Elon Musk, el rebelde con causa que quiere llevarnos a Marte
Multimillonario, inventor, activista ambiental, nerd soberbio y, ahora también, un tuitero influyente. Retrato del hombre que quiere conquistar la Tierra y el espacio
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El último fin de semana de enero de 2016, miles de jóvenes de algunas de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, Canadá, Holanda, España, Polonia, Alemania, Japón y Australia coparon el Salón de los Campeones de la Texas A&M University con un entusiasmo desbordante. No eran jugadores de fútbol americano ni oradores de concursos de debate, sino estudiantes de carreras como Ingeniería, Aeronáutica, Mecánica, Física y Electrónica; un batallón de nerds viviendo el sueño de participar en algo así como la feria de ciencias más cool y aspiracional de todos los tiempos. El desafío: presentar el mejor diseño para construir el primer hyperloop del mundo, un medio de transporte futurista y disruptivo cuyo padre intelectual era nada menos que el emprendedor serial y multimillonario Elon Musk.
“Imagino una especie de cápsula que, por medio de levitación electromagnética, permitirá a personas y vehículos viajar dentro de un tubo a baja presión. Podría alcanzar el doble de velocidad que un avión, ser inmune a las inclemencias del tiempo y a las colisiones, ser ultrasilencioso, y consumir muy poca energía. Una cruza entre un avión supersónico Concorde, un cañón de riel y una mesa de tejo de aire”, había dicho Musk casi al pasar en 2012, como parte de su argumentación en contra de la construcción de un tren bala entre Los Ángeles y San Francisco, un proyecto que él consideraba ineficiente, caro e innecesariamente contaminante. Su hipotético hyperloop, aseguraba, podría cubrir esa distancia en menos de 30 minutos (al tren bala le llevaría dos horas y media) y, por supuesto, usaría sólo energía solar.
¿Una locura? Probablemente. Pero, cuando se trata de Elon Musk, amo y señor de hacer posible lo imposible, más vale pensarlo dos veces antes de tildarlo de chiflado o charlatán. Este sudafricano de 49 años, que no bien terminó la secundaria emigró a América del Norte sin tener la más mínima idea de qué haría y llegó a limpiar las calderas de un aserradero porque fue el mejor sueldo que pudo encontrar (US$ 18 la hora por un trabajo literalmente infernal: no podía permanecer más de 30 minutos seguidos dentro de las calderas porque las temperaturas eran tan extremas que podían matarlo), terminó hackeando a tres de las industrias más tradicionales, poderosas y enquistadas del mundo moderno: la energética, la automotriz y la espacial.
En menos de 20 años, con sus empresas SolarCity (energía solar), Tesla (autos eléctricos) y SpaceX (cohetes espaciales), se fue abriendo camino hacia la cima gracias a una combinación hasta ahora infalible de inteligencia excepcional, atención hiperobsesiva a cada detalle, entrega casi total de sus energías y tiempo a sus proyectos y una casi sobrehumana propensión al riesgo. Se podría decir que el saldo, al menos en lo que respecta a lo económico, es positivo: a principios de este año, se coronó como la persona más rica del mundo, con una fortuna valuada en US$ 189.700 millones, aunque la cifra fluctúa al son de los vaivenes de las acciones de Tesla en la Bolsa (en 2020, subieron un 720%) y, por ende, se debate el podio minuto a minuto con Jeff Bezos, el fundador de Amazon.
Pero la epopeya de Musk no estuvo exenta de momentos límite y peligros mortales. “Mi mentalidad es la de un samurái. Me haría el harakiri antes de darme por vencido”, ha dicho sobre su capacidad para soportar cualquier embate (a saber: desde quedar al borde de la ruina varias veces o batallar en los tribunales contra sus rivales en incontables ocasiones, hasta casi perder la vida después de contraer malaria en unas vacaciones en Sudáfrica o recuperarse de la muerte de un hijo de diez meses cuando recién arrancaba con SpaceX). En palabras de Chris Anderson, director de las charlas TED, cuando le confesó por qué creía que era único: “Tenés una asombrosa habilidad para unir diseño, tecnología y negocios de una manera que muy pocas personas pueden hacerlo, y −esto es lo realmente increíble− sentirte tan confiado que tomás riesgos dementes para llevar adelante tus ideas. Y apostás toda tu fortuna a que lo vas a lograr. Esto no lo hiciste una sino múltiples veces. Nadie hizo algo igual”.
Claro que, como Steve Jobs, otro gran genio que revolucionó los rubros en los que emprendió, Musk parece arrastrar con él a todos lo que lo rodean. El periodista de negocios Ashlee Vance, autor de la primera y única biografía en la que el propio Musk accedió a participar (y que, en Argentina, fue publicada en 2017 por Paidós), entrevistó a más de 200 fuentes entre amigos, rivales, inversores, socios, (ex)esposas, (ex)empleados, pero también a su madre, sus hermanos y sus primos. En una charla exclusiva con LA NACION revista, Vance revela que, a pesar de su extensa investigación, le costó apreciar “lo incansable e implacable que es Elon”: “Una cosa es decir que lo es, y otra muy diferente es observarlo de primera mano. Simplemente, no se rinde hasta que no logra salirse con la suya, tanto en los negocios como en su vida personal. Tuvimos una pelea bastante fuerte después de que yo publicara el libro, y pude ver su lado más feroz de cerca. Eso me dio una experiencia de primera mano de lo que tienen que soportar sus empleados”.
La vida y los proyectos in extremis de Elon Musk han llevado a que la gente reaccione a él con la misma intensidad: lo ama o lo odia, sin puntos medios ni concesiones. Tal es así que, tras exponer su extravagante idea del hyperloop, una vez más, las aguas se dividieron entre quienes lo criticaron y burlaron y aquellos que lo elogiaron y admiraron. Por su parte, Musk confesó que en realidad no tenía la intención de construirlo, sino que solo buscaba invitar a la gente a pensar diferente, a encontrar nuevas soluciones a los desafíos de movilidad de la humanidad. Sin embargo, un año después, publicó un estudio detallando cómo se podría materializar el hyperloop, que incluía sus bosquejos originales −y de acceso libre y gratuito, dejando en claro que sus ideas estaban disponibles para ser tomadas por quien quisiera aventurarse a crearlo−. Finalmente, lo que hizo fue fundar una compañía para fabricar los tubos, The Boring Company (que hasta despertó el interés del entonces presidente Barack Obama, quien lo invitó a la Casa Blanca para saber más sobre el proyecto), y en paralelo convocó a una competencia global para el diseño de las cápsulas.
Así fue como, casi cuatro años después de empezar a esbozar un nuevo medio de transporte, llegó al predio de la Texas A&M University para felicitar a los miles de jóvenes brillantes que habían pasado los últimos seis meses rompiéndose la cabeza tratando de dar con el mejor modelo viable. Cuando Musk subió al escenario, lo ovacionaron como si fuese un rockstar. No lo aplaudían por ser uno de los hombres más ricos del mundo, sino por considerarlo el inventor más revolucionario e inspirador del siglo 21. Pero había algo más: ahora, el genio detrás de las epopeyas de Tesla y SpaceX no sólo les contaba acerca de su próximo gran proyecto, sino que los hacía partícipes, coprotagonistas de la hazaña. ¿Cómo no idolatrarlo?
Ese es quizás su máximo aporte a la humanidad, incluso más valioso que sus impresionantes cohetes reutilizables o sus magníficos autos recargables con energía solar: en una era marcada por la desconfianza y la posverdad, por una respuesta entumecida de los poderosos frente a amenazas apremiantes como el calentamiento global y una peligrosa tendencia a creer cada vez más que tener éxito es crear una app cualquiera para intentar venderla por un millón de dólares, por nombrar algunos desencantos compartidos por las nuevas generaciones, Elon Musk le (nos) recuerda que los humanos somos seres audaces y creativos por naturaleza, destinados a explorar, resolver problemas difíciles y ampliar nuestros horizontes. En definitiva, en un mundo en el que parecía que ya se había inventado todo lo que se podía inventar y nada de lo que estaba mal o desviado parecía fácil de arreglar, Elon Musk nos devuelve la capacidad de soñar.
Había una vez un nerd
Con sus 42 millones de seguidores en Twitter, que reaccionan una fracción de segundo después de que postee lo que sea cuando sea (la lista incluye, pero no concluye en: memes de Bitcoin, preguntas sobre física cuántica, la agenda de lanzamientos de los cohetes de SpaceX, fotos de su hijo que nació en 2020 y bautizó X Æ A-12, o sus polémicos cuestionamientos sobre la gravedad real del Covid-19), legiones de fans que se hacen llamar los musketeros y un culto a su persona que potencia cada una de las empresas que dirige, cuesta creer que, de chico, Elon Musk haya sufrido un bullying atroz.
A los diez años, ya representaba el arquetipo del nerd sabelotodo: lector insaciable (amaba la novela Guía del Autoestopista Galáctico, de Douglas Adams, la saga de El señor de los anillos y los cómics de ciencia ficción), torpe en lo social, pésimo en los deportes, brillante con las computadoras (a los 12 años, vendió el primer videojuego que programó por US$ 500) y obsesionado con inventar cosas, sobre todo, distintas formas de explosivos que hacía volar por los aires junto a su hermano Kimbal y sus primos. Vivía en su propio mundo y no prestaba atención a lo que nadie le decía, al punto que su pediatra les recomendó a sus padres que le extirparan las glándulas adenoides, pensando que quizás su comportamiento tenía que ver con algún tipo de sordera. La operación no cambió su forma de ser.
Imposible saber a ciencia cierta qué fue lo que disparó el odio visceral de un grupo de compañeros de colegio que lo acosaron por años, ensañados en hacerle la vida imposible. Tan grave era la situación que, después de una paliza especialmente dura, Elon estuvo internado una semana en el hospital de Pretoria, su ciudad natal. Sin embargo, pareciera que esa no fue esa la peor parte de su infancia. Hay algo sobre lo que ni él ni su familia quieren hablar: la influencia de su padre, Erroll. Ashlee Vance tuvo un acceso privilegiado a anécdotas y testimonios acerca de su vida en Sudáfrica en pleno apartheid (emigró a Canadá en 1989, cinco años antes de que Nelson Mandela fuera elegido presidente), pero no logró sacar nada demasiado concreto acerca de las razones por las que Elon Musk decidió que jamás permitirá que sus hijos conozcan a su abuelo. “No puedo decir que tuve una infancia feliz. Podría parecer que sí, pero mi padre es bueno en hacer la vida miserable. Es capaz de dar vuelta cualquier situación, por buena que sea, y hacerla horrible”, le confesó al periodista, que necesitó unas 30 horas de charlas solo para lograr que empezara a bajar la guardia.
El libro de Vance es una lectura atrapante e ineludible para cualquiera que quiera adentrarse en el Big Bang del universo “muskiano”: un clásico y a la vez excepcional relato de cómo un chico con talento pero sin un centavo se transforma en uno de los top players de Silicon Valley, el epicentro global de la innovación. Mientras estaba en la universidad (empezó estudiando en la de Queens, en Canadá, pero dos años después se ganó una beca en la prestigiosa Universidad de Pensilvania, Estados Unidos, donde completó dos carreras en simultáneo: Física y Economía), hizo varias pasantías de verano. La primera fue en el Banco de Nueva Escocia, donde, en sus propias palabras, aprendió su primera gran lección del mundo de los negocios: “Los banqueros son ricos y estúpidos”. Siguieron otras en lugares más propicios para sus intereses: el centro de investigaciones Pinnacle y la startup de videojuegos Rocket Science Games, ambos en Silicon Valley. Por eso, cuando se graduó, no dudó en instalarse allá, aunque ya sabía que no quería trabajar para otros sino crear su propia empresa. Consideró dedicarse a los videojuegos, pero concluyó que eso no tendría demasiado impacto en el mundo. Ya en tareas para distintas materias de la facultad se había destacado por dos características bien marcadas: una habilidad notable para pensar proyectos de base científica como negocios potencialmente rentables y una mentalidad a largo plazo que lo hacía proponerse objetivos difíciles o directamente titánicos.
En 1995, él y su hermano Kimbal arrancaron su primera empresa, Zip2, con una idea de Elon: crear un mapa en Internet al estilo páginas amarillas para que pequeños y medianos comercios pudieran darse a conocer. Este proyecto era por demás adelantado para su época, nadie creía que tenía que estar en Internet para conseguir más clientes ni vender sus productos o servicios (Google Maps, por caso, fue lanzado en 2005). Invirtieron todo lo que tenían en desarrollarla y se quedaron sin un centavo, al punto tal que vivieron en las oficinas de Zip2 por varios meses; un exempleado cuenta que Elon dormía en un puf al lado de su escritorio y le pedía al primero que llegara que le diera una patadita para despertarlo.
El desenlace de Zip2 representa la primera constante en la vida de Elon Musk: al final, tenía razón, pero nadie podía verlo con la misma claridad y con tanta anticipación como él. En 1999, Compaq adquirió la compañía (que para entonces ya se había fusionado con la plataforma Citysearch) por US$ 307 millones. Elon recibió US$ 22 millones y Kimbal se quedó con otros US$ 15 millones. Nada mal para los dos hermanos que habían arrancado con una inversión de apenas US$ 28.000.
Lo que pasó a continuación es el origen de la segunda constante muskiana: un coraje asombroso para correr riesgos inauditos con su propio dinero. Por lo general, hasta los emprendedores más confiados en sí mismos recurren a inversores; en cambio, Musk hace todo lo posible por escapar de ellos. Es su forma de mantener sus proyectos libres de intervenciones externas y lo más fieles posibles a sus convicciones (y caprichos). No bien cobró su cheque, Musk invirtió más de la mitad de esos US$ 22 millones en X.com, con el objetivo de fundar un banco 100% online. Era una idea descabellada a fines de los 90: recién hace unos pocos años los bancos digitales empezaron a cobrar fuerza, y aun así tuvieron y tienen sus detractores en un sector ultra tradicional.
Pero, a solo dos meses de su lanzamiento, X.com ya tenía 200.000 clientes y ofrecía servicios insólitos como poder transferir dinero con apenas la dirección de email del destinatario. Al año siguiente, su startup se fusionó con otra, su principal rival, Confinity, y terminaron llamándose nada menos que PayPal, la cual eBay compró por US$ 1.500 millones en 2002. Musk, que acababa de cumplir 30 años, se quedó con US$ 180 millones y sus amigos esperaban con ansias que develara en qué nueva y loca aventura se metería esta vez. Pero lo que ninguno pudo imaginar es que su mente brillante y excéntrica volaría a un lugar tan remoto como el planeta Marte.
Un horizonte lejano
Todo empezó con una cena de recaudación de fondos de la Mars Society. Esa noche, Musk, se hizo rápidamente un nombre entre los participantes cuando escribió un cheque por US$ 5.000 (el bono contribución era de US$ 500). Sin embargo, pronto se desencantó con lo que consideraba objetivos poco ambiciosos, como construir un centro en la Antártida para recrear las condiciones ambientales extremas de Marte o poner en órbita una cápsula tripulada por ratones. ¿Por qué no mandarlos directamente a Marte?, se preguntaba. También se ofuscaba con la falta de visión de la NASA, que no contaba con ningún plan, a ningún plazo, para mandar seres humanos al planeta rojo. De hecho, ningún gobierno, incluyendo el chino y el ruso, parecía interesado en semejante misión: era como si la otrora grandiosa industria espacial se hubiese quedado congelada en los 70. Todo el asunto lo deprimía y, cuando le hablaba a sus amigos de estas cosas, ellos sospechaban que ahora se había vuelto loco de verdad.
Finalmente, Musk, sin ningún conocimiento real acerca de la conquista del espacio (a no ser que contemos las horas que se había pasado leyendo cómics de ciencia ficción), se decidió a crear su propia fundación, Life to Mars. He aquí la tercera constante muskiana: convocó a verdaderos expertos (científicos, físicos e ingenieros aeroespaciales, mecánicos y eléctricos; todos igual de desilusionados que él) y exprimió todos sus conocimientos hasta volverlos propios. De esas charlas nació un proyecto singular: hacer aterrizar en Marte un invernadero robótico que tomaría distintos elementos del suelo para hacer crecer una planta, que liberaría oxígeno por primera vez ahí. Si esa imagen no inspiraba a la humanidad, nada más lo haría.
Lo primero que necesitaba era resolver cómo transportar ese invernadero robótico por los 54,6 millones de kilómetros de distancia entre ambos planetas. La mejor opción era comprar un misil balístico intercontinental, y los únicos que podían venderle uno por el precio que él podía pagar eran los rusos (ahí sus amigos se asustaron de verdad). Después de meses de negociaciones, todo terminó en un frustrado viaje a Moscú. Musk entendió que los rusos se estaban burlando de él y jamás le venderían el misil, así que en el avión de regreso a Estados Unidos se puso a calcular en un documento de Excel si era posible construir el cohete por su cuenta, con un presupuesto infinitas veces menor al que se solía destinar a estos dispositivos. Volcó a esa planilla todo lo que había aprendido en tiempo récord sobre la industria aeroespacial y las bases físicas que la sustentaban y, antes de aterrizar del otro lado del Atlántico, el Excel le dijo que sí.
Esa convicción fue la chispa inicial de Space Exploration Technologies, más conocida como SpaceX, empresa que nació con el objetivo de reducir drásticamente los costos de la industria espacial y hacer viable la llegada del hombre a Marte. Después de seis años de prototipos, pruebas, simulacros, explosiones y demoras a la altura de tamaña ambición (el Excel de Elon se equivocó al predecir los tiempos de ejecución por “nada menos” que cuatro años), en 2008, SpaceX consiguió su primer contrato con la NASA. Tras años de pérdidas multimillonarias, la “locura” de Elon Musk se volvió rentable.
Sus logros a la fecha son impresionantes: SpaceX fue la primera empresa privada en poner en órbita el primer cohete con propulsor de combustible líquido (2008); también fue la primera en lanzar, orbitar y recuperar una nave espacial (2010), además de lograr enviarla a la Estación Espacial Internacional (2012). Pero incluso alcanzó hitos que ni las agencias gubernamentales se plantearon, todos relacionados con la reutilización de cohetes. Las máquinas de SpaceX ya han despegado, volado, aterrizado y vuelto a despegar más de cien veces. Esta capacidad de reusarlas (para que, eventualmente, volar en cohete sea esencialmente lo mismo que hacerlo en avión) es el corazón de la estrategia de Musk para transformar a la humanidad en una especie interplanetaria.
Y, aunque todavía es fácil caer en la tentación de pensar que vio demasiados capítulos de Star Trek cuando dice cosas como “en el futuro, las naves serán enormes, casi ciudades autosustentables que viajarán por el espacio llevando a cientos o miles de personas”, la realidad es que, hasta ahora, va consiguiendo lo que se propone, aunque los demás hayan dicho una y otra vez que era imposible, o hasta hayan tratado explícitamente de detenerlo. Incluso si nos limitamos a analizar su influencia acá nomás, dentro de los confines del planeta Tierra, sus proezas siguen pareciendo fuera de este mundo.
¿Quieres ser Elon Musk?
En 2007, el actor Robert Downey Jr. se preparaba para interpretar por primera vez a Tony Stark en la película Iron Man. Había escuchado que un tal Elon Musk era un tipo singular y decidió conocerlo. El actor quedó tan fascinado que le pidió al director, Jon Favreau, que incluyera un auto de Tesla en el set de filmación. Es que esa era la marca de autos eléctricos que Musk también dirigía, en paralelo a su empresa de cohetes. Después del exitazo de taquilla que fue Iron Man, Musk se ganó la fama de “el Tony Stark de la vida real”. Sus excentricidades y su particular forma de liderar (soberbio y nada empático, intolerante a que le llevaran la contra y exigente hasta llevar al borde de un ataque de nervios a sus empleados, si bien cabe destacar que era él quien trabajaba más horas que nadie, incluyendo fines de semana) no hicieron más que inflar el mito.
Musk no fundó Tesla, aunque se unió a principios de 2004, apenas seis meses después de su creación, como inversor principal; siempre tuvo un rol preponderante y, en 2008, se convirtió en su CEO. La idea de fabricar un auto eléctrico que pudiera acabar con la dependencia de la civilización con respecto a los combustibles fósiles (finitos y contaminantes) era una obsesión que lo perseguía desde sus años en la facultad, y su visión del auto perfecto (que él veía como una combinación de belleza de diseño y tecnología de punta, algo que, oh sorpresa, nadie había intentado antes ni creía viable) también tuvo explosiones, demoras y sobrecostos excesivos. Los empleados de Tesla padecieron años de pedidos “imposibles” de Musk, que era capaz de llevarse un auto un fin de semana y volver con una lista de 80 modificaciones (ninguna anotada en papel, solo archivadas en su cabeza).
Como pasó con SpaceX, su ambición llevó a Tesla a coquetear con la ruina. El desarrollo del primer modelo, bautizado Roadster, costó US$ 140 millones en lugar de los US$ 25 proyectados, y en 2007 fue elegido “el mayor fracaso tecnológico del año” por un famoso blog de Silicon Valley. Por esa época, la vida personal de Elon no iba mucho mejor: después de ocho años de matrimonio, se estaba separando de Justine Wilson, con quien tuvo cinco hijos, los mellizos Griffin y Xavier, y los trillizos Damian, Saxon y Kai. Sin embargo, cuando por fin presentó el Roadster en sociedad, se convirtió en un objeto de deseo y causa noble de ricos y famosos de todo tipo, desde el por entonces gobernador de California Arnold Schwarzenegger hasta los cofundadores de Google, Larry Page y Sergei Brin. Los modelos que le siguieron (S, 3 y X) fueron nuevos exponentes de la infinita capacidad de Musk para sorprender y maravillar a sus clientes (y darles dolores de cabeza crónicos a sus empleados).
Hoy, con respecto a Tesla, Musk se encuentra focalizado en el segundo capítulo de su plan maestro: hacer que los autos eléctricos no sean solo accesibles para unos pocos, sino que su precio se vuelva realmente competitivo. Esto implica expandir su producción y llegar al medio millón de vehículos anuales, al tiempo que desarrolla una red de “estaciones de supercarga” (alimentada por energía solar) en Estados Unidos, Europa y Asia, para que los conductores puedan recargar su Tesla de manera totalmente gratuita en las principales autopistas y rutas.
Para lograrlo, Musk les compró a sus primos una empresa de paneles solares que él mismo sugirió que crearan, SolarCity, y se embarcó en otra de sus titánicas ideas: construir la Gigafactory 1 en el estado de Nevada, una fábrica de baterías de litio (las que alimentan a los autos Tesla) que, cuando se concluya, será la construcción más grande del planeta Tierra. Emplea a 7000 personas y produce más baterías de litio que todos las demás plantas del mundo combinadas. Además, hay al menos otras tres Gigafactories funcionando parcial o completamente en el estado de Nueva York, en Shanghái y en Berlín.
¿Y el esperado viaje a Marte? El fundador de SpaceX dijo en diciembre pasado que está “muy confiado” de que podrán lanzar el cohete tripulado por humanos en 2026 o, con un poco de suerte, en 2024. Así las cosas, es increíble que todavía tenga tiempo para pensar en proyectos como el hyperloop (en rigor, dice que The Boring Company le lleva sólo el 2% de su tiempo; en otras palabras, es su hobby). Pero también cofundó, hace cuatro años, Neuralink, una empresa de neurotecnología e inteligencia artificial que pretende implantar chips en el cerebro de las personas para curar todo tipo de enfermedades y discapacidades (desde Alzheimer hasta ceguera), y que, en un futuro lejano −ese horizonte que Musk más disfruta−, podría casi convertir a las personas en cyborgs con memoria infinita y algo parecido a la telepatía. ¿Acaso ahora sí Elon Musk perdió la cabeza?
“Neuralink hizo un progreso más grande del que imaginé que podría tener. De todos modos, creo que está a muchos años de lograr un vínculo a nivel cerebral entre computadoras y humanos. Creo que esta nueva compañía de Elon habla de su obsesión por la inteligencia artificial, algo que lo aterra, pero curiosamente también parece que ha decidido impulsar. Me extraña que siga tomando más y más desafíos. Creo que se obsesionó con intentar cada vez cosas más grandiosas, con superarse a sí mismo. Casi como si sufriera de una adicción”, analiza Vance para LA NACION revista.
El periodista, quizás una de las pocas personas que lo conoció íntimamente y pudo mantener algo de objetividad, también reconoce la influencia que ha tenido en las generaciones más jóvenes, que califica de “dramática”: “En el mundo tecnológico, parece que muchos quieren ser el próximo Elon Musk, o consideran que ahora pueden hacer cosas igual de increíbles que él. Grosso modo, esto es probablemente algo positivo. No obstante, creo que muchos se engañan y persiguen un objetivo erróneo. Circunstancias muy particulares crearon lo que Elon es, y no todas ellas fueron placenteras. Quienes intentan modelar su vida siguiendo sus pasos, deberían tener cuidado con lo que desean”.
Por supuesto, hay quienes aseguran que Elon Musk vive drogado. Pero puede que Musk se haya vuelto adicto a sí mismo. Sin embargo, para la mayoría de los mortales que no sufrimos de esa peligrosa debilidad, ver despegar un cohete de SpaceX es una experiencia sencilla e indiscutiblemente alucinante y conmovedora. Querer verlo triunfar, en el fondo (aún cuando, quizás, pequemos de cierto grado de ingenuidad), no es más que querer ver triunfar a la humanidad.
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