparó más prensa a la serie, porque los franceses, cuyo trato hacia los extranjeros y particularmente hacia los norteamericanos es parodiado en cada capítulo, acusaron a los productores de tener una mirada culturalmente sesgada y colmada de clichés. Charles Martin, crítico de Premier, un medio especializado en cine y streaming, escribió que "en la serie los franceses son todos malos y vagos, nunca llegan a la oficina hasta el final de la mañana, les encanta coquetear y desconocen la lealtad, son sexistas, anticuados y tienen un problema con las duchas". Y sentenció sobre sus creadores: "No escatiman en clichés". La cadena radial RTL afirmó por su parte que "desde los episodios parisinos de Gossip Girl o el final de El diablo viste a la moda, no se habían visto tantos clichés sobre la capital francesa". Es que Emily in Paris muestra efectivamente un solo aspecto de la ciudad, el más turístico y elegante, el más frívolo y comercial.
La torridez de las críticas parece confirmar, sin embargo, el lugar común de la solemnidad de los críticos franceses, y la excesiva literalidad con la que se asumió la ficción. Si Emily in Paris ha sido un éxito en el mundo es precisamente porque refleja la contracara de la densidad que se espera hoy de una serie o de cualquier otra producción que intente trazar una pintura de época. Emily in Paris elige la liviandad y ese, lejos de ser el punto débil, es su acierto. Están perfectas las series nórdicas, con sus misterios y tensiones; están muy bien los documentales que nos cuentan cómo estamos destruyendo el planeta. Pero también necesitamos el recreo de la ilusión. Aún más en estos tiempos pandémicos, la serie nos recuerda que la frivolidad es una parte esencial de la vida que debemos permitirnos sin culpa. La cruda realidad ya está demasiado presente como para desdeñar la liviana comedia que nos aleje de aquella para llevarnos por un rato hacia sitios acaso irreales, como esa París de las películas, pero tan fundamentales para aliviar la existencia. Ya volveremos a los thrillers que nos enseñan los oscuros pasillos del poder o al futuro distópico de Black Mirror. Pero primero dejemos pasear nuestras fantasías por los Campos Elíseos con un par de zapatos nuevos, como aquellos rojos y brillantes con los que Judy Garland buscaba al Mago de Oz. La París de la serie tal vez no sea la real, pero sigue siendo el mejor escenario inventado para escapar a un sueño. París es eso que nos queda cuando todo lo demás se esfuma en la niebla.