Quise ser padre. El deseo detonó en mi cabeza y se expandió hacia el resto de mi organismo. Quise tener un hijo. Lo que en un momento fue una idea para analizar, de a poco —y no tan de a poco— se volvió una certeza. Un sentimiento intenso. Una verdad irrefutable.
Desde pequeño había dicho que quería ser padre joven. Algo que supongo heredé de mis padres, que me tuvieron a los veinte. Se lo había planteado a Macarena mucho antes de ser novios. Qué si vos querés hijos, que cuándo, que si más de uno. Salíamos a tomar una cerveza y el tema aparecía ahí. Terminamos de tener sexo y de nuevo: hijos. Antes de confirmar la relación parecía necesitar confirmar una futura paternidad. Tener entre veintipico y treinta puede significar empezar a pensar en esas cosas. Quizás de eso se trate la adultez.
Macarena siempre respondía sí: quiero hijos.
Cuando el presidente Alberto Fernández decretó la cuarentena, el autor de esta crónica se puso a llorar de miedo: su mujer estaba embarazada de 20 semanas. Diario de un hombre a la espera.
Con ella somos parte de una generación en proceso de deconstrucción, nos creemos llenos de pensamientos progres pero tenemos una mochila cargada de prejuicios y mandatos que cumplir. Entonces, hay procesos por afrontar. Intereses que se oponen. Somos una bola de contradicciones. En mi caso, me sentía en una encrucijada: venía con mi carrera en su mejor momento, las ideas claras sobre mí mismo —que vieron la luz después de la crisis de cambio de década— y pum: quiero tener un hijo. ¿Puedo ser padre y seguir igual? ¿Qué tanto cambian las cosas?
Un día de diciembre de 2018 todo comenzó a definirse. Macarena vino con la propuesta. La frase que cambió las cosas: ¿tenemos un hijo? Mi respuesta se dividió en dos partes. Un sí rotundo primero. Luego la pregunta: ¿estás segura? Siempre será más fácil hacer esa propuesta siendo hombre. Y hoy, año 2020 en Argentina, con las preguntas sobre uno mismo —varón, hetero, cis— y sus privilegios —de varón, hetero, cis— presentes como nunca antes me vi en esa encrucijada entre mis ganas de ser padre y, al mismo tiempo, no generar una presión sobre mi compañera. Tus tiempos, mis tiempos, nuestros tiempos. Nuestros tiempos. Por eso, cuando llegamos a la decisión —muy pensada, conversada, imaginada y sentida— decidimos buscar un bebé. Ahí supimos que estábamos listos.
Pero el camino a la paternidad nunca es tan lineal. Está repleto de preguntas: ¿Es el momento?¿Realmente quiero cambiar mi vida por completo? ¿Estoy preparado para ser padre? Los posibles escenarios se multiplican en tu cabeza. Despertar a cualquier hora, no dormir, cambiar pañales, verlo reír, luchar para que diga papá y que sea hincha del Lobo, que llore y no saber por qué, entender que está durmiendo y no en coma. Tener miedos. Aprender algo de cero.
El verano de 2019, las vacaciones trataron sobre la paternidad. Nos pasamos diez días en la playa hablando de ser padres. Y eligiendo nombres para un bebé que ni siquiera sabíamos si íbamos a tener: Macarena, intentando decidir si dejaba las pastillas anticonceptivas en ese mismo momento o si completaba el ciclo. Los dos, pensando en una visita al ginecólogo como si fuera a decirnos el futuro (en ese tipo de consulta, el médico solo tiene tres cosas para decir, sobre todo si es un hombre: tomá ácido fólico, no desesperen y a practicar —uno de los chistes más gastados de la humanidad—). Las vacaciones se cargaron de decisiones. Y encima, en la entrada del hotel había un cartel que decía, con total naturalidad: "No se permiten niños". Perfecto, gracias por el aviso. Nos vemos en 18 años.
Cuando comienza el sexo en la búsqueda de un bebé, todo parece volverse mejor que antes. Es excitante. Hay algo de renovación del deseo en la pareja y el contacto íntimo se vuelve tan frecuente como en las primeras semanas de relación. En cierto sentido, buscar un hijo puede parecerse a conocer a alguien. Pero después también se puede oscurecer y cargar de sentidos. Coger puede volverse desgastante. La semiótica en tu cama pesa, no erotiza.
Hoy, existen apps que sacan cuentas por vos y te dicen cuándo es bueno coger. Entonces, es un algoritmo el que comienza a regular tu deseo, que ya bastante tiene con la presión de concebir. Las apps reemplazaron los almanaques y las cuentas a mano sobre los periodos de ovulación. Nuevas verdades digitales sobre la fecundación. Pero no. La vida no es una conglomerado de fórmulas y las apps son tan falibles como las cuentas a mano.
Después de un par de meses de buscar sin encontrar nos convencimos de que no era el momento. Nos engañamos creyendo que tener un bebé había sido un plan pasajero, un capricho. De cierta manera funcionó: volvimos a estar mejor. Nos deseamos otra vez.
Cuando comienza el sexo en la búsqueda de un bebé, todo parece volverse mejor que antes. Hay algo de renovación del deseo.
Lo que viene es obvio. Cuando volvimos a tener sexo por el simple hecho de tenerlo, el asunto llegó. Pero no fue de golpe. Hubo un mes en el que la menstruación se retrasó varios días y luego del test apareció como si hubiera visto en ese pis fuera de lugar su bandera de largada. Y vino la tristeza.
Al mes siguiente, luego de 10 días de atraso y tres test —uno más caro que otro, uno más claro que otro— el resultado fue positivo. Nunca voy a olvidar las tres mañanas en que lo confirmamos. La primera dio negativo, pero al rato, y ya en el tacho de basura, Macarena vio cómo la tira tenía una muy tenue segunda línea. Tengo que contarte algo, me mandó por WhatsApp y me advirtió: no te rías. Atrás envió la foto. Hoy, todavía no sé si estaba esa segunda línea. Aunque esa noche compramos otro test y aguantamos hasta el día siguiente para repetir la prueba.
A las 7 de la mañana Macarena me despertó. Me dijo: "Me meo, voy a hacer el test". Me quedé acostado, intentado despertar. De golpe, apareció ella, con el test en la mano como si fuera un trofeo y una sonrisa. Nos abrazamos en la cama, lloramos y al rato miramos de nuevo el test para chequear. Ahí estaba la raya, suave, pero presente.
Era noviembre de 2019 cuando nos enteramos del embarazo —que tenía solo dos semanas—, faltaban tres días para irnos de vacaciones. Estábamos en pleno proceso de armado de valijas y acomodo de la casa antes de partir. En medio de ese caos previaje cayó la noticia y empecé a decirle a Macarena que no cargara muchas cosas. Que no hiciera fuerza, que no se agachara. Que no, que no, que no. Hasta que me frenó con una frase: "No me rompas las pelotas... Estoy embarazada, no enferma. Yo puedo".
Maracena tenía razón. Desde el comienzo me dijo cómo quería que fueran las cosas. Y así serían después. Pero para llegar a ese punto que indica nuestro lugar hay que escuchar y tratar de entender. No creo que haya muchas vueltas. En el embarazo el hombre no tiene mucho más lugar que el de acompañar. Y, aunque estamos a años luz del rol de la mujer en este proceso, la función que nos toca es tremenda. Un embarazo, como la paternidad, es cosa de dos y cada uno tiene sus responsabilidades. Uno tiene que aprender —o entender— cuáles son los roles durante este período. Hay que estar ahí al lado, ayudar —sin sobreproteger—, bancar, escuchar. Un embarazo es, en gran parte, una cuestión física que tiene extensiones mentales y sentimentales. Y todo ese combo pasa por un cuerpo que no es el de los hombres. Todas esas cuestiones corporales —inicialmente corporales, aparentemente solo corporales— se expresan en pensamientos que no están en nuestra cabeza. Y en sentimientos que nosotros —varones, heteros, cis— no sentimos ni comprendemos muchas veces. Casi todas las veces. ¿Todas las veces?
Un embarazo es, en gran parte, una cuestión física que tiene extensiones mentales y sentimentales. Y todo pasa por un cuerpo que no es el de los hombres.
En sala de espera había seis mujeres. Cuatro estaban embarazadas. Una iba acompañada por un niño de unos cuatro años y dos por sus parejas. Cuando entramos, el médico nos pidió los análisis. Los miró como quien scrollea Twitter sin ver nada interesante y dijo "todo bien". Le hicimos algunas preguntas y nos contestó con un tono sobrador. Como si las consultas que hacíamos fueran una obviedad —y lo eran, somos padres primerizos, no sabemos nada, tenemos miedo—.
Cuando salimos del consultorio caminamos unas cuadras en silencio hasta que Macarena soltó: "No me gustó cómo nos atendió". Le respondí que a mí tampoco. Que sus respuestas no habían contestado mis preguntas, que su tono no me dejó preguntar más. Que nos había sacado de encima. "¿Y si buscamos una obstetra?", preguntó. Sí.
Estábamos ante una situación que no habíamos planificado. Algo que nunca había pensado. Entre las suposiciones que tenía sobre un embarazo y la futura paternidad no había un casillero que dijera "encontrar obstetra". Siempre había creído que íbamos a atravesar este proceso con el ginecólogo de cabecera. Bueno, no. Tenía mi bienvenida a la violencia obstétrica y sus múltiples formas de expresarse: el desinterés, la incomprensión, el escaseo de información.
Cuando empezamos la búsqueda, Macarena pidió una sola cosa. No quería médicos o médicas recomendados como cráneos en la materia. Quería experiencias personales. Por eso había que encontrar pacientes antes que obstetra. Empezamos a pensar en conocidos que tuvieran hijos. Y eso era un problema. Por un lado, pocas personas sabían, hasta ese momento, del bebé en camino. Por otro, estamos en una edad donde escasean los amigos y familiares generacionales que tienen hijos.
Cuando uno va a ser padre por primera vez, se vuelve un niño otra vez y se siente frágil y a la deriva y busca referencias y referentes y, sobre todo, alguien que responda las preguntas.
Decidimos ir a ver Mariela, la obstetra de una amiga de su hermana. El dato que nos convenció fue que tenía política de parto respetado, nada de cesáreas innecesarias o no solicitadas, nada de partos inducidos. Macarena todavía no sabía qué tipo de parto quería, pero sí sabía que quería decidirlo ella misma, sin nadie que se lo impusiera. (El negocio detrás de dar a luz es inmenso, de decenas de miles de pesos y grupos de Facebook con denuncias y situaciones asombrosas: prohibición de ingreso de un acompañante a la sala de partos, partos apurados para acortar tiempos, cesarías en busca de plata y más).
Fuimos a ver a Mariela y nos encontramos con la mujer que nos habían dicho. Coqueta, graciosa y algo sarcástica, estricta en sus indicaciones pero no imperativa. Y segura. Mientras la escuchaba hablar y preguntar, pensaba en lo importante que puede resultar que la figura con los conocimientos, además, sea humana. Mariela lo era. Había algo maternal, de contención en su tono de voz. Irradiaba algo que nos protegía, una sensación que necesitábamos tener. Porque cuando uno va a ser padre por primera vez, se vuelve un niño otra vez y se siente frágil y a la deriva y busca referencias y referentes y, sobre todo, alguien que responda las preguntas.
Habíamos encontrado a nuestra Meredith Grey.
Tengo miedo. Y lloro. Cuando Alberto Fernández anuncia la cuarentena obligatoria la noche del jueves 19 de marzo, lloro. Para ese entonces hacía al menos una semana que iba a trabajar con miedo. Es el momento de mayor expansión del virus. Cada tres días se multiplican los casos. Ya no hay clases y las calles están semivacías. Pero todavía tenía que ir al trabajo: con angustia y miedo. De acá para allá con una piedra en el pecho. El miedo de llevar el virus a casa, de contagiar a Macarena y a bebé. Entonces, cuando Alberto dijo —con esa voz de ternura paterna y seguridad de prócer— que había que quedarse en casa, lloro.
Esa misma noche, cuando creí que me había calmado y liberado toda la angustia, me pongo a buscar en internet cómo el Covid-19 puede afectar a las embarazadas. Lo busco medio a escondidas, no quiero contagiar mi paranoia a Macarena. Una búsqueda intensa en Google no me da mucha tranquilidad. No hay certezas sobre cómo el virus actúa en embarazadas. Algunas especulaciones, más o menos basadas en datos científicos, concluyen en que no afectaría de una manera especial. Me tranquilizo. Aunque me encantaría quedarme en casa hasta que bebé —que tiene 20 semanas— nazca y que, en ese entonces, todo esto haya pasado.
A medida que empiezan a correr los días de encierro, salir al mundo me va pareciendo algo cada vez más peligroso.
Con la vida reducida a las paredes de casa el rol del hombre durante el embarazo —el del compañero— se redefine, como tantas otras cosas en este nuevo mundo. Estoy ahí cuando bebé—que ya sabemos que es Felipe— empieza a moverse. Comienzo a creer en eso de que los bebés —en estado embrionario— sienten cuando uno está. Me siento más cerca de mi hijo. Estoy feliz aunque afuera todo sea peor que antes.
Vivo entre dos mundos. Al mismo tiempo que me sumerjo en esa sensación de incubación familiar, la cabeza me explota de cosas. El trabajo en casa se come todo el tiempo que puede. El ritual de sanitización cada vez que toca salir a la calle dura más. A medida que empiezan a correr los días de encierro, salir al mundo me va pareciendo algo cada vez más peligroso: si el coronavirus aparecía en casa era mi responsabilidad, solo yo voy a la calle. Para calmarme repito todo el tiempo que si nos agarramos coronavirus no pasa nada, que somos jóvenes y fuertes. Intento convencerme a mí mismo. Si no estuviéramos esperando a Felipe esto sería diferente. No tendría tanto miedo.
De nuevo la misma pregunta: ¿esto es ser padre? El miedo no es por mí. Es por Macarena y por Felipe. Los cuidados me exceden. Son en tercera persona.
La tarde previa al anuncio del aislamiento salí del trabajo y fui a comprar la butaca de bebé para el auto —desde el mes cinco de embarazo empezamos a comprar las cosas que vamos a necesitar—. La cuarentena era algo que se anunciaba en el aire y me iba a terminar gastando la plata si los comercios cerraban. Entonces fui y la compré. Me tomé un taxi con la caja a cuestas. El conductor era un pelilargo canoso, parlanchín y de voz amable. Le conté que estaba esperando un bebé y que qué cagada lo del coronavirus. "Es el mejor momento de tu vida", me dijo y me sacó una sonrisa entre la angustia. "Disfrutalo que todo va a estar bien". Ese viaje —con ese conductor, con esa frase final— parecía extraído de una película de Hollywood y me hizo pensar en los finales felices.
Volviendo a las compras, la cuarentena nos dejó en un limbo con menos de la mitad de las cosas que vamos a necesitar en cada vez menos tiempo. Entonces, con algo de tiempo libre y menos gastos —estar encerrados puede reducir gastos o redireccionarlos— comenzamos a incursionar en las compras por internet. De golpe, nuestras cuentas de Instagram se llenaron de promociones de cochecitos, cunas, pisos para jugar, mochilas maternales, salidas de baño con formas de animales, carpas infantiles, sábanas de un metro por un metro, mamaderas, pañales y más y más y más cosas.
De nuevo la misma pregunta: ¿esto es ser padre? El miedo no es por mí. Es por Macarena y por Felipe. Los cuidados me exceden. Son en tercera persona.
La paralización del mundo por el coronavirus también nos obligó a suspender la mudanza. ¿Qué casa íbamos a ver si no podíamos salir de la nuestra? Terminamos definiendo que íbamos a quedarnos apretados en nuestro departamento de solteros, con la cuna en nuestro cuarto. Aunque, en un momento, en medio de un ataque de desesperación, casi reservamos una casa con patio por internet y sin verla. Gracias al ente anónimo inmobiliario que detrás del WhatsApp nos frenó al decirnos que no se reservan casas sin antes visitarlas. Así que acá estamos, cancelando una mudanza que, según nuestros planes en el viejo mundo, se debería concretar mientras escribo esto.
Ahora ya no busco casas por internet y veo los estudios de Felipe por el celular de Macarena, porque con la cuarentena las consultas a Mariela —y las ecografías— son sin acompañante. Otro golpe de la pandemia. Sí, es lo mejor, es preventivo y es lo que hago —no ir a ningún lado—, pero es decepcionante no poder estar en ese momento. No puedo ver a bebé Felipe, no lo puedo escuchar, no puedo hacer preguntas. Y, para peor, la obstetra atiende en uno de los hospitales de la ciudad destinados a los casos de Covid-19. Cuando Macarena regrese de la consulta —su primera salida a la calle en semanas— se va a desnudar en la puerta, se va meter en la ducha y va a rociar la casa con alcohol. Es la primera vez que me va a mostrar su miedo.
Mediados de junio: tengo que entregar el diario que empecé a escribir hace meses. En algún momento creí que a esta altura las cosas iban a ser de otro modo. Sin coronavirus al menos. Ahora sé que en un mes puede ser peor. Los casos rozan los mil por día. Mariela nos dijo que en el hospital esperan un pico para comienzos de julio. Desde el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, donde vivimos, dijeron que, a este ritmo, el sistema estaría a su máximo de capacidad cerca de la fecha de parto de Felipe: 23 de julio. Eso me aterra.
La casa ya luce diferente. Hay algunos muebles nuevos para las cosas de Felipe que ya están por todos lados: su ropa, sus sábanas, sus muñecos, su cochecito, su bañera diminuta. Y la cuna, que ya está lista para ser armada y tiene su espacio asignado.
Afuera, el mundo sigue siendo un lugar extraño y peligroso. Un mundo que se transforma. En casa, las cosas también cambian. Nuestro mundo ya no es igual y no lo será.
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