La oportunidad se le presentó casi por azar, pero no dudó en tomarla y transformar su vida.
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Fue casi como una revelación. Ocurrió en el momento justo, cuando menos lo esperaba y más lo necesitaba. Fue una tarde de invierno cuando escuchó a alguien hablar sobre su terapia: había golpeado un colchón con toda su fuerza con sus puños y la experiencia le había resultado transformadora por completo.
Para ese momento de su vida, Esteban Padilla tenía todo lo que un profesional de la psicología podía esperar para su carrera. Estaba a gusto en su espacio terapéutico personal y conforme con lo que podía ofrecer a sus pacientes, una terapia verbal. Incluso ya antes de haber obtenido su título, trabajaba en un Hospital Materno Infantil en la localidad de Béccar, en el partido de San Isidro, provincia de Buenos Aires. Además, había hecho experiencia en un colegio privado de la zona.
Había oscilado entre la salud pública y el ámbito privado. Ambos mundos le habían resultado muy buenos lugares de crecimiento y mucho aprendizaje. “No hay modo de atender niños, poner el cuerpo y no ser llevado a rever y reelaborar toda la propia infancia que surge de la mano de los pacientes que llegan. Para poder acompañar hay que empatizar y no se puede empatizar con un corazón enjaulado y protegido”.
También ya había encontrado a la mujer con la que quería caminar el resto de su vida y, juntos, habían elegido formar una familia. Eran tiempos de niños chicos, bebés con pañales y pocas horas de sueño. Pero sin duda alguna la vida marchaba sobre ruedas.
Una semilla que creció con el tiempo
Desde pequeño se había desarrollado como un niño introvertido, sensible, pensante y muy observador. Criado en San Isidro como el sexto de nueve hermanos, siempre había puesto mucha pasión en todo lo ligado a lo deportivo: fútbol, tenis, rugby, atletismo, todo llamaba su atención. También había demostrado mucha facilidad con aquellas actividades vinculadas a la dimensión de lo corporal expresivo. Le gustaba la música, cantar y tocar el piano.
“Ya desde niño desarrollé un profundo sentido para sentir a los otros, buscando mirada e intentando ser siempre querido. Mi infancia, en resumidas cuentas, estuvo completa con todo los ingredientes necesarios para que me convirtiera en la persona que soy hoy: peleas, disfrute, mucho juego y tiempo de soledad. Sin lugar a dudas, como suele ocurrir, la dimensión del servicio a los otros y lo corporal tienen sus semillas ya a la vista en esos primeros años de vida”.
Dar el manotazo de ahogado
Concluida la etapa escolar, su primera elección universitaria fue estudiar derecho: “una decisión muy inmadura con la única motivación de que tenía un padre y un hermano abogado y no me gustaban las ciencias exactas”. Duró cinco meses y abandonó. Buscó trabajo, se tomó un tiempo para pensar y luego, como un “manotazo de ahogado” se decidió por la psicología casi por azar.
La carrera de psicología fue interrumpida por la decisión de querer ser sacerdote. Luego del segundo año, Esteban dejó la formación universitaria en suspenso para entrar al seminario diocesano de San Isidro. Allí estuvo dos años. “Fue una experiencia maravillosa. Tan buena, que llegué a conectar con mi deseo profundamente. Como los grandes procesos en la vida, fue muy fácil entrar y muy difícil salir en paz. Sentí mucha culpa. Pero logré salir del seminario con un norte, un sentido que hasta ese momento no tenía”. Retomó entonces la psicología y cursó los tres últimos años con mucho entusiasmo.
Continuó su crecimiento profesional, formó una familia y pudo abrir el consultorio propio. Hasta que esa tarde, su oído atento captó lo que su alma, quizás, estaba buscando: una terapia diferente a las que conocía y en la que el cuerpo era protagonista para canalizar las emociones.
Un colchón para el alma
Curioso e inquieto, pidió los datos necesarios y a la semana estaba en el consultorio de esa terapeuta de bioenergética a quien le pidió que le explicara de qué se trataba el ejercicio del colchón. “La explicación no la entendí. Pero nunca voy a olvidar lo que sentí en esa sesión. Yo no estaba mal, ya hacía terapia de modo verbal, convencional. Soy psicólogo. Pero algo faltaba. La palabra ya no alcanzaba, tenía la intuición de que tenía que buscar algún espacio diferente y eso llegó a mi sincrónicamente sin saber qué era. Yo no sabía que existía este abordaje terapéutico, pero hubo algo que me llamo la atención en el relato de una conocida y hacia allí fui. Sin saber nada, pero sabiendo. De pronto, ya en la sesión, estaba llorando y sin la más mínima sospecha de que guardaba tristeza dentro. El cuerpo, mi cuerpo, habló por sí solo y mi cabeza comenzaba a entender que eso podía ocurrir y que era bueno que ocurriera. Me fui con la sensación de haber encontrado lo que buscaba”.
En ese encuentro, en esa sesión, Esteban tuvo la maravillosa sensación de haber llegado donde tenía que llegar. Y luego de llorar mucho, se fue con la determinación de seguir por ese sendero. Fueron dos años de sesiones individuales semanales hasta que inició la formación para convertirse en terapeuta de Bioenergética. “Gracias a este nuevo abordaje pude recuperar mi primera naturaleza, animarme a sentir la vida como es, intensa. Perder el miedo a sentir, animarme a soltar certezas y moldes, vaciarme del ego todo lo posible. En este plano, en esta vida, yo soy mi cuerpo. Y en él conviven todas las fuerzas y dimensiones humanas: lo más oscuro y lo más luminoso”.
Esteban asegura que hoy circula por los mismos lugares, las mismas calles, algunas por las que pasaba cuando era chiquito en su bicicleta. Pero cada paso que da es hondo, profundo, abierto a lo creativo y posiblemente transformador. “No hay modo de llegar profundamente a uno mismo y al propio sentido de la vida sin habitar el cuerpo. Tengo la bendición de haber podido profundizar en el océano inmenso de la vida humana a través de mi agua y las de tantos con los que me he encontrado en mi camino”.
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