Elegancia pura: una muestra dedicada a Jacqueline de Ribes, un ícono de estilo genuino
La condesa Jacqueline de Ribes, a quien el Costume Institute del Metropolitan Museum de Nueva York rinde homenaje desde este mes con una muestra, ha vivido a lo largo de sus 86 años en aquellas famosas altas esferas, donde imperan los códigos de la verdadera elegancia, de la que ella, inquieta y creativa, ha dado su versión propia, original y con un matiz escénico, una suerte de actuación, refinada, claro está, de la distinción. Justamente, el título de la muestra es The Art of Style.
Las convenciones sociales exigían de las mujeres en su posición que fueran tan ornamentales como pudieran. Equipada, desde chica, de un gusto decidido por el teatro y lo decorativo y, muy oportunamente, de unos rasgos y una allure poco comunes, quiso y supo hacer más de lo que podía esperarse del personaje que le tocaba representar.
Silueta longilínea y de ángulos netos, facciones clásicas que oh, misterio aparecen a la vez exóticas, una nariz importante, patricia, ojos en almendra, un cuello de cisne, el port de tête y la fluidez física de una bailarina, el aplomo de una esquiadora, el todo llevado con un dominio del artificio que en ella resulta natural.
Para usar una expresión abusada hasta la saturación, Jacqueline de Ribes es un style icon genuino, y en el álbum de imágenes de la sofisticación del siglo XX, uno de los últimos eslabones en la cadena de mujeres memorables por su gracia, su manejo del gusto y su sentido de la moda. Entre las bellas elegantes retratadas por John Singer Sargent y Giovanni Boldini se prolonga en el desfile en blanco y negro de los maestros de la foto de moda y llega a una cúspide con el primer retrato que en 1955, comisionado por Diana Vreeland para Vogue, toma Richard Avedon de la entonces Vizcondesa. De perfil, ojo a la Nefertiti y labios casi como al impasto, la nariz notoria, el pelo tenso en un gran óvalo hacia la nuca, de donde parte una gruesa trenza, el cuello y los hombros desnudos. Signo gráfico de una esfinge moderna que se convierte instantáneamente en un clásico y que será la primera de una serie de imágenes únicas que el artista, claramente cautivado por su modelo, irá elaborando a lo largo de los años. En 2002, la Condesa me hizo descubrir la carpeta que Avedon acababa de hacerle llegar, con grandes tirages especiales de cada uno de aquellas fotografías, y que sin duda figurarán, puntuales, en la muestra.
El circuito de celebraciones del elitismo puro y duro tuvo en ella una prima donna assoluta. En la intensa temporada de mundanidades de altura y a todo trapo que va de la posguerra a los 70, no hubo un gran baile en el que la entrada más esperada y más sorprendente no fuera la suya. Se inventaba coiffures de flores, hojas y plumas para acompañar los atuendos de la más alta fantasía que ensamblaba a partir nada menos que de sus vestidos de alta costura. Fue clienta favorita de Dior, de Saint Laurent, de Ungaro y de Valentino, hasta que en 1983, en presencia de estos últimos tres, presentó su primera colección de prêt-à-porter en los grandes salones de su hôtel particulier. Su familia detestó que se convirtiera en "proveedor", como se consideraba en su medio social a los modistos. Pero tuvo éxito con su ropa de noche, en particular en los Estados Unidos y sólo los problemas de salud le hicieron cerrar su marca.
Me dijo en una charla: "Para que exista la elegancia debe entreverse la cultura. La elegancia es pensamiento". Si solamente lo supieran las divas pop que acostumbran pavonearse en las galas inaugurales del Met. Grâce au ciel, estará Jacqueline para dejarlo en claro. n
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