La mansión pretende ser la residencia del embajador de la región donde surgió la leyenda de conde Drácula”
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El portón, blanco y negro, cubre gran parte de la casona. Desde la calle, por encima del alambre de púas, los vecinos y transeúntes curiosos solo alcanzan a ver la cúpula -de estilo francés-, una garita y varias cámaras de seguridad. “Embajada de Transilvania”, se lee, grabado en una placa de bronce sobre el muro, del que también cuelgan tres banderas: una de la unión europea, una de Italia y otra blanca y negra, que no pertenece a ningún país, o al menos a ninguno real.
Ubicada en Mendoza y Estomba, Belgrano R, la mansión que supone ser la residencia del embajador de la región donde se originó la leyenda del conde Drácula no es más que una broma a gran escala extendida en el tiempo. Existe desde hace quince años, pero su eficacia se mantiene intacta: el edificio no solo sigue generando confusión e intriga entre los porteños, sino que también logra engañar a aplicaciones como Google Maps y Waze, que marcan el lugar como casa diplomática y brindan información sobre sus horarios de atención y su número telefónico.
“Como no puede existir una embajada de un lugar que no es un país, legalmente no me pueden hacer nada”, explica Pablo Bañares, propietario de la casa, mientras se pasea por el patio delantero, donde hay una fuente de mármol que funciona como pileta y una imitación del David de Miguel Ángel de dos metros de alto. De traje blanco con solapas negras y anteojos polarizados, el “embajador” recibe a LA NACION en su hogar, donde cada cuarto sorprende más que el anterior.
Bañares disfruta del desconcierto que genera la supuesta casa diplomática. “Hay gente que deja su CV. Muchos llaman o tocan el timbre para pedir información turística de Transilvania. Cuando entro o salgo, algunos, los que se dan cuenta de que es una broma, me preguntan si soy el embajador. Yo les respondo: ‘no, soy empleado, el embajador sale solo de noche’ -cuenta, entre risas-. Siempre les sigo la corriente. La idea de la embajada es alegrar a los que pasan, que algunos crean que acá puede llegar a haber vampiros”. Hace unos años, sobre la vereda, Bañares estacionaba su coche fúnebre negro, con el que solía llevar a su hijo al jardín de infantes.
El jardín y el interior de la casona donde Bañares vive junto a su familia llama la atención no solo por su arquitectura, sino también por ciertos detalles en la decoración, como un inodoro incrustado en una moto, vitrales con símbolos masónicos, un ataúd forrado de animal print, un insectario y un piano de cola rojo.
La mezcla de estilos y de objetos que conviven dentro de la casa no es más que un reflejo de su vida multifacética. A sus 51 años, Bañares es médico flebólogo especialista en medicina estética, cantante, maestro masón, cinturón negro de taekwondo, instructor de esgrima japonesa con espada samurái y motociclista amateur. “Me aburro fácilmente en la vida”, explica, para justificar la diversidad de sus ocupaciones.
De este hastío precoz surge su creatividad. Bañares entrena cuatro veces por semana en el gimnasio que montó en el subsuelo de su casa, donde también funciona una sala de ensayos y una pista de bowling que le compró a un bar que fundió durante la cuarentena. Como con el tiempo, el “embajador” se fue cansando de los preparadores físicos que fue contratando, decidió cambiar la técnica, y ahora alterna entre dos
“entrenadoras”:
“Una es profesora de historia y la otra, profesora de cine y se van turnando los días. Entonces, mientras hago pesas, con la de historia, hablo de Egipto, de Enrique Octavo, de los Persas, del código Hammurabi. Los días que viene la de cine, discutimos qué quisieron transmitir los directores de las películas que ella me da para ver. Le pedí que solo me pasara películas traumáticas, como Her, Melancolía, La Casa de Jack. Hoy a la mañana, por ejemplo, analizamos La Pianista”, cuenta, mientras muestra, orgulloso, su subsuelo.
En ese mismo ambiente, Bañares ensaya dos veces por semana, una vez con su banda de covers clásicos, con quienes toca un abanico de canciones que incluye desde La Vie en Rose hasta Psycho Killer, y otra con su banda de rock, que surgió el año pasado y se llama “The Coviders”.
Con el primer grupo toca todos los jueves en el Hotel Faena, lo cual sirve para subvencionar su proyecto artístico. La música, sin embargo, no es un ingreso significativo para su economía familiar. Además del trabajo de su esposa, el cual prefiere no exponer, Bañares tiene cuatro consultorios de medicina estética, en los cuales atiende junto a otros especialistas.
Desde joven, con el dinero que fue acumulando con sus tratamientos innovadores, como la mesoterapia, especialidad que estudió en Francia, comenzó a equipar esta vivienda, que era de un piso, en forma chorizo, y estaba abandonada cuando él se mudó, a los 21 años.
De casa para demolición a “embajada”
Bañares vivió toda su infancia y adolescencia al lado de su actual domicilio, en una casa clásica de ladrillos con rejas negras. Cuando la casa de al lado, la actual “embajada”, se puso a la venta, los padres de Bañares la compraron para luego venderla a un mayor precio como terreno para desarrollos inmobiliarios. Pero la venta se retrasó, y poco tiempo después de terminar el colegio, su hijo decidió mudarse ahí de manera temporal, hasta que apareciera un comprador.
“Lo único habitable de la casa era un cuarto, donde dormía yo. El resto estaba todo abandonado. Mis amigos y yo teníamos 21 años. A esa edad sos un delincuente juvenil. Imaginate: un soltero con una casa de 15 habitaciones para demoler. ¿Qué haces?. No vas nunca más al boliche, ni vos ni tus amigos. Hacíamos fiestas de lunes a lunes. Así fue durante 10 años”.
El joven Bañares compaginaba el descontrol con su carrera de Medicina. Como nunca estuvo inmerso en las drogas, asegura, la combinación entre la vida nocturna y el estudio era posible. “La casa era tan grande que yo me iba a estudiar o a dormir y la fiesta seguía. A veces, me despertaba a las siete o seis de la mañana para ir al hospital y estaban todos mis amigos tirados por ahí”, dice, apuntando a lo que ahora es el living y el comedor, en los que priman las obras de arte modernas y los colores estridentes.
La idea de convertir la casa en la “Embajada de Transilvania” todavía no existía, pero comenzaba a gestarse de a poco. Bañares empezó a jugar con lo “draculezco” luego de que su jefe de residentes, que tenía, al igual que él, un humor negro, le regalara para el cumpleaños un ataúd forrado de animal print. “En algún momento lo vas a necesitar”, le dijo el médico, que ahora se dedica a tratar pacientes terminales, al entregarle el obsequio.
Con su banda de punk rock de ese entonces, Bañares empezó a utilizar el féretro con estampado de tigre en sus shows. “Empezábamos a tocar y yo salía cantando desde ahí adentro con el micrófono. La gente se reía”, cuenta.
Una vez recibido de médico, Bañares le compró la casa a sus padres. Él no ahorraba; todo lo que ganaba lo inyectaba en su nueva propiedad. En 1995, viajó a Rumania con su novia de ese entonces y visitó el castillo de Bran, donde se cree que vivió Vlad Țepeș “el Empalador”, personaje histórico que se supone que inspiró la creación del conde Drácula.
“Cuando volví, dije: ‘voy a poner un cartel de la embajada de Transilvania para joder’. A raíz de eso, todo el mundo le empezó a decir a la casa ‘la embajada’. Tomó mucha preponderancia. Entonces, la empecé a lookear toda. Le puse las banderas, una garita con un maniquí adentro vestido de seguridad, que se ve especialmente de noche, cuando se prende la luz. Me compré un auto fúnebre y lo estacioné frente a la casa. Lo usaba mucho. Solía pasar a buscar a mi hijo en el jardín de infantes con el auto. Ahora está en reparación”, cuenta.
Hace tres meses, Bañares colocó sobre el muro de la casa un último detalle, que hace aún más evidente que la embajada no es real. Es un cartel led programable en el que se puede leer de a partes: “Circule. Esta es la Embajada de Transilvania. Levante la mano derecha. Tenemos su reconocimiento facial. No olvide hoy a la noche cerrar bien su ventana”.
“A veces paso y veo a gente levantando la mano. Me mato de la risa”, comenta Bañares, entre risas, desde el sillón del living.
El interior de la casa se destaca por sus objetos excéntricos, como, por ejemplo, el inodoro-moto, diseñado por Bañares. Dentro de un baño de paredes negras, hay un inodoro al que se le incrustó el tanque de nafta y el manubrio de una motocicleta roja. En frente, cuelga una televisión, prendida constantemente, donde se pueden ver carreras de motociclismo o videoclips de rock. En este momento, suena Billy Idol . Al lado de la televisión, hay un ventilador de pared antiguo, que Bañares a veces aprende para hacer el “efecto viento”. “El inodoro no es lo más cómodo del mundo, tenés que sacarte el pantalón para sentarte en la tabla, pero ir al baño es un programa”, comenta su inventor.
Cuando se le pregunta de dónde surge su constante búsqueda de lo insólito, Bañares se remonta a su infancia y rememora a su padre. De él no solo heredó las dos profesiones -era médico, pero homeópata, y cantante, pero de tango y folklore- sino también su excentricismo.
“Mi casa de la infancia parecía un museo de extrañezas. Mi papá viajaba por todo el mundo, por lugares raros, y traía arañas disecadas, cabezas de serpientes. Para mi era como ser el hijo de Indiana Jones. Nunca me interesaron mucho esos objetos, pero me hacían estar acostumbrado a lo diferente”, explica.
Fiesta en pañales
Entre su círculo de amigos, “la embajada” es conocida como un lugar de fiestas. A inicios del 2000, para festejar el inicio del milenio, Bañares y su mujer hicieron una “fiesta en pañales”, donde todos los invitados debían usar un pañal descartable para adultos. Arriba podían ponerse lo que quisieran, pero abajo, solo el pañal, aclara la mente detrás de la idea. “A mi se me ocurre cada boludez -dice Bañares, entre risas-. Yo les alcanzaba el pañal al auto para que se cambiaran antes de entrar. En la fiesta había 300 personas en pañales. Fue espectacular”, cuenta el hombre.
En el sótano de la casa también tuvo lugar, años antes, una celebración que se hizo famosa debido a la presencia de Ricardo Fort. El dueño de casa y sus amigos habían organizado un concurso de fisicoculturismo amateur entre ellos, simplemente porque les divertía afeitarse el cuerpo, ponerse un slip y pintarse el cuerpo con un aceite dorado.
El concurso se llamaba ‘Yo quiero ser un modelo Eyelit’, la marca de calzoncillos, que en ese entonces tenía de modelo a Christian Sancho. “Lo hicimos para joder. Yo no tenía ni un abdominal marcado, ni uno. Contratamos a tres jueces internacionales de fisicoculturismo, y ellos, que entrenaban en el mismo lugar que Ricardo Fort, le comentaron del evento. Fort cayó con un su slip de competición, ¡y obviamente nos destruyó!”, recuerda Bañares.
Con el tiempo, y el nacimiento de su hijo, de ahora 13 años, las fiestas pasaron a ser “más familiares”, aunque siguen siendo multitudinarias, de unas 200 personas. Todos los años, hay cuatro fechas que se celebran obligatoriamente: Pascua -esconden huevos de chocolate por todo el predio-, San Patricio, Halloween y el Día de la Raza.
En cada una de las fiestas, asisten sus amigos, muchos de los cuales pertenecen a ambientes radicalmente distintos: los del colegio, los médicos, los de su grupo de motos, los masones.
Todos los martes, Bañares, maestro masón, asiste religiosamente a sus reuniones masónicas, que desde el inicio de la pandemia se hacen por zoom, pero que originalmente tenían lugar en el Templo Masónico de la calle Tte. Gral. Perón al 1242. Él prefiere no revelar cómo se visten para asistir a estas reuniones, donde se discute sobre filosofía, ciencias liberales, astrofísica, entre otros temas. Pero sí aclara que el grupo está conformado por personas de todas las clases socioeconómicas, desde albañiles hasta políticos, y que todos los masones pueden reconocerse en la calle por ciertas señas y modismos que comparten.
Pese a sus extravagancias, Bañares se autodefine como una persona normal. “Yo soy completamente clásico. Estoy casado hace 20 años con la misma mujer. Lo que tengo son detalles histriónicos, excéntricos. Pero mi excentricidad no está relacionada con el lujo. Acá no hay obras de arte costosas, no hay tecnología costosa. Este parlante es un Philips comprado en un supermercado que se usaba para los cd. El piano no es un Steinway, es un piano normal, barato, que lo mande a pintar de rojo. Si vos tenés imaginación, la excentricidad puede ser barata”, comenta.
Sin embargo, sí ha hecho remodelaciones costosas. La más ambiciosa fue la cúpula. “Desde chico siempre dije que quería tener mi propia mansión. ¿Cómo hacés para convertir una casa chorizo de un piso en una mansión? Le agregás una cúpula. Así que contraté a los cupuleros de la Avenida de Mayo. Esta es la última cúpula que se hizo en los últimos 25 años”, dice, orgulloso.
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